Introducción
Abordar la cuestión de la ciudad, del urbanismo y de la urbanización, nos aboca irremediablemente a producir una mirada sesgada y con limitaciones que aceptamos de antemano. La cuestión de lo urbano o de la ciudad se caracteriza por una amplitud y dispersión de disciplinas, que no siempre dialogan entre ellas. Una propuesta sugerente es la utilización de las metáforas, follow the metaphor, parafraseando a George Marcus (1995), entre las que podemos encontrar las ciudades como organismos, seguir los tránsitos que se producen, los ritmos que se generan, las huellas que se dejan tras de sí en las ciudades, las redes que comunican e interconectan, o, por último, las atmósferas que se generan. De nuevo, esta propuesta es limitada, quedando en manos de nuestra imaginación a la hora de hacer etnografía, la posible propuesta de otras metáforas que nos proporcionen un rendimiento analítico, y seamos capaces de transformar esa imagen en un concepto que identifique una problemática o un objeto social que permita dar cuenta de la misma de una mejor forma que sin su uso.
Este texto, no obstante, y sobre la base de que espacio y tiempo no se definen como un a priori en el que suceden los fenómenos sociales, sino que se construyen socialmente a través del devenir de los mismos fenómenos, problematizaremos y expondremos cómo se rompe la visión clásica de una ciudad que se mira para adentro, y pasaremos a una visión de la ciudad y la relación que mantiene con sus conexiones hacia afuera. Es decir, cómo se aborda lo “urbano translocal” en unos contextos de conexiones e interacciones múltiples globalizadas, que resitúan y reconfiguran cuestiones clásicas como la polaridad global-local, las escalas espacio-temporales o la misma localidad y el sentido de lugar.
De los estudios clásicos a los estudios contemporáneos
Georg Simmel, a través de La metrópolis y la vida mental (1903), y en el marco de un Berlín de finales del siglo XIX que se presumía cualitativa y cuantitativamente diferente al modelo de ciudad paradigmática de la época, nos ofrece una serie de características que vienen a representar ese cambio que se estaba produciendo: (a) aumento y extensión de la ciudad; (b) libertad y especialización sobre la base de división económica del trabajo; (c) la contraposición del ritmo de la vida en la metrópoli vs. la vida no urbana (campo), de lo que subyace que la vida metropolitana se sujeta a un tiempo y a un ritmo determinado; (d) la metrópoli como centro de la economía monetaria; (e) la libertad de movimiento en la metrópoli; y (f) las funciones que adquiere la metrópoli más allá de sus fronteras físicas.
Siguiendo con algunas de estas ideas y características generales, Louis Wirth, en una de sus obras, El urbanismo como modo de vida (1938), pretende asentar unas bases para el desarrollo de una teoría del urbanismo [1], con el fin de identificar los principales rasgos de la vida urbana moderna y sus efectos sobre las relaciones sociales de los habitantes de las grandes ciudades, y que habían experimentado un cambio fundamentado en la transformación de una sociedad rural a una predominantemente urbana, catalizado por los procesos de industrialización económica.
Por tanto, desde un punto de vista sociológico, y como uno de los principales exponentes de la Escuela de Chicago, esta teoría del urbanismo recoge una serie de proposiciones sociológicas que pueden ser relacionadas y formuladas a través de la observación y la investigación (pp. 6-10) de: (a) el tamaño de la población, que puede generar la segregación espacial de individuos (según, por ejemplo, el status económico y social), unas relaciones sociales que transitan entre el anonimato y el conocimiento; encontrando éstas expresiones institucionales como la especialización y la división del trabajo; (b) la densidad de la población, lo que genera unos contactos físicos estrechos a la vez que unos contactos sociales distantes y, por ende, un carácter competitivo y de mutua explotación; y (c) la heterogeneidad, que produce un entramado de estratificación social diferenciado y diversifica la estructura de clases, reemplazando la individualidad por categorías [2].
Manuel Delgado (1999) ahonda en esta polaridad campo-ciudad, y define de una manera clara la ciudad, lo urbano y la urbanización. Por ciudad entiende “una composición espacial definida por la alta densidad poblacional y el asentamiento de un amplio conjunto de construcciones estables, una colonia humana densa y heterogénea conformada esencialmente por extraños entre sí” (p. 23). En este sentido, vemos cómo retoma la cuestión clásica del tamaño de la población, su densidad y el tipo de relaciones sociales que se producen; además de su oposición a la vida rural. Lo urbano, se entiende entonces como “un estilo de vida marcado por la proliferación de urdidumbres relacionales deslocalizadas y precarias” (p. 23); y, por tanto, urbanización es “ese proceso consistente en integrar crecientemente la movilidad espacial en la vida cotidiana, hasta un punto en que ésta queda vertebrada por aquéllas” (Remmy y Voye, 1992; en Delgado, 1999, p. 23) [3].
