Deyan Sudjic magníficamente expone en su libro “La arquitectura del poder” que la arquitectura ha sido utilizada, de forma histórica, como instrumento de propaganda de de los políticos y de las instituciones gobernantes y como símbolo de la imposición de los poderosos. En ese mismo trabajo, sostiene que los arquitectos (sobre todo los de mayor prestigio) necesitan estar cerca del poder para que las personas influyentes, en la toma de decisiones en las ciudades y con capital económico (sobre todo público y en, algunos ejemplos, privado), puedan decidir o financiar sus anhelos arquitectónicos.
En últimos años, las urbes compiten para entrar en el selecto club VIP de ciudades dotadas con elementos arquitectónicos singulares e identificativos. Los políticos de turno encargan grandes obras a arquitectos famosos (algunas veces mediante concursos públicos que dejan mucho que desear) para que las ciudades puedan “vender” en sus paquetes turísticos arquitectura postmoderna. Las urbes practican, parafraseando a Francesc Muñoz, Benchmarking Urbano que, según este mismo autor, se puede definir “como un forma sistemática y continua para identificar, aprender e implantar aquellas prácticas y capacidades más efectivas de otras ciudades para así mejorar las propias actuaciones en materia de oferta urbana”. Es decir, las ciudades han entrado en una lucha política, económica, arquitectónica…. para estar entre los top ten de las mejores ciudades del mundo a nivel global. Aparecen listas de las mejores ciudades del mundo para vivir, para visitar, con mejor calidad de vida… En este sentido, las estructuras de poder (tanto públicas como privadas) de Barcelona, a través de su caducadísima marca (y, actualmente, con la etiqueta de smart city), han potenciado, estas últimas décadas, ciertas políticas y estrategias urbanas, arquitectónicas y económicas que buscan la excelencia de la ciudad, el sello de calidad, la importancia de posicionarse en la ciudad global.
En cierto sentido, la época de la Barcelona postmoderna, la Arquitectura milagrosa de la actualidad, como magníficamente ilustra Llatzer Moiz, guarda ciertas conexiones con la etapa del modernismo catalán en la que grandes mecenas catalanes encargaban ciertas obras arquitectónicas a arquitectos de prestigio (Gaudí, Puig i Cadafalch, Domènech i Montaner, etc.). En la actualidad, Barcelona también rivaliza por tener obras de arquitectos extranjeros top ten (Nouvel, Foster, Ghery, Ito, etc.), o no tan extranjeros (Miralles, Moneo, Boigas, etc.). El skyline de la ciudad se ha transmutado sobremanera con la aparición de nuevos edificios, de nuevos espacios, de nuevas estructuras urbanas, etc., que sin duda, han transformado la urbe. Grandes estructuras volumétricas que empequeñecen aún más a les personas cuando caminamos alrededor de estos edificios, que provocan un cierto temor, y que también han transformado cómo las personas concebimos y experimentamos el espacio.
Un ejemplo del uso y de la privatización del volumen espacial público lo observamos perfectamente en la reforma de la plaza de les Glòries de Barcelona que, actualmente, se encuentra en pleno proceso de transformación. La remodelación total de la plaza implica la urbanización de una parcela anexa donde se ha ubicado el Museo Disseny Hub (conocido como el nombre de la grapadora, Oriol Bohigas) y la construcción de un túnel que permita soterrar la Gran Vía, la Diagonal y la Meridiana. Dicha remodelación también implica el traslado y la construcción del nuevo mercado de Els Encants (Fermín Vázquez). A su vez, la Torre Agbar (Jean Nouvel) se ha convertido en uno de los símbolos (fálicos) de este entorno (y de la ciudad). El paisaje arquitectónicamente sobredimensionado queda completado por otras obras de autor situadas en parcelas próximas a la plaza de les Glòries: el Teatre Nacional de Catalunya (Ricardo Bofill) y l’Auditori de Barcelona (Rafael Moneo). La sensación que las personas tienen al salir del metro en la plaza de les Glòries, al pasear por este entorno que, sin duda, sale en las guías de la ciudad, es la cuestión de tener que enfrentarse con una arquitectura sobredimensionada, con unas obras fuera de escala y de volumen, con unas moles de edificios, etc.
Lo curioso de la situación es que, al mismo tiempo que el consistorio está transformando dicho espacio exterior, también la empresa de transporte que gestiona el metro de la ciudad (Transports Metropolitans de Barcelona –TMB) ha transformado la estación de Glòries. Otra vez se han destinado recursos económicos públicos para rehabilitar una estación de la red metropolitana de Barcelona para hacer más accesible y transitable dicho espacio. La magnificencia del espacio exterior no va en consonancia con el espacio interior, ya que, a pesar de la reforma, unos de los pasillos que conectan la entrada de la estación (justo delante del museo) con la zona de acceso a las taquillas continua con la misma volumétrica (y decorado) que antes de las reforma. Este pequeño detalle provoca que, en horas punta, las personas pasen por un embudo físico difícil de entender. Cada vez que paso por este espacio me hago las mismas preguntas cuando participo del embotellamiento matinal: ¿por qué se destinan tantos recursos económicos públicos para la construcción de espacios públicos y privados tan volumétricos? ¿Por qué permitimos que los gestores y políticos urbanos promuevan intervenciones en el espacio público que transforman nuestros modos de experimentar el espacio y la arquitectura? ¿Realmente el espacio, el espacio público “virgen” de la ciudad, debe prostituirse de esta manera?
Somos víctimas de una nueva moda urbanística, la creación de enormes vacíos arquitectónicos fuera por completo de la escala humana, y por completo ajenos al urbanismo tradicional de la ciudad. Cuanto más grandes son los espacios, más insignificante resulta nuestra presencia, más pequeños nos hacen sentir. Esta inmensidad es también inhabitable, dejando en el aire la cuestión de qué prácticas sociales se van a desarrollar en este vacío monumental. Quieren convertir les Glòries en el nuevo centro turístico-monumental de Barcelona, y puede que lo consigan. El precio visual y social será crear un vacío que desprecia a las personas o las reduce a meros viandantes que cruzan la plaza de un lado a otro, de un museo a otro. La revitalización de la zona se traduce en otro macrocentro temático que ignora la vida y la historia del barrio y de las personas, un espacio para el turismo que compra la marca Barcelona, relegando a los vecinos del lugar a vivir en la periferia del urbanismo, en los márgenes de la imagen de marca. Una vez más, la lógica comercial se impondrá sobre los residentes, desplazados, irrelevantes y callados ante las decisiones de unos pocos que vuelven a apropiarse de la capacidad de decisión en nombre de las estrategias del marketing urbano.