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SOBRE UN CUERPO QUE DANZA

Lucas Ariza Parrado 27 mayo, 2014

Se quiere hablar de un cuerpo que no es estático, que realiza un movimiento determinado, no cualquier movimiento. Hablamos de un cuerpo que danza, que mediante el gesto manifiesta, de manera visible y en algunos casos también audible, el ritmo. Se trata de la primera acción que éste hace, entendida como eso que permite hacer aparecer e interpretar el mundo que se va descubriendo.

Como dice Josep Quetglas (2004): “quien danza inaugura un tiempo y un espacio propios, que sólo dependen de su propio cuerpo, que tienen al danzante como origen y referencia de todas las medidas”. Por eso interesa un movimiento concreto del cuerpo que es la danza. A través del gesto, quien baila se torna pregunta ante el espacio y el tiempo, un tiempo primero, principio, que lo sitúa en el mundo de una manera particular. Y esta vuelta atrás para habitar un presente que se modifica cuando el cuerpo se mueve, permite darle un significado nuevo al tiempo que, inserto en un ritmo concreto, está por llegar.

Se entiende por gesto, un movimiento del cuerpo que expresa. Creemos que toda acción que realiza el cuerpo humano está compuesta de actos reflejos y de actos reflexivos. Las primeras acciones responden a necesidades, son útiles y rentables. El ritmo está presente en ellas, pero es un ritmo impuesto por la supervivencia. Las segundas, fruto de esa condición singular que tenemos los humanos de mirarnos y valorar nuestras acciones, no son útiles ni rentables para nuestra supervivencia, son un plus a nuestro habitar el mundo. Y son esos actos que nada tienen que ver con la conservación de la vida, los más profundos. Ahí, en esas diferentes acciones, unas rentables, otras sin un fin en sí mismas, encontramos un desfase cuerpo-espíritu-mundo, que es clave para el acto creativo. En ese desequilibrio aparece el arte, para hacer de lo arbitrario, necesidad.

Aquí es útil recurrir a Maurice Merleau-Ponty y el concepto de cuerpo propio que propone, contra los dualismos que tratan de separar y enfrentar dos realidades opuestas como cuerpo y alma (una inmaterial, otra material, una invisible, otra visible), queriendo recuperar esa relación original que la persona tiene con el mundo. Ponty argumenta que la única manera de sentir o percibir el espíritu es a través del cuerpo, en la mirada, en los gestos, en las palabras, en el tono…: “El hombre no es un espíritu y un cuerpo, sino un espíritu con un cuerpo y sólo accede a la verdad de las cosas porque su cuerpo está como plantado en ellas” (Merleau-Ponty, 2002, p. 24). Por eso, la relación del hombre con las cosas no es frontal, unidireccional, lejana; sino todo lo contrario, es una relación familiar, de dos cuerpos que habitan un mismo espacio. El mundo rodea y envuelve al hombre.

A través del pensador francés podemos entender el paso del cuerpo máquina, que es un objeto comprendido desde sus partes, como una sumatoria de elementos que pueden ser descompuestos, analizados y entendidos independientemente de los otros; al cuerpo propio, en el que las partes que lo componen tienen una relación entre sí y, además, el cuerpo tiene una relación exterior con las cosas que lo rodean y configuran el mundo. El cuerpo está en el mundo, como el corazón está en el cuerpo, haciendo un sistema conjunto.

El cuerpo propio debe entenderse en dos escalas: una más pequeña, interna, que habla del entendimiento del cuerpo como unidad. La otra mayor, externa, tiene que ver con la realidad sistémica del cuerpo con el mundo y el binomio que ambos forman. Esto es entender el cuerpo como un ente abierto, con infinitas posibilidades, que se adapta a una realidad que por supuesto es biológica y también cultural. Es decir, el cuerpo está ligado a un mundo, dicho cuerpo no está en el espacio, sino que es del espacio [1].

