ANÍBAL NÚÑEZ SAN FRANCISCO (1944-1987)
Ulises y Calipso
(Boecklin)
Una roca de pórfido en la playa
busca en el horizonte alguna vela
tejida por Penélope.
La lira
es un trasto inservible, un cepo inútil
en manos de la diosa de caliza
que, siguiendo el ejemplo de la gruta,
comienza a bostezar: ha sido en vano
llenarle de corales.
Las caricias
que aprendiste del mar, reina de alciones,
no hacen mella en la roca que quisiera
poder volar a Ítaca.
Figura en un paisaje, 1993
El poeta Aníbal Núñez fue también traductor, pintor y grabador. Mencionamos estos detalles de su vida porque sirven especialmente bien a este modesto comentario. Por vicio profesional y vital, de entre estas habilidades destacaremos la que parece más discreta y entrañable, la de traductor, que, como se sabe, es una labor que tiende a la invisibilidad. Aníbal Núñez tradujo a Propercio (Elegías, Valladolid, 1980) y a Catulo (Cincuenta poemas, Madrid, 1984), además de poemas de Rimbaud (Poemas 1870-1871, Madrid. 1975) y otros poetas franceses.
El polifacetismo de Aníbal Núñez no sólo revela una vocación artística rica e inquieta. Las artes, como se sabe, rara vez conviven sin más: compiten, y tanto más cuando lo hacen en una misma persona que domina varias y tendrá que decidir qué le da a cada una. La poesía como arte radical de la palabra se las tiene que ver, en nuestro siglo más que nunca, con medios muy poderosos. De este empeño de medirse en propia persona en diversas artes resulta ser buena muestra el poema que comentamos, que se cuenta en la primera serie de composiciones (I En pintura) de las tres que integran su libro Figura en un paisaje. Por lo demás, el estímulo de la pintura es una de las constantes de la producción poética de este autor.
El libro Figura en un paisaje se editó, ay, póstumamente (1992). Sin embargo, andaba ya escrito en 1974, listo para ser presentado a un premio que al parecer no ganó, aunque quedó finalista. La primera edición, dicen los críticos, no fue muy feliz. Estaba incompleta y llena de erratas, pero pronto una edición de 1993 en Salamanca (a cargo de Aníbal Lozano) reparó el desaguisado. Esta edición incluía las ilustraciones de los cuadros comentados en verso. Nos preguntamos qué es mejor. ¿Facilitar al público lector la ilustración del cuadro para que someta el poema al cotejo con la imagen? ¿O dejar a quien quiera que lea que se busque la vida y se ilustre (nunca mejor dicho) para volver a la composición con las imágenes en la cabeza, a ver qué pasa? Nos hemos decidido por la primera opción por razones inconfesables en esta sede. Digamos que, a efectos didácticos, es mejor facilitar todo lo que se pueda, y en los tiempos que corren es mejor no invitar al lector o lectora a volver a la red. Tal vez se enrede y no vuelva. Pero parece que la evocación imaginaria responde mejor a las instrucciones del poema. La composición va encabezada por un título y el nombre propio que, a buen entendedor(a), debe convocar la imagen. Parece que al estímulo de ambos debemos ver lo invisible y proyectar sobre el poema la imaginación de la famosa tela que responde a la leyenda y el nombre del pintor: Ulises y Calipso pintada por el artista suizo Arnold Boecklin (1827-1901) en el año 1883 (la obra completa de Boecklin puede contemplarse en http://www.arnoldbocklin.org).
En este breve comentario procederemos de manera ingenua, así que las personas refinadas y demasiado posmodernas deberían abandonar la sala. Nuestra idea primera obedece a la antigua y venerable práctica educativa de la descripción retórica o ékphrasis. Se pedía en este ejercicio que se describiera una escena bien conocida que solía venir suministrada por los mitos y la historia antigua. En su versión más refinada, las escenas en cuestión ya habían sido de creación artística en forma de pinturas o estatuas, de manera que la descripción verbal debía hacer ver las escenas ya figuradas artísticamente. En el caso que nos ocupa, el cuadro de Boecklin ha ya imaginado una escena inspirada en unos famosos versos de la Odisea.
