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Participando de la ilusión

Álvaro Ramoneda y Héctor Berroeta 4 marzo, 2014

La ciudad, la vida en ella, puede ser abordada desde múltiples perspectivas. Podríamos dilucidar diversas razones sobre por qué la gente vive en ciudades pero, probablemente, tal como lo plantea Corraliza (2004), muchas de las personas que hoy viven en ellas llegaron con la ilusión de encontrar “remedio a los problemas de carestía y exclusión social”. Sin embargo, eventualmente muchos se encontraron con ciudades que aparentan trabajar en pos de necesidades colectivas, cuando realmente se ocupan de problemas particulares que satisfacen visiones particulares. Frente al crecimiento de estas ciudades desiguales, concebidas desde la visión de unos pocos, una manera de actuar a escala local (y en ocasiones estatalmente) ha sido la participación. Lamentablemente, muchas veces esta palabra es utilizada para designar mecanismos de intervención en los que la palabra se encuentra más presente que la verdadera participación.

¿Qué queremos hacer de la ciudad? Estoy seguro de que quienes hacen intervenciones dentro de ésta esperan que sus acciones influyan positivamente en la calidad de vida, que mejoren un aspecto de la ciudad. En general, queremos tratar de que la ciudad sea un mejor lugar para habitar. Creo que ante ese panorama, cabría entonces que nos hiciésemos la pregunta sobre qué es lo que se espera, o más bien, desde dónde se espera que surjan las mejoras y para quién.

La posición desde la cual se interviene en una ciudad es relativa al resto de los ciudadanos de la misma. En cierta manera, la visión que cada uno tiene sobre qué es una mejor ciudad, cuál es la mejor intervención que podemos realizar, qué metodologías son apropiadas para transformarla, dependerá, probablemente, de la interacción que haya tenido con la ciudad quien interviene en ella, de la opinión que tengan quienes han influido en su vida, de si ha vivido en otra ciudad, entre muchas otras cosas. Lo importante, creemos, no es tanto la visión, sino cómo se pone en relación con el componente social presente en el lugar en donde se desarrollará, cómo se trabaja con las personas a las que va a afectar, cómo se transmite, cuán adaptable es y cómo se ejecuta, entre otros aspectos.

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Henri Lefebrve, en su libro de 1978 De lo rural a lo urbano (p. 165), ya nos hablaba de una de las formas en que se interviene la ciudad, lo que él llamaba “el urbanismo racionalizado”, el urbanismo pensado en un proceso arriba-abajo, sin la consideración de los ciudadanos:

“Nunca ha podido el urbanismo reflexionado (racional, o más bien, racionalizado) penetrar el secreto de la apropiación cualitativa del tiempo-espacio, y reproducirla según las exigencias cuantitativas (…) La apropiación desaparece, en tanto que la pujanza de la técnica incremente ‘desmesuradamente’ comprendida su potencia arrasadora”

Es decir, estamos en presencia de un urbanismo practicado según la ejecución de un plan pensado desde antemano por alguien, por un “experto”, que supuestamente tiene una visión más pertinente y mejor que el resto. Un urbanismo que pretende resolver y replicar los factores sociales y urbanos que construyen cotidianamente quienes habitamos las ciudades, dando solución a necesidades conjeturadas por algunos.

Hoy, casi treinta y seis años después, creemos que todavía podemos encontrar en quienes realizan intervenciones urbanas la egocéntrica noción de que son unos pocos los que tienen las mejores ideas, de que a partir de una cabeza “pensante” saldrá la mejor solución para el resto de las personas, sin importar que tengamos distintos orígenes, culturas diferentes, apreciaciones disímiles sobre qué es lo mejor para una ciudad, diferentes puntos de vista sobre qué es lo mejor para un barrio específico, etc.

En respuesta a esta forma de hacer ciudad, ha surgido el concepto de “participación”, el cual se ha incluido en las metodologías de intervención para intentar involucrar a quienes pueden afectar los diversos procesos. Lamentablemente, el término hoy se utiliza indistintamente para denominar un sinfín de acciones, perdiendo así la palabra su facultad particular. Esta pérdida exhorta a revisar a qué se refiere cada vez que es nombrada como parte del plan de acción de un proyecto (ya sea político, ciudadano, privado, público, etc.).

¿Qué es, entonces, la participación ciudadana? Participar no es lo mismo que ser consultado; participar no es dar una opinión con respecto a un proyecto ya pensado, menos a un proyecto que se va a ejecutar sin importar lo que la comunidad diga; participar no es tampoco responder una pregunta, ni comentar sobre algo ya planeado. De qué sirve, nos preguntamos, responder una pregunta o pedir opiniones si no se trabaja con la gente. Sí, esas respuestas, esas opiniones, pueden ser la base sobre la cual se comience a gestar un proceso participativo, pero no es participar en sí.