Una cosa es ese cuerpo del que hablamos, que se mueve danzando, que con la gestualidad particular de quien baila al compás de un ritmo distinto y contrario al natural busca dar sentido al mundo, haciéndolo aparecer; y otra muy distinta es un cuerpo que circula, que recorre, que cumple unas funciones específicas, que es parte, pieza, del engranaje de una máquina.

El Modulor de Le Corbusier, frente a la silueta de Israel Galván. Elaboración propia.

Medir el espacio frente a medir el tiempo. Cuerpo de la función frente a Cuerpo de la experiencia. Cuerpo que regula frente a Cuerpo que se re-conoce.

La danza, además de instinto, naturalidad y transmisión, también, e incluso hay quien piensa que en mayor medida, es entrenamiento, disciplina y rigor. Quien baila debe hacer suya una técnica. El bailarín, al ir adquiriendo cierta habilidad para ejecutar su disciplina, lo que va haciendo es familiarizarse con el instrumento que maneja. “Diremos que aprender la técnica es apropiarse del propio cuerpo que aparece como ajeno” (Alejandra Marín, 2010, p. 14).

Llegamos a un lugar importante: el balance entre lo aprendido y lo espontáneo. Si bien formar el cuerpo con disciplina y entrenamiento es fundamental, hay que cuidar que esa componente del baile no absorba a la otra. El gesto se encarga de expresar una verdad anímica, los movimientos del cuerpo son señales de lo que en el alma está ocurriendo, por eso, esa espontaneidad verdadera no puede aprenderse. Se tiene fruto de una indagación en la naturaleza, como orden superior de las cosas, que llamaremos experiencia. La experiencia directa de ciertas situaciones da al bailarín una vivencia especial que afectará su manera de producir los gestos, sin ser un aprendizaje por imitación, partiendo más bien de una atenta observación, casi un estado de alerta. La verdad del gesto no podrá hallarse si en él no hay espontaneidad.

La Pipi y la Gordi. Barcelona. 1962. Foto: Colita.

Y es que la danza permite que el cuerpo, que es lo que es, con su frágil funcionamiento, remedie su identidad, y siendo cosa, estalle en sucesos. Es llave maestra que abre la profundidad del espíritu y permite expresar la experiencia fundamental del trascender. El cuerpo que baila, capaz de conmover sin comunicar un significado preciso, se mueve en un ritmo distinto que modifica lo espacial (forma, imagen) y también lo temporal (sucesión, duración).

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[1] “La miel, viscosa, es quien se apodera de las manos de quien quería agarrarla. La mano viva, exploradora, que creía dominar el objeto, se ve atraída por él y enviscada en el ser exterior. “En un sentido -escribe Sartre, a quien se debe este bello análisis-, es como una docilidad suprema de lo poseído,… una solapada apropiación del poseedor por el poseído. (…) La miel es cierto comportamiento del mundo para con mi cuerpo y conmigo”. Maurice Merleau-Ponty. Capítulo 3 “Exploración del mundo percibido: las cosas sensibles” en El mundo de la percepción, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, pp. 28-29.

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Bibliografía:

Quetglas, Josep (2004). “La Danza y la Procesión. Sobre la forma del tiempo en la arquitectura de Rafael Moneo”.Artículos de Ocasión. Barcelona: Editorial Gustavo Gili.

Merleau-Ponty, Maurice (2002). El mundo de la percepción. México: Fondo de Cultura Económica.

Marín, Alejandra (2010). “El actor naturalista: sobre los episodios reveladores de François Delsarte”. Cuadernos de música, artes visuales y artes escénicas, 5 (2), 9-28.

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About The Author

Lucas Ariza Parrado

Arquitecto, desarrollando estudios en la Maestría de Arquitectura de la Universidad de Los Andes en Bogotá (El temple de la arquitectura. Un acercamiento al tiempo en las artes. El flamenco, testigo vivo) y siendo asistente de proyectos del Departamento de Arquitectura de la misma Universidad. En el 2008 empieza su romance latinoamericano, que hasta el momento dura, con continuos cantes de ida y vuelta, que van armándole un panorama rico, complejo y contradictorio también.

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