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Despedidas urbanas: cuando los pequeños locales echan el cierre

Esther Lorenzo 3 febrero, 2015

Madrid, además de casa de muchos, es una ciudad de idas y venidas. Los cambios a pie de calle en ella se han ido ofreciendo en gruesas pinceladas dirigidas por el mercantilismo que reina y que decide qué modas instaurar y en qué barrios hacerlo. Lo que está in y lo que está out. Reforzados por un cartelón gigante en la gran plaza del centro de la ciudad que nos recuerde quiénes somos y qué es el barrio (a golpe de marca), y por inversiones públicas que “repiensan” cuál es el skyline identitario de Madrid, al tiempo que los políticos locales se desgañitan por vender una ciudad cultural y turísticamente competitiva allá donde se tercie.

Esta cuestión no asalta por sorpresa a los que caminamos la gran ciudad, a pesar de que éste sea un apunte ya casi obsoleto, resonante, pero no por ello se puede dejar de ser impermeable a estos cambios acelerados por causas que parecen no ser responsabilidad de nadie y que cuestionan tímidamente el “progreso” cuando nos toca de cerca. Los ciudadanos nos adaptamos -quizá demasiado- a nuestros espacios y articulamos la vida en ellos: por un lado, aceptamos o intentamos comprender esa variación que altera abruptamente nuestra cotidianeidad, pero, incluso cuando nos desagrada especialmente, el desacuerdo es difícilmente expresado o visibilizado. Nuestro grito se ahoga en el ruido y nuestra independencia ciudadana es acorralada imperceptiblemente por aquellos que entienden la gestión de la ciudad con políticas dirigidas y paternalistas donde abunda un concepto de participación “simulacro” y efectista. Es por ello que una disfruta especialmente como testigo de acciones espontáneas que suceden de cuando en cuando en la propia calle, compartiendo o no su petición o querencia: la ciudad como huella y como lienzo de expresión. Me detengo, por ejemplo, frente a los escaparates de una tienda de Madrid, en los bajos de mi manzana, ahora transformados en reclamo, no de compra, sino de expresión de un hecho. Un proceso a escala urbana como es el cambio de las “condiciones del juego”: las variaciones inasumibles en el alquiler del suelo que trae consigo la aplicación de la Ley de Arrendamientos Urbanos y que da lugar al cierre en “goteo masivo” de un buen número de pequeños comercios y locales de la ciudad. Esta tienda de barrio (mercería-lencería) es el ejemplo más reciente con el que me he cruzado, recién instalada en el barrio de Antón Martín, y que se suma a los muchos que pude ver despedirse en mi anterior morada, Malasaña, barrio en el cual la ley que impera es la gentrificación más descarnada.

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En toda despedida la nostalgia hace su aparición, pero el cambio se acierta a dibujar como oportunidad, como deseo, como una salida incluso. En este caso, como ciudadana de Madrid, mi intranquilidad responde más a una percepción de que no hay plan ni cariño en estas despedidas por parte de quienes tienen en su mano gestionarlas y hacernos partícipes en la construcción de esta linda ciudad. ¿Se han previsto las consecuencias del nuevo escenario de paisaje y de uso social donde primen los negocios de mayor escala que favorece esta Ley de Arrendamientos Urbanos? ¿Se ha computado el coste de la pérdida de lugares diversos y que dotan de identidad a cada barrio, a la ciudad? ¿Se ha valorado la exclusión de los distintos sectores sociales que no podrán acceder a determinados consumos o a determinados lugares porque como minoría o sector menos atractivos para el mercado acaban por no tener espacios sociales o comercios accesibles?… Preguntas al viento.

Dicen que cuando nacemos, los primeros mil días de vida son muy importantes porque en ese momento se conforma la base de nuestros vínculos: la construcción de millares de conexiones neurológicas que pasan a estructurar nuestros comportamientos y nuestro mapa emocional básico. Existen ya probadas teorías del apego a los lugares e imagino que, de algún modo semejante, los mil metros cuadrados más próximos alrededor de “tu lugar en la ciudad” son aquellos que establecen tu apego a la misma: las calles, los comercios, los árboles, las fachadas, la cartelería…

Desde la psicología ambiental y otros campos de la ciencia se sabe y conoce que somos sensibles a lo que en este espacio sucede, y afecta emocionalmente a que nuestra cotidianeidad sea de una u otra forma; aunque en el vertiginoso día a día pueda parecer que somos impasibles: ciudadanos con superpoderes que todo lo digieren. Ciudades como Madrid son grandes laberintos con skylines más o menos favorecedores que no se construyen desde el plano: cada negocio que abre o cierra, cada balcón con sus plantas o sin ellas, cada niño que juega o no juega en la plaza, son ciudad.

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Es éste el paradigma donde parece ser válido sólo lo antagónico (o eres usuario del coche o de la bici, o tienes hijos o no, o vives en el centro o en la periferia…), donde se pierde la riqueza que, por definición, aporta la complejidad de la ciudad y que como tal debe funcionar a diferentes niveles, y, lo que es más importante, de forma simultánea. Esta complejidad de la ciudad es orgánica y permite que el sistema se autoorganice y se adapte, resista o cambie. No es cuestión de hacer un alegato de resistencia al cambio, nada más lejos de mis intenciones. A dicha resistencia estamos ya muy entrenados en lo ideológico y quizá necesitemos de la novedad en lo físico urbano por esta razón. Es relevante considerar que cuando lo orgánico se empobrece, lo complejo se simplifica por una excesiva homogenización de ofertas y oportunidades y la capacidad de respuesta y de generación de nichos disminuye. Esto significa que no sólo es que el centro de nuestra ciudad acabe siendo el mismo que el de otra ciudad, con sus mismos cafés y hamburguesas, sino que estamos permitiendo una ciudad que es excluyente con quien no puede mantener ese rango socioeconómico específico o aquel que no es público objetivo del mercado transnacional. Es entonces, por ejemplo, cuando se margina a las personas mayores que viven en cada barrio y para las cuales, debido a su menor movilidad, los espacios sociales próximos son los únicos accesibles. La ciudad debe albergar, más que nunca, a una buena gama de opciones vitales. Pensar en barrios temáticos es cercenar la riqueza de un ecosistema que pasa de ser un bosque a una pradera de césped alóctono que al final se acaba secando por mucho que sea el riego publicitario con que se abone.

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About The Author

Esther Lorenzo

Ecóloga, investiga en el campo de la psicología ambiental las relaciones de las personas con la naturaleza en general y la urbana en particular. Gestiona redes de investigación y proyectos sociales y culturales. holaverdeurbano.blogspot.com gamocomunica.com

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