La avenida es la metáfora urbana del camino, un modo de recorrer, estructurar y pensar las ciudades, la geometría más simple de la gran ciudad, camino de llegada, distribución del tráfico y del paso, esquema básico. La metáfora de la avenida nos sirve para observar la ciudad a vuelo de pájaro, desde un arriba ideal similar a la maqueta y al plano. Así comprendemos los modos de la expansión urbana, los vaivenes de la economía del suelo y la orientación de la vida diaria, condicionada al flujo del vehículo y el engarce que la avenida proporciona entre residencia, trabajo y ocio.
Pero debemos considerar la avenida mucho más que un continente para el flujo, más que una línea visible en la que nos limitamos al mero ir y venir. La avenida es un lugar recorrido que estructura la ciudad tradicional, que dota de significado relacional a una red de espacios que pueden permutar como origen y destino de múltiples maneras. La avenida es también un portador de significados, vehículo de la homogeneidad, el modo en que el significado se extiende, viaja y coloniza espacios que entran así en el estatus de lugar. Tenemos múltiples ejemplos históricos, fuera y dentro de la ciudad. Entre los primeros, la Ruta de la Plata, las calzadas romanas, el Camino de Santiago, las rutas comerciales del Medievo, las rutas saharianas, la Ruta de la Seda, las corrientes marinas transoceánicas; entre los segundos, los bulevares, las grandes arterias de la ciudad, las circunvalaciones, los caminos de salida que marcan la expansión futura de la ciudad moderna y fijan el enclave simbólico de la Puerta, donde se cruzan las emociones del viajero que marcha o que regresa, del extranjero que visita o abandona.
La morfología de una avenida no es una línea, sino un conjunto de espacios engarzados en sucesión no regular. El contacto con el otro, el contraste de apariencias, la presentación del yo y la interpretación del otro, ambos transeúntes, se produce en un camino, así que, como afirma Brinckerhoff 1, “la carretera o el camino se convierten en el primer y más básico espacio público” (p.27). Un recorrido complejo definido no sólo por su origen y destino, sino por los lugares que lo jalonan poblados de actividades, imágenes y sucesos diferenciados. La gran calle comercial, por ejemplo, entramado de espacios, callejuelas, tiendas y rincones que se arraciman en torno a una vía de apariencia simple. Así también el tren de Andalucía, el viaje a Ítaca o los viejos caminos de Chamartín o de Alcalá en el tránsito del Madrid de los Austrias al de los Borbones, poblados de momentos y de paisajes, hasta que el camino muta su estatus de instrumento, convertido en fin, motivo, experiencia: “debes rogar que el viaje sea largo… que puedas detenerte en los mercados de Fenicia”, el delicioso Kavafis. “El camino está tan imbricado en la existencia –continúa Brinckerhoff– que finalmente se convierte en una metáfora de la propia vida humana. La vida es un camino, largo, impredecible y lleno de peligros, que cada uno de nosotros debe recorrer” (pp. 39-40). San Pablo en el Camino de Damasco. La vida y el tiempo como una metafórica lineal que nos obliga a pensar en un antes y un después, la ilusión de un principio y un final (Lakoff y Johnson 2).
Los pasillos del metro
Los figurantes que rellenan el fondo de las imágenes de Blade Runner y Transmetropolitan se han hecho realidad en la interminable y confusa maraña de personas que van y vienen. Todas van hacia algún sitio, vienen de algún lugar, lugares siempre lejanos. Sus miradas son lánguidas y perezosas, no esperan sobresaltos, miran como se mira una pared que nada dice cuando estamos cansados. Miradas al fondo vacío y al vacío del piso. El pasillo del metro podría ser multicolor, pero algo ha sustraído el brillo de los vestidos y de las pieles. Quizá sea el neón, quizá el contexto insulso del gris de acera del suelo y el beige apagado o hueso sucio de las interminables paredes. Si hay mil miradas, mil ropas, mil pares de zapatos y sandalias en apenas unos minutos de recorrido, todas se resumen en una sola: ninguna. Un largo reguero de cuerpos cansados que fluyen ordenados, ir y venir, derecha e izquierda, en un desorden repetido, iluminados por un intenso y continuo tubo fluorescente que no arroja sombras al caminar. El túnel se balancea suavemente al compás de nuestro paso, hay tanto que mirar que da lo mismo. Como el destino está lejos, siempre estamos llegando.
