Lucena, capital de los estados señoriales de la Casa de Comares –previamente, de los Alcaides de los Donceles, una de las ramas de la primigenia Casa de Aguilar fundada por los Fernández de Córdoba–, fue a lo largo de toda la época moderna el segundo núcleo más poblado y más dinámico en lo económico de todo el reino de Córdoba, sólo superado por la capital. Situada al sur del reino y en pleno cruce de caminos entre los de Jaén, Sevilla y Granada, tras el fin de la Guerra de Granada y la liquidación de la tradicional frontera con el Emirato Nazarí experimentó un inusitado crecimiento demográfico y un desarrollo excepcional de sus actividades económicas, entre las que sobresalieron la agricultura, la industria y el comercio.
Es en ese contexto de presencia de una Casa gobernante de primer orden como la de los Fernández de Córdoba, y de posibilidades de negocio/económicas en el que se gestó un grupo social intermedio, a caballo entre las posiciones más elevadas del tercer estado y el estamento nobiliario, y al que nos referimos comúnmente como oligarquía o élite rural. Con este término aludimos a un conjunto de familias que, en el ámbito local, sobresalió por sus cotas de poder e influencia y por sus niveles de riqueza, aunque éstos últimos son tan dispares y heterogéneos como sus orígenes. Así, mientras algunos apellidos como los Hurtado o los Cerrato pueden ser identificados como hidalgos, no faltan en la mesocracia lucentina los advenedizos. Ya fuesen caballeros de cuantía; labradores ricos o pequeños propietarios que habían hecho fortuna mediante el arrendamiento de tierras; prestamistas de capitales a censo, tanto a particulares como a los marqueses de Comares; o mercaderes, lo cierto es que su motor primero de éxito lo constituyó el dinero. Sus inversiones en tierras, en bienes rústicos y urbanos y censos acabarían conformando patrimonios más o menos abultados y que quedaron protegidos gracias al instrumento jurídico del mayorazgo y otras figuras vinculatorias como las capellanías, patronatos y obras pías.
Inmersas desde fechas tempranas en procesos de movilidad social ascendente, las familias ligadas a la élite rural de Lucena hallaron asimismo en la Casa de Comares una indiscutible aliada en sus propósitos de ascenso. En este sentido, el servicio a los marqueses devino catalizador de su éxito social, y es que su integración en la corte señorial como mayordomos, contadores o gobernadores les abriría, de par en par, las puertas del cabildo municipal. Una corte señorial, por cierto, con claro predominio de judeoconversos a lo largo del siglo XVI. Tal es el caso de los Vallejo, los Angulo y los Ramírez, éstos últimos prestamistas y fiadores de confianza del marqués y promocionados, desde mediados del Quinientos, a gobernadores y contadores de la Casa. Ni que decir tiene que, aparte de una posición estratégica en los circuitos de poder local, estos linajes judeoconversos en ciernes obtuvieron la protección de los Fernández de Córdoba cuando se vieron intimidados por el Santo Oficio. Paradigmático es el ejemplo de los ya citados Ramírez, sobre los cuales recayó una penitencia por herejía judaizante que, lejos de trascender o suponer un freno en su evolución familiar, los reforzó hasta convertirlos en uno de los clanes judeoconversos más influyentes de Lucena, el de los Ramírez Rico de Rueda.
El favor de los señores del lugar está detrás asimismo del acceso y perpetuación de determinados apellidos en el concejo. Durante tres centurias, de hecho, los Álvarez de Sotomayor, Curado, Valenzuela, Soto Flores, Recio Chacón, Ramírez Chamizo, Valdecañas, Hurtado o Ramírez Rico de Rueda, por citar sólo algunas de las más insignes progenies lucentinas, coparon los distintos oficios capitulares, casi patrimonializándolos. Algo similar ocurrió con los cargos de familiares de la Inquisición, honoríficos pero tremendamente atractivos por constituir, oficiosamente, pruebas fehacientes de su limpieza de sangre y de su notoria nobleza. También en ellos se sucedieron los poderosos lucentinos, llegando a conformar verdaderas sagas.
Aproximarnos a las estrategias de ascenso social de la élite rural lucentina nos obliga a fijar la mirada en dos nuevas vías que, aparte de las ya mencionadas (fortuna; servicio a la Casa señorial; acceso a oficios capitulares), consolidaron su prestigio social y los situó en las inmediaciones de la nobleza de título, a saber: la carrera eclesiástica y el matrimonio. La Iglesia se reveló como escenario básico de su influencia, y el acceso al clero –eminentemente secular– en buena medida estuvo inducido por la fundación de capellanías y patronatos, que no hacían más que propiciar la existencia de una cantera de religiosos en el grupo familiar. El caso femenino, aunque igualmente prestigiado, se explica en términos distintos: detrás de la profusión de conventos y de vocaciones se encuentra el deseo de ahorro de dotes y de legítimas, de conservación de la honra del apellido y de colocación de los excedentes familiares que quedaban fuera de los circuitos matrimoniales y hereditarios.
Por su parte, el matrimonio constituyó una piedra angular en la promoción de la élite rural y en su consolidación definitiva, ya en el siglo XVIII. Los enlaces, preferentemente homogámicos e hipergámicos, y, en el caso de familias de pasado converso, deliberadamente endogámicos, se traducían en la unión de dos o más familias y en la concentración de sus respectivos patrimonios. Igualmente sirvieron para hilvanar sólidas redes clientelares y de poder en el ámbito local, pero también fuera de él, ya que no fueron pocas las familias que, como los Cuenca Mora o los Ramírez Rico de Rueda, orientaron sus preferencias matrimoniales hacia otros reinos, donde emparentaron con preclaros linajes del patriciado urbano antequerano, sevillano o granadino, por citar sólo algunos ejemplos.
Es el Setecientos el momento de eclosión de la élite rural de la ciudad. Con una presencia consolidada en órdenes militares y afianzada ya en lo político y económico, se lanzó a la conquista de títulos nobiliarios propios, llegando a albergar Lucena hasta nueve, entre marquesados, condados y baronías. Pero si la población resulta paradigmática por el peso específico que tuvo en su oligarquía el elemento judeoconverso y por el papel que jugó el servicio a los marqueses en esas carreras ascendentes, no lo es menos por el poder de este grupo intermedio, altamente ennoblecido en las postrimerías del Antiguo Régimen, y que fue capaz de contestar abiertamente la autoridad señorial en el largo pleito que terminó con la reversión de la jurisdicción de la ciudad a la Corona.
Autora: Nereida Serrano Márquez
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