blogURBS

Vehículos: el metro

Pablo Fernández Christlieb 20 julio, 2016

Dentro de la categoría de “metro”, algo así como tren urbano subterráneo, están el de Londres y el de París, los dos primeros construidos que datan del siglo XIX, el de Montreal, el de Barcelona, al que Joan Manuel Serrat le hace una bonita canción, el de Nueva York, Sao Paulo, Santiago, Caracas, pero no está el de la Ciudad de México, ya que éste cae más bien dentro de la categoría de los tianguis, los cinturones de miseria, del canal del desagüe o de la categoría del día del juicio final, y será tal vez por esto último que de los pocos libros que se leen ahí, la mayoría son biblias evangelistas y otros manuales de resignación personal.

Desde afuera y desde arriba, sólo se ve cómo se sumen ríos de gente, y a uno luego se le olvida, pero abajo el asunto continúa. En efecto, el metro es una tubería del tipo albañal que se utiliza para el desalojo, con todo e ilusiones, de los desechos humanos de esta sociedad, de esos seres que ya sacaron boleto desde antes de formarse en la taquilla, porque, no tanto como debiera, pero cada tanto hay por la ciudad unos sumideros llamados entradas por donde los ciudadanos de a pie, es decir, a los que no les alcanza para un coche, caen succionados y por ahí se transportan estrictamente entubados, apachurrados, a presión, empujados por la fuerza de gravedad. No obstante, una de las grandes ventajas del metro es que no se ve, y así, los administradores de la ciudad lo pueden empeorar a gusto; de hecho, para que los ciudadanos decentes, es decir, a los que sí les alcanza para un coche, no se den cuenta, las entradas han sido camufladas con puestos de discos y de relojes y de dulces, y así, sólo un observador atento advertirá que, como marabunta de hormigas yéndose por el fregadero, las muchedumbres de repente se hunden como si se las tragara la tierra, y ciertamente, se trata de un fregadero, nada más que en sentido civil. El problema ya no es de sobrepoblación sino de hidráulica.

Time now by Frank Hemme vía Flickr

Time now (Frank Hemme vía Flickr)

Por la manera de ser tratados, los habitantes del metro se han vuelto todos feos, por falta de honor y sobra de ignominia: traen caras sin ángel que miran donde pueden, que es generalmente a la distancia, pero ha de ser una distancia en el tiempo o en la vida, porque dentro del metro, nomás no hay ninguna, y es por ello que a ciertas horas clave se tiene que separar a la bandada de mujeres de la jauría de hombres para que no haya enfrentamientos (“entrasamientos”, se ha de decir), aunque, de todos modos, ambos son grupos de seres abatidos, ya derrotados, a los que una humillación más no les inflige nada, y hasta se les ve, en horas de regreso, quitados de la pena, ya qué, comiendo esquites, papas a la francesa en platitos de unicel, cacahuates japoneses marca geisha con celofán y ruido y todo. Los habitantes del metro son gente cuyo domingo y dispendio consiste en comerse una rebanada de pizza Domino’s, que tiene franquicias en las estaciones (estará prohibido el pirataje, pero no el coloniaje), para ver si así se les pega un cachito de pertenencia a esta sociedad en donde sólo es visible el que consume. Al final del día o en horas de descanso, se juntan grupos de vendedores que se sientan en filita en el suelo del andén, y hablan y se les ve contentos de estar juntos, porque, con todo, el metro también es refugio de punketos, cholos, chemos, gays de los amanerados que reparten hojitas contra el sida, ciegos, lisiados que no es cierto que tengan “capacidades diferentes” y niños de la calle que no se encuentran “en situación de” como les encanta decir a los políticamente correctos creyendo que con eso ya arreglaron el problema, y es que se trata de un mundo tan anónimo, tan olvidado estilo Luis Buñuel, donde ya nadie ve nada, que todos caben: los que no son bien vistos en la superficie, están acá, aguantando la vara del maltrato, estoicos, porque el metro es una tubería con mal de parkinson, que trae a todos sus usuarios zangoloteados; a los pollos que transportan en trailers por la carretera los tratan con mayor delicadeza. Y la gente del metro, ella sí, ni pío: no se quejan, nada más se los ve en las sacudidas enterrando las uñas en los barrotes para no caerse y luego recuperar su verticalidad y su parsimonia, y uno se pregunta cómo es que ni chistan, no se enojan, e impávidos siguen con su mirada opaca y fija, y no se advierte en ciernes ninguna protesta ni movimiento por la dignidad de los habitantes del metro, tan diferentes de los clasemedieros empoderados que bien que protestan porque alguien se les estaciona enfrente de su casa.

i-z by Angeloux vía Flickr

i-z (Angeloux vía Flickr)

Parece raro que los suicidas del metro que suman una estadística celosamente guardada, escojan este lugar para tal intimidad, pero así como los que se matan en su casa es que quieren echarle la culpa a sus parientes, los que lo hacen andén abajo le están echando la culpa a toda la ciudad y a toda la sociedad, y por eso lo hacen justo en el escenario público que simboliza su derrota en este mundo. El rumor popular afirma que cuando el metro se queda detenido es que alguien se ha tirado a las vías. Y asusta que sea verdad, porque últimamente se para entre dos estaciones una vez sí y otra también, a tiro por viaje, y de hora y cuarto que se hacía de Neza para acá, ahora se hacen dos.

Los usuarios del metro cada vez más se parecen a los morlocks, esos seres horribles del subsuelo de la novela del futuro de Herbert George Wells, aunque todavía las secretarias que agarran asiento sacan su cucharita para enchinarse las pestañas; también se parecen a los habitantes perennes del metro de Buenos Aires que relata Julio Cortázar en un cuento tétrico, aunque todavía lo que más se anuncia en los vagones son desodorantes y automóviles, es decir, esperanzas, pero el día menos pensado la pérdida de dignidad podrá volverse indignación, y las turbas que hay ahí abajo, incluidos todos los que se perdieron en la estación del metro Balderas, van a salir a borbotones por otro agujero que se llama salida, y a ver si esta democracia de segundo piso no se inunda, y no se ahoga. […]

Opciones de transporte nocturno en el DF by Eneas de Troya vía Flickr

Fotografía de la serie Opciones de transporte nocturno en el DF (Eneas de Troya vía Flickr)


Hemos recuperado este texto del segundo número de la revista URBS. Para leer el enjundioso, florido e inteligente texto completo, puede visitar el original en URBS 2(1). Además, hemos tomado el texto de la breve presentación del autor de la página de Diálogos Acá. Psicología pop, colegas con quienes nos une la admiración, el respeto y el cariño hacia la persona y el trabajo del autor. Sirva todo ello como muestra de nuestro reconocimiento.

La imagen de portada es Metro, fotografía de Benoît Gomez tomada desde Flickr

Like this Article? Share it!

About The Author

Pablo Fernández Christlieb

Pablo Fernández Christlieb (Ciudad de México, 1954) es profesor del Departamento de Psicología Social de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), donde se licenció en psicología, para después hacer estudios de maestría en la Universidad de Keele en Inglaterra y ser el primer doctor graduado en el Colegio de Michoacán. Luego hizo el postdoctorado en la Escuela de Altos Estudios Sociales de París. Ha viajado también para hacer clases y estancias en Querétaro, Santiago de Chile, Caracas y Barcelona.

Leave A Response