Y la soberana ninfa acercose al magnánimo Odiseo luego que hubo escuchado el mensaje de Zeus. Lo encontró sentado en la orilla. No se habían secado sus ojos del llanto y su dulce vida se consumía añorando el regreso, puesto que ya no le agradaba la ninfa, aunque pasaba las noches por la fuerza en la cóncava cueva junto a la que lo amaba sin que él lo amara. Durante el día se sentaba en las piedras de la orilla, desgarrando su ánimo con lágrimas, gemidos y dolores, y miraba el estéril mar derramando lágrimas. (Od. V 149-158, traducción de J. L. Calvo)
Así pues, la creación va de la poesía a la imagen y regresa a la poesía cargada ya con figuras imaginadas que las palabras del poeta vuelven a decir en verso.
El cuadro de Boecklin elabora narrativamente la escena homérica tomando como punto de partida un detalle en principio marginal. En efecto podemos contemplarlo como la escenificación de un sólo verso:
…junto a la que lo amaba sin que él lo amara.
Un verso prodigioso, cuyo prodigio puede fácilmente pasar desapercibido en un tiempo en el que el amor correspondido pasa por normal. En realidad, la simetría amorosa de la feliz correspondencia de sentimientos entre amantes que se aman con amor igual es un invento más bien novelesco, y es este un punto en el que Homero debe contar entre los ancestros del género rey de la modernidad.
Sin entrar en los detalles del arte pictórico, llama la atención de entrada la figura de Odiseo. Ha sido privada de toda la efusión emotiva del héroe épico y se alza al fondo de espaldas, en una figura cuyos gestos hay que imaginar. Pero, pese a que el héroe podría muy bien estar desecho en lágrimas, por lo que respecta a quien mira el cuadro parece más bien una estatua, un Ulises metamorfoseado en piedra de puro dolor, como sabemos que era posible en los mitos antiguos. El otro término de esta precoz historia de desamor, Calipso, figura sentada en la boca de una gruta sobre lo que parece un manto de púrpura marina, con el rostro vuelto hacia el amado que no la ama. Esa gruta, hemos de entender conforme a nuestro Homero, ha cobijado los amores que podrían haber acabado en divinos, de haber cedido Odiseo a las solicitudes de la ninfa, que le ofrece la inmortalidad ni más ni menos. El cuadro ofrece a la vista, pues, el amor de la ninfa y el desamor de Odiseo que mira en el trance de la petrificación un horizonte en el que proyecta sus ansias de regreso.
La escena de Boecklin, en suma, va más allá de la escena de la Odisea. Representa no el momento de la renuncia de Calipso que leemos en el poema de Homero, sino su experiencia de desamor cotidiano al que todas sus seducciones no han podido vencer. El cuadro está cargado de un tiempo imperfecto en el sentido gramatical de la palabra. Da imagen al aspecto durativo del verbo homérico, y con él al día a día de la decepción de la diosa y de la tristeza agotadora del héroe, antes de que se resuelva gracias a la acción de los dioses, que desencadenará el regreso de Ulises.
Es fácil ver que Aníbal Núñez ha llevado al extremo el suspense temporal del cuadro de Boecklin. En tres breves series de endecasílabos conduce la mirada sucesivamente a Ulises y Calipso, dándonos las dos perspectivas de la situación sin salida, para terminar interpelando a la parte divina, como lo hacían los poetas antiguos en momentos especialmente patéticos. En este punto resuena un eco de la inspiración homérica que resume la grandeza de la diosa, señora del coral y de las aves marinas a las que los antiguos atribuían el privilegio de anidar en la superficie del mar, un mar que para ellos mantenía las aguas en calma durante el tiempo de cría. Las dos semanas que rondan el solsticio de invierno se llamaban por esas aves “días alciónicos” y de ahí la expresión pasó a significar (en inglés por lo menos) “días de felicidad”. Homero ya había hecho de la gruta de Calipso un refugio de aves marinas, algo que no atrajo la atención de Boecklin, concentrado en el drama desnudo del desencuentro. El poeta restituye al verso la poesía perdida, una poesía aérea y volátil en la que un dios que vuela como una gaviota llega a la cueva perfumada de la ninfa que teje y canta en medio de una naturaleza esplendorosa.