Esta concepción de la ciudad y lo urbano rompe de una manera clara con los postulados de la Escuela de Chicago. Por ejemplo, Robert Ezra Park (1999), entiende la ciudad no sólo como un artefacto, sino con un organismo. Para ello, acuña la idea de regiones morales o áreas naturales en que podía ser dividida: la ciudad es una constelación de áreas naturales cada una de las cuales posee su medio característico y ejerce una función específica en la economía global de la ciudad. De esto subyace la idea de que la ciudad, con sus áreas naturales, constituye un marco de referencia, es decir, un dispositivo de control del comportamiento humano. Manuel Delgado (1999) incide en esta idea: se presupone que las áreas naturales se corresponden con la ubicación topográfica de comunidades humanas identificadas e identificables, culturalmente determinadas, segregables en su entorno y con un carácter endógeno, o lo que es lo mismo, se hacían cuerpo encerrándose o siendo encerradas en sus respectivos guetos (Delgado, 1999, p. 42). La ciudad es vista entonces como un mosaico en el que cada una de las partes están separadas unas de las otras, y dentro de las cuales cada comunidad podría vivir de manera autónoma e independiente.
De una manera contestataria a esta idea de ciudad como laboratorio social, en la que ha surgido el problema político del control social, Michel De Certeau (1999) convierte la ciudad en el escenario privilegiado para su propuesta del poder como una relación dialéctica entre disciplina y anti-disciplina. Sobre la base de la microfísica del poder de Foucault, el espacio social o habitado es el resultado de un conflicto permanente entre poder y resistencia al poder: la ciudad, desde la disciplina institucionalizada, será el lugar donde el poder es organizado y administrado racionalmente; desde la anti-disciplina, la ciudad es el espacio donde se producen y acogen transformaciones y apropiaciones de movimientos de resistencia al orden dominante. Las líneas del deseo [4] ejemplifican de una manera muy ilustrativa esta cuestión: la disciplina del urbanismo y los planeadores urbanos ordenan nuestros tránsitos para que los ciudadanos podamos subvertirlos mediante nuestras prácticas cotidianas como el caminar. En este sentido, el andar se concibe como un espacio de enunciación: una práctica significante capaz de inventar espacios (De Certeau, 1999). La ciudad, por tanto, para este autor, ya no parece tan predecible [5].
Ash Amin y Nigel Thrift (2002), rompen también con esa concepción de ciudad endogámica y cerrada en sí misma, y conciben un nuevo urbanismo, una declaración de intenciones, en el que el énfasis se pone en entender las ciudades como formaciones espacialmente abiertas y atravesadas por muy diferentes tipos de movilidades, desde flujos de personas a mercancías e información. De esta forma, las barreras de la ciudad [6] se han convertido en algo permeable y extenso, geográfica y socialmente hablando: la ciudad necesita ser explicada atendiendo a su composición como amalgama de procesos desarticulados y caracterizados por su heterogeneidad social; un lugar de conexiones [7] cercanas y lejanas, donde es preciso reconceptualizar lo local y lo global; y en las que se produce una concatenación de ritmos continuos. Esta lectura de la ciudad, en términos de tránsito y transitorio, se relaciona con lo dinámico, lo efímero, lo inestable y lo impredecible.
[1] Tomando como referencia y tipos ideales la sociedad urbana-industrial y la sociedad folk-rural, por urbanización se hace referencia a la acentuación de forma acumulativa de los rasgos distintivos del modo de vida que está relacionado con el crecimiento de las ciudades, y los cambios en la dirección de los modos de vida que se reconocen como urbanos (Wirth, 1938, p. 3).
[2] En este sentido, el urbanismo puede ser enfocado empíricamente desde tres puntos de vista interrelacionados (Wirth, 1938): (a) desde una perspectiva ecológica: una estructura física que comprende una base de población, una tecnología y un orden ecológico; (b) como forma de organización social, que involucra una estructura social determinada, unas instituciones sociales y unas relaciones sociales características; y (c) desde una perspectiva de la personalidad urbana y conducta colectiva, esto es, un conjunto de actitudes e ideas y una constelación de personalidades sujetas a mecanismos de control social.