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La participación implica un trabajo con la o las personas a las cuales una posible intervención va a afectar. Como bien expresa Montero (2006, p. 172) “un trabajo participativo está hecho de innumerables acciones específicas (…) Todas forman parte de un proceso mayor de cambio social que incide en la calidad de vida”. Una intervención que aspira a involucrar a quienes son afectados por ella necesita un proceso de participación que pretenda no sólo saber qué piensan ellos del diseño que ya se ha gestado. “Para qué” es muchas veces la pregunta que surge de los “urbanistas racionalizadores” de los que hablaba Lefebvre. Es simple: la participación ha demostrado ser un método efectivo a la hora de generar apropiación e identificación por parte de quienes están afectados por la intervención en cuestión (Vidal y otros, 2012; Manzo y Perkins, 2006). No basta entonces con hacer una pregunta o una charla para conocer opiniones (instancias a las que muchas veces se les denomina participación). Es necesario que las personas sean parte del diseño que se está gestando, que puedan decidir sus características, los posibles usos, que incluso puedan dibujar y plantear un diseño, con sus formas, sus funciones, etc.

Wiesenfeld, Sánchez y Cronick (2002) plantean que la participación es una actividad transformadora en sentido amplio y positivo, tanto para los involucrados como para las situaciones que enfrentan. Desde la participación se van generando prácticas que, para quienes habitan una ciudad, podrían ser difíciles de realizar por otra vía. Mediante la participación las personas pueden intervenir en el análisis de sus propios intereses sociales, influyendo en las decisiones a tomar e incrementando el patrimonio social de la comunidad (Saéz, 1998).

Según Wulz (1986), la participación en la transformación urbana es un continuo de siete fases, que van desde la completa independencia de los profesionales frente a los usuarios, a la completa independencia de los usuarios frente a los profesionales, siendo la co-decisión y la libre decisión las formas más directas y activas de control de los usuarios (Toker, 2007).

Parecería entonces que, al traspasar las decisiones a la persona afectada por la intervención, los profesionales quedamos fuera. Por tanto, es legítimo preguntarnos ¿qué hace, qué rol cumple entonces quien lleva a cabo una intervención urbana desde la participación?, ¿cuál es el papel que le corresponde en este “nuevo” formato de hacer las cosas? Ya sea un arquitecto, un diseñador, un economista, un sociólogo, etc., el papel que mejor puede desarrollar a efectos de una mayor participación es el de facilitar.

En la escala de participación de Wulz (1986), en el lado de la plena autonomía de los usuarios, existe la facilitación de métodos para solucionar problemas de acabado y de diseño. Este tipo de “facilitación” es lo que Sanoff (2000) viene a decir que constituye un procedimiento para unir a las personas, lo cual permitiría saber qué quieren hacer las personas y así trabajar con ellos ayudándolos a decidir cómo lograr lo que se proponen. Este rol de “facilitador” sería la posición idónea para promover una gestión participativa de las transformaciones urbanas,  orientando las experiencias a los procesos socio-físicos que promueven cambios sociales sostenibles, porque, en palabras de Alvarez, Jacubovich y Picozzi (2007), el facilitador “posibilita un diálogo generando traducciones de códigos específicos de una disciplina determinada, interviniendo en la relación entre diferentes actores y entre diferentes disciplinas”. De esta manera, se dejaría de lado la posición jerárquica, la posición de “experto”, de “pensador”, para dar paso a un proyecto que se crea, desarrolla y construye mediante la participación activa de todos quienes intervienen.

Pero, qué pasa cuando no se actúa desde el rol de facilitador y se plantea un proceso que crea la ilusión de ser participativo, cuando a partir de una idea, de una propuesta, se hace pensar que, quienes tienen el control, son los que recibirán el impacto de la intervención (los denominados stakeholders), solamente porque se les hace una pregunta con respecto a qué les parece el proyecto, porque se les muestran opciones que pueden tomar o no. Como decía en el primer párrafo, eso no es participación.

Hoy existen intervenciones urbanas a pequeña escala que se llevan a cabo a partir de procesos que tratan de replicar intervenciones anteriormente exitosas, intervenciones que se han dado en el marco de un proceso vecinal, de un proceso nacido desde los stakeholders. Es decir, tratan de replicar intervenciones que en la escala de Wulz estarían más cerca del lado de la autonomía de los usuarios.

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El problema de esto es que cuando una acción se genera “desde abajo” conlleva un proceso social que luego es difícil de replicar. No se gesta sólo por una pregunta u opinión, y no basta con replicar los métodos, ya que lo principal no es tanto el cómo se lleva a cabo una acción o intervención, qué tácticas o técnicas se utilizan, sino cómo se generan las condiciones para que se desarrolle, para que las personas participen. Al replicar los métodos de una exitosa y espontanea intervención bottom up, con el fin de avalar una propuesta de intervención, podríamos decir que estamos también ante un “urbanismo racionalizado”, no en el sentido literal en que Lefebvre lo utilizaba, puesto que no hay una planificación a priori de un proyecto específico, pero sí en el sentido de que son unos pocos, desde “arriba”, los que intentan replicar una dinámica social autogenerada.