Un gran fuego ardía en el hogar y un olor de quebradizo cedro y de incienso se extendía al arder a lo largo de la isla. Calipso tejía dentro con lanzadera de oro y cantaba con hermosa voz mientras trabajaba en el telar. En torno a la cueva había nacido un florido bosque de alisos, de chopos negros y olorosos cipreses, donde anidaban las aves de largas alas, los búhos y halcones y las cornejas marinas de afilada lengua que se ocupan de las cosas del mar. (Od. V 57-67, traducción de J. L. Calvo)
La descripción homérica prosigue hasta evocar un ejemplar de locus amoenus, aunque la ninfa que nos pinta Homero no parece preocuparse de los sentimientos del héroe ni dispuesta a dejarlo de forzar al lecho hasta que los dioses le señalan que ya vale. Boecklin ha podado el entorno de todo rastro de vegetación y ha trasladado la escena a un medio donde sólo se pueden ver mar y cielo y masas de roca rojiza pintadas con un detalle notable y que sugieren la presencia de aves marinas, por el momento ausentes. Una gruta discreta se abre lo justo para albergar a una ninfa desairada. De este modo, el pintor ha psicologizado la escena privando al paisaje de todo atractivo que pudiera desviarnos de las figuras.
Los versos del Aníbal Núñez culminan la mineralización estatuaria de los personajes esbozada en el lienzo. Una discreta metamorfosis ha hecho de Ulises una piedra que mira al mar. El pórfido es piedra durísima que se utilizaba ya en las primeras civilizaciones para la construcción de monumentos. Su calidad, dureza y color lo han hecho especialmente apreciado en la escultura que pide dignidad e hieratismo. Es difícil saber si debemos aquí incorporar otras cualidades de esta roca, puro magma volcánico endurecido por el enfriamiento y la presión de las profundidades que lo hacen más duro que el granito. Fuego, pues, hecho piedra por el frío del agua. Pero esta durísima estatua tiene el calor de una mirada viva que busca un signo de Penélope, una Penélope que imagina activa en la búsqueda de su marido con las artes del tejer que en Homero aplica a otros fines que vienen a ser igualmente signos de fidelidad.
Calipso recibe también formas minerales que ya estaban insinuadas en el lienzo. Esta vez la materia es la piedra caliza, que recoge bien la destacada blancura de su tez en el cuadro. Esta diosa de caliza también queda privada en el poema de emoción amorosa alguna. Bosteza. Dejamos al amable público lector que adivine la relación, si es que la hay, entre la descripción del poeta y el gesto que le da el pintor, que se nos antoja más de disgusto que de aburrimiento. En realidad el poeta deja a la vista el proceso de su imaginación, que ha trasladado a la boca de la ninfa el bostezo de la cueva haciendo de paso, quién sabe, un guiño gongorino.
La Calipso del poema contempla todo lo que ha ofrecido a su forzado amante junto con los placeres del lecho: la música y el lujo del coral. Pero el coral está lejos de ser simplemente signo de los refinamientos que se esperan en un lecho divino. Puede tomarse como la solidificación primera de las caricias de la diosa. Los rojos corales son gestos amorosos marinos que han conseguido como efecto paradójico endurecer al amado hasta el extremo de la piedra más dura, el pórfido de un rojo intenso que raya el morado. Entre el rojo del coral y el rojo del pórfido van y naufragan los amores de la ninfa. La roca de Ulises se yergue firme en su pena ante el mar que, en definitiva, le ha dado su dureza a fuerza de abrazos, si bien conserva todavía algo de la ligereza del pájaro.
NOTICIA BIBLIOGRÁFICA
Aníbal Núñez, Obra poética I y II, Madrid: Hiperión, 1995, edición a cargo de Fernando R. de la Flor y Esteban Pujals Gesalí
Aníbal Núñez, Poesía reunida (1967-1987), Barcelona: Calambur (Calambur Poesía, 150), 2015, introducción y edición de Gustavo Martín Garzo y prólogo de Vicente Vives
Fernando R. de la Flor, La vida dañada de Aníbal Núñez, Salamanca: Delirio, 2012
Rosanna Pardellas, El arte comoobsesión. La obra poética de Aníbal Núñez en el contexto de la poesía española de los años 70 y 80, Madrid: Verbum, 2009
® Javier Campos Daroca