[3] La antropología urbana se presenta, por tanto, como una antropología de lo que define la urbanidad como forma de vida, esto es, “de disoluciones y simultaneidades, de negociaciones minimalistas y frías, de vínculos débiles y precarios conectados entre sí hasta el infinito, pero en los que los cortocircuitos [léase en forma de conflicto dialéctico, como presentaba De Certeau] no dejan de ser frecuentes” (Delgado, 1999, p. 26). El objeto de estudio de la antropología urbana serán “estructuras líquidas, ejes que organizan la vida social en torno a ellos, pero que raras veces son instituciones estables, sino una pauta de fluctuaciones, ondas, intermitencias, cadenas irregulares, confluencias, encontronazos…” (Delgado, 1999, p. 26).
[4] http://www.yorokobu.es/las-lineas-del-deseo/
[5] Siguiendo el hilo de esta idea, la figura del flâneur que transita a la deriva emerge como la imagen más apropiada para obtener el conocimiento sobre la ciudad. Irremediablemente, este conocimiento va a ser parcial y no va a producir generalizaciones de la ciudad porque la lectura se hace desde una posición de sujeto determinada. De nuevo, vemos la ruptura con la tradición de estudios urbanos de la Escuela de Chicago. Tal y como apuntaba Robert Ezra Park (1999), la comunidad urbana, en su crecimiento y organización, representa un complejo de tendencias y sucesos que pueden ser conceptualizados y objeto de un estudio independiente. Esto encierra la idea implícita de que la ciudad constituye una entidad dotada de una organización característica y de una historia típica, y que las distintas ciudades son lo bastante parecidas como para que, dentro de ciertos límites, lo que se sabe de una pueda suponerse como cierto en otras. Esto es, una tendencia hacia la generalización. Además, la ecología sociológica urbana heredera de la tradición chicaguense se concentró en los datos de conjunto y desatendió la visión interior: a pesar de los primeros estudios de Anderson (1923), Thraser (1927), Wirth (1928), Zorbaugh (1929) y Cressey (1932), considerados como antropología (Hannerz, 1993), la sociología urbana, se empieza a separar de la etnografía.
[6] Esta idea sobre los límites de la ciudad también la pone de relieve Matthew Gandy (2012), preguntándose por los límites mismos de la ciudad de Londres. Además de ahondar en las dificultades de encontrar las diferencias entre lo urbano y lo rural, este autor concibe la ciudad como una forma particular de urbanismo y como manifestaciones de amplios procesos de cambio, conexión y recombinación.
[7] En este caso, la metáfora de la red, bien podría ser utilizada aquí en términos de Bruno Latour. Paris, Ciudad Invisible (1999), nos ofrece un método para hacer visible la ciudad a través de los mediadores que proliferan en la urbe y que la hacen posible: la ciudad es un objeto que permite acceder a la incesante formación de intermediarios (nosotros, los objetos y el medio arquitectónico). De Bruno Latour (2005), podemos utilizar también la Teoría del Actor-Red para estudiar los ensamblajes que involucran aspectos heterogéneos (tecnológicos, legales, organizativos, políticos o científicos). Esto es, consideramos todo ensamblaje socio-técnico como un plano de relaciones materiales transversales que unen entidades semióticas, naturales, humanas, no humanas, tecnológicas y materiales que no tienen propiedades sustanciales o esenciales más allá de su rol en las redes.
Amin, A. y Thrift, N. (2002). Cities. Reimagining the Urban. Cambridge/Malden: Polity Press.
De Certeau, M. (1999). Andar en la ciudad. En L. Giard (ed.), La invención de lo cotidiano I: Artes de hacer. http://www.bifurcaciones.cl/007/reserva.htm
Delgado, M. (1999). El animal público. Hacia una antropología de los espacios públicos urbanos. Barcelona: Anagrama.
Gandy, M. (2012). Where does the city end? En Architectural Design, 82 (1. Special Issue: London (Re) generation), pp. 128-133.
Hannerz, U. (1993). Etnógrafos de Chicago. En: Exploración de la ciudad: hacia una antropología urbana. México: Fondo de Cultura Económica, pp. 29-72.
Latour, B. y Hermant, E. (1999). París, ciudad invisible. http://www.bruno-latour.fr/virtual/CAST/index.html
Latour, B. (2005). Reensamblar lo social: Una introducción a la teoría del actor-red. Buenos Aires: Manantial.
Marcus, G. (1995). Ethnography in/of the World System: The Emergence of Multi-Sited. Ethnography. Annual Review of Anthropology, 24, 95-117.
Park, R. (1999). La ciudad como laboratorio social. En E. Martínez: La ciudad y otros ensayos de ecología urbana. Barcelona: Ediciones del Serbal, pp. 115-126.
Simmel, G. (1903). La metrópolis y la vida mental. http://www.bifurcaciones.cl/004/reserva.htm#inicio
Wirth, L. (1938). El urbanismo como modo de vida. http://www.bifurcaciones.cl/002/reserva.htm