El plano del metro
No conocemos la ciudad que habitamos. Nuestra vida ha transitado por una repetición histórica de lugares repetidos: nuestros lugares. No sabemos cómo es la gente, de qué hablan, pero toda la ciudad está en nuestra mano. El plano no replica la superficie de la ciudad más que de manera engañosa. Su lógica es distinta. Es una ciudad subterránea, tan sencilla que cabe en un papel de diez por quince, un esquema fácilmente comprensible. Hay viajeros que lo conocen por completo, aunque la norma es memorizar un número reducido de líneas y estaciones, las pocas necesarias para poner en relación los pocos lugares relevantes de nuestra vida en la superficie. Se intuye así que buena parte de la ciudad es no más que un contexto, un marco difuso, el espacio indefinido fuera del mundo que habita una persona. La lógica del metro es lineal y simple, rígidamente racional. De una estación a otra, hay sólo un par de combinaciones posibles. Blanco o negro, línea verde o línea roja. Sin detalle, sin paisaje, sin esquinas. La ciudad lineal no ajardinada, geometría pura de la línea y el punto, ajena a la semántica de los nombres, que no son nadie, ni personajes ni lugares, sólo un rosario mecánico de nombres de estación que se recita con la satisfacción de quien conoce bien la ciudad, orgulloso de ser viajero en su propia tierra: Tirso de Molina, Sol, Gran Vía, Tribunal; Catalunya, Urquinaona, Arc de Triomf.
El callejero
El callejero es la enciclopedia de los planos urbanos, el libro que nadie aprende (para los mayores, que usaban el callejero en forma de libro), la wiki que nadie sabe cuántas páginas incluye (para los que no son tan mayores y para los que apenas han tenido tiempo de ser). El callejero es una cábala misteriosa de cómputos y permutas, de interminables e inimaginadas combinaciones para ir de un lugar a otro. El callejero es la ciudad sin ciudad: tres colores (amarillo, azul, gris), calles y solares, calles eternamente vacías y solares desoladamente vacíos. El tiempo detenido como estrategia para definir el movimiento. El libro donde caben millares de biografías vividas que nunca serán escritas, el espacio esquematizado en el que todos los caminos se diluyen hasta no quedar ninguno, sino la racionalidad de lo posible, todo lo que puede ser andado, que es también la racionalidad de lo imposible, todo lo que nunca será andado, la desaparición de la experiencia tras el resumen abstracto. El callejero, como otras abstracciones de lo urbano, define el salto entre la acción y la intención, entre lo que se vive como experiencia única plena de sentido histórico, y lo que se anticipa como posibilidad irrealizada, cuyo sentido reside únicamente en la categoría, en el nombre o en la imagen mental que se superpone como impostura de lo vital. El callejero es un simulacro, una realidad no vivida que anula el valor explicativo de la experiencia directa, en un juego simple de espejos, donde la abstracción irreal se convierte en el verdadero resumen de la ciudad, útil para el viajero y para el urbanista en la frialdad racional del plano y el proyecto.
Cardo y decumano
Los ejes principales de la retícula romana, heredada por Vitrubio, estructuran la ciudad al completo, definen la ortogonalidad, distribuyen los flujos principales, localizan cualquier punto según la referencia geométrica de las coordenadas. En las ciudades antiguas, más pequeñas, ventilan la ciudad, alineados con la entrada de los principales vientos de la comarca. Aportan la visión de continuidad, una identidad común que se extiende de parte a parte de la ciudad. Encrujicada y foro. Para los ciudadanos, imagen de control y legibilidad; para los visitantes, imagen de llegada, de bienvenida, de avenida. Avenida de los paseantes, burguesía de domingo y festivo, mentidero del quién es quién, escenario de paradas militares y carrozas navideñas, del carnaval, la protesta y la concentración multitudinaria. En las ciudades ideales del Renacimiento y del Barroco, el cardo y el decumano sobreviven dentro de la aparente complejidad del trazado y de las agresivas aristas culminadas en los vértices defensivos de la ciudad fortificada, como líneas que inician y anclan la distribución de calles y espacios abiertos. Nuestro tiempo ha multiplicado las vías paralelas y las encrucijadas, los centros y suburbios, hasta el caos modernista de las circunvalaciones repetidas (M30, M40, M50, rondas más allá de las rondas), dejando la estructura primitiva de la ciudad en apenas un recuerdo de la política de la racionalidad y el control, en el recuerdo erudito del historiador.