Las nuevas formas de intervención en la ciudad, que pretenden ser rápidas, a una escala menor o intermedia, ligeras, experimentales y a la vez que puedan activar los lugares en los que podrían existir intervenciones permanentes, muchas veces reclaman el método participativo como uno de sus elementos fundantes. Sin embargo, hemos encontrado experiencias en las que la participación se reduce a lo que en los primeros párrafos comentábamos: una pregunta con respecto a la intervención, ninguna participación en el diseño, ningún trabajo con la gente para conocer los lugares donde intervenir, información más que integración al proyecto, etc.

Entendemos que la intención de estas intervenciones es ser rápidas y experimentales, buscando ver qué podría ser mejor para la comunidad, pero, una vez más, si no se incluye a la comunidad, podríamos decir que estamos ante un “urbanismo racionalizado”, a pequeña escala, pero racionalizado de todas maneras. Es decir, se ha dado vuelta a la escala y ahora es posible realizar la racionalización generando la ilusión de que es un proceso de abajo arriba, que ha surgido en base a un proceso participativo.

La rapidez no debe estorbar la participación. Probablemente resultarás más rápidas y acordes a los deseos de la comunidad las intervenciones que se realicen con la gente desde el principio, definiendo qué hacer y dónde, en vez de realizar propuestas elaboradas por unos pocos intentando que agraden a muchos, sin tener un mínimo de certeza sobre si la propuesta funcionará o no, pudiendo tener como resultado el que la intervención no active, no genere apropiación y que, como consecuencia, tenga que repetirse.

Todos merecemos tener en nuestros barrios lo que nos resulte más acorde con ellos: una intervención del más alto nivel, con la mayor preocupación por sus consecuencias; un mobiliario con las mejores características, con la estética que mejor nos parezca; resultados que sean agradables para quienes habitan el lugar. Sin embargo, si no existe una participación de los stakeholders y la decisión sobre la intervención, sobre su funcionamiento, sobre su estética, sobre sus resultados, recae en unos pocos, es posible entonces que el proceso responda a cánones ajenos a quienes habitan el lugar, cánones que vayan en línea con lo cool, lo que está de moda y que agrada muchas veces más al externo que al habitante del lugar. Puede ser que responda a expectativas generadas desde una mirada ajena y que, a pesar de las buenas intenciones, genere propuestas que carezcan de sentido para quienes son afectados por la intervención ¿Qué puede suceder en esos casos? Tal vez sea el comienzo, a una escala menor, de procesos de gentrificación, puesto que, si extrapolamos la forma de hacer las cosas a un plano mayor, no nos parecen tan diferentes de grandes intervenciones que han conllevado, finalmente, a la gentrificación (el 22@ y el Raval en Barcelona, el Barrio Italia en Santiago de Chile, etc.). Es por tanto la inclusión de un proceso participativo elaborado y la asunción de un rol de facilitador, una preocupación que debería estar a la base de quienes pretenden generar un impacto positivo en la calidad de vida de las personas a las cuales va a afectar una intervención.

Nota de los autores. Agradecemos especialmente las apreciaciones de Dominique Mashini F.­­­­

Bibliografía

Álvarez, Florencia, Jacubovich, Ariel, y Picozzi, Sofía (2007). Editorial. Ur arquitectura, nº2.

Corraliza, José Antonio (2008). La experiencia de la ciudad y los espacios públicos: el papel de la naturaleza urbana. En José Fariña, Los nuevos espacios públicos y la vivienda en el siglo XXI.

Lefebvre, H. (1978). De lo rural a lo urbano. Barcelona: Península.

Manzo, Lynne, y Perkins, Douglas D. (2006). Finding common ground: The importance of place attachment to community participation and planning. Journal of Planning Literature , 20, 335-350.

Montero, Maritza (2006) Hacer para transformar. El método en la psicología comunitaria. Buenos Aires: Paidós.

Saéz, Vladimiro (1998). Gestión estatal y ciudadanía destinataria. Santiago. FLACSO-Chile.

Sanoff, Henry (2000). Community participation methods in desing and planning. New York: Wiley.

Toker, Zeynep (2007). Recent trends in community design: The eminence of participation. Design Studies, 28(3), 309-323.

Vidal, Tomeu (2008). Participación y diseño del espacio público. En Baltasar Fernández y Tomeu Vidal (eds.), Psicología de la ciudad. Debate sobre el espacio urbano. Barcelona: UOC.

Vidal, Tomeu; Salas, Xavier; Viegas, Iris; Esparza, Danae; y Padilla, Samuel (2012). El mural de la memoria y la Rambla Ciutat d’Asunción del barrio de Baró de Viver (Barcelona): repensado la participación ciudadana en el diseño urbano. Athenea Digital12(1), 29-53.

Wiesenfeld, Esther; Sánchez, Euclides; y Cronick, Karen (2002). La intervención ambiental participativa: fundamentos y aplicaciones. En Javier Guevara y Serafín Mercado (coords.), Temas selectos de psicología ambiental (pp. 377-410). México: Unam-Greco-Fundación Unilibre.

Wulz, Fredrik (1986). The concept of participation. Design Studies, 7, 153-162.

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