Los bulevares
Es una perspectiva diferente de la ortogonalidad, avenidas diagonales que confluyen triangulares en un vértice monumental (el Capitolio, la Casa Blanca, el Arco del Triunfo). En el Partenón, según describe Delfante 3, ningún edificio está alineado, así todos pueden ser apreciados en su monumentalidad de conjunto desde cualquier punto del recinto. Apoteosis del Imperio, de la magnificencia, toda la ciudad confluye en algún bulevar, todos los bulevares confluyen en el Arco del Triunfo. Para el tráfico, las diagonales rompen la retícula y ofrecen caminos directos; para los ciudadanos, la ortogonalidad perdida es una ruptura vital, la simplicidad del ángulo recto se diluye en la complejidad del triángulo, número perfecto. La cúpula del poder contempla la ciudad que se extiende ante su vista desde el vértice político. La intención de eliminar el entramado de las callejuelas, refugio y vía de escape para quien huye de la carga policial, ha dejado paso al paseo ajardinado de los castaños y los plátanos, que disimula la presencia del automóvil y brinda espacio para el paseo en la mañana del domingo o en la tarde primaveral, jalonado de edificios nobles y museos, de fuentes y de kioscos, con la estrechez evidente del jardín que se extiende en línea recta y delgada, convertida en ausencia momentánea del asfalto, remedo de la campiña o del bosque, el cuidado parterre de una burguesía que huye de la ciudad sin salir de ella, y pasea en la seguridad de que la acera, el automóvil y la calle siguen cerca.
Las circunvalaciones
Negación circular de la ciudad, límite último más allá del cual nada queda sino el terreno agreste y baldío, los caminos que se alejan hacia ninguna parte. Avenida imposible y mentirosa, nadie la recorre, a ningún lugar conduce sino a sí misma, paradoja de Escher, bucle a 90 kilómetros por hora. Paradigma de la ciudad perdida, urbanidad en medio de la nada, imposible para el caminante, ausencia del asentamiento, nadie la puebla, nadie la contempla salvo el automovilista sin rostro. Velocidad pura del objeto, desierto traspasado por destellos luminosos y rugidos de motor. Cartelería imposible: todos los nombres de la ciudad enmarcados en grandes rótulos azules y blancos, blancos y negros, lugares que nunca llegan, siempre presentidos, siempre dejados atrás. Si un círculo carece de principio y fin, una circunvalación desconoce el sentido de la bienvenida y el nombre del adiós. Eterno presente circular, paradoja de Moebio.
La estructura urbana de las avenidas y el plano, de la vista aérea, se contrapone a los pequeños rincones de la vida cotidiana, donde coincide el paseante y el mercado, donde la vida se reproduce. Frente a las esquinas, paradigma de la vida social, el simbolismo de las avenidas, paradigma de la racionalidad y el planeamiento. Ambas visiones son necesarias para formar el mapa, del punto a la línea, de la línea a la superficie. Conocer la ciudad es también ignorarla, alejarse y mirarla en perspectiva, penetrar en ella con la mirada veloz, recorrerla sin detenerse, o recreándose en la visión unitaria, sencilla y comprensiva que la atraviesa en los puntos cardinales del viario. Ilusión de la maqueta, síntesis del plano, las avenidas.
1 John Brinckerhoff, Las carreteras forman parte del paisaje, Barcelona, Gustavo Gili, 2011.
2 George Lakoff y Mark Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Madrid, Catedra, 1998.
3 Charles Delfante, Gran historia de la ciudad. De Mesopotamia a Estados Unidos, Madrid, Abada, 2006.
Créditos
Imagen de portada. Berlín, 1860.
Plano del metro de Barcelona.
Paseo del Prado, Madrid, by Rubén Vike on flickr.
M30, Madrid, by calafellvalo on flickr.
London 2012, by Chris Dent.