Nacido en el seno de una distinguida familia de mercaderes de Ámsterdam, que desde el inicio de los tumultos en los Países Bajos había dado muestras fehacientes de su apoyo y servicio a los rebeldes Estados de Holanda y a Guillermo de Orange, la trayectoria de Teodoro Rodenburg estuvo estrechamente ligada al brillante panorama literario de Ámsterdam en el siglo XVII, apareciendo como uno de sus autores más representativos en el género dramático junto a otras figuras de importancia como sus contemporáneos Vondel o Bredero. Sin embargo, más allá de la atención que su biografía ha recibido desde un punto de vista literario, complementó esta faceta con su participación frecuente en misiones de carácter diplomático a lo largo de su vida, actuando como representante de una gran variedad de poderes públicos y privados. En ello seguiría los pasos de su padre, Herman Rodenburg el Joven, quien al parecer había servido como agente de los Estados de Holanda en Londres en torno a 1590. Por su parte, Teodoro se puso al servicio de ciudades como Emden (1603) o Hamburgo (1628), cuyos intereses hubo de defender en el extranjero, pero también del duque de Slechswig-Holstein, de quien fue representante ante los Estados Generales holandeses de La Haya (1625-1626) y en la corte bruselense del cardenal-infante en la década de 1630. Su constante movilidad por cortes y ciudades extranjeras en su papel como diplomático facilitó su dominio sobre una amplia variedad de idiomas e hizo de él un verdadero cosmopolita, cuyo rastro y referencias históricas se hallan desperdigadas actualmente entre archivos de distintos países.

A partir de 1611 lo encontramos en España, donde actuará como delegado o agente neerlandés ante la corte de Felipe III aprovechando una suspensión temporal de la Guerra de los Ochenta Años a la que se había llegado en 1609 con la firma de la Tregua de los Doce Años. Pese a que este tratado contemplaba una reapertura de las fronteras y el restablecimiento del comercio entre los súbditos de ambas potencias, su puesta en práctica hubo de hacer frente a ciertas dificultades en determinados momentos a lo largo de los doce años que estuvo vigente. Acciones hostiles como el embargo de navíos mercantes neerlandeses por parte española y la toma de prisioneros entre sus tripulaciones siguieron presentes tanto en el Atlántico como en el Mediterráneo, mientras en los Países Bajos el respeto generalizado del armisticio tampoco se vio libre de problemas, sobre todo por cuestiones religiosas. En este contexto, Rodenburg recibió una comisión en noviembre de 1610 por parte de la Compañía holandesa de Guinea para acudir a Madrid y exigir reparaciones ante la toma de varias embarcaciones neerlandesas cargadas de mercancías en la costa occidental de África pertenecientes a esta institución y la puesta en prisión de unos cincuenta hombres. Durante su estancia en la Península Ibérica, que se prolongó hasta 1614, no solamente veló por los intereses de esta corporación sino mantuvo un estrecho contacto y correspondencia con los Estados Generales de La Haya, de quienes también llegó a recibir algunos encargos de carácter diplomático a lo largo de este período. Una relación que pronto levantó ciertas sospechas entre algunos de los ministros de Felipe III, quienes apuntaban los negativos efectos que podrían derivarse para los intereses hispánicos de la presencia en la corte de un agente neerlandés que pudiese trasladar a La Haya información relacionada con los entresijos políticos madrileños.

A lo largo de estos tres años en los que estuvo moviéndose entre Madrid y Lisboa Rodenburg estuvo fuertemente involucrado en las frecuentes negociaciones que se dieron con motivo del intercambio de prisioneros de guerra, práctica característica del período de la tregua hispano-neerlandesa para el que, sin embargo, contaba con precedentes. En los años anteriores había sido frecuente la presencia en Madrid del holandés Carel Carelszoon van Cracauw, a quien los Estados Generales enviaron por primera vez a finales de 1606 como comisario para un primer intercambio de prisioneros que hizo posible un mayor acercamiento diplomático y, en último término, la apertura de conversaciones formales que acabaron por dar lugar, en 1609, al armisticio. El hecho de que en el desempeño de su comisión Cracauw visitara Sevilla, adonde éste llegó hacia noviembre de 1607, sin duda pone de manifiesto cómo las negociaciones no se desarrollaron solo en Madrid, sino también en la ciudad del Guadalquivir. Esto parece lógico si tenemos en cuenta la firmeza con la que se persiguió al contrabando holandés en la fachada atlántica andaluza en los momentos previos a la tregua, apareciendo los duques de Medina Sidonia como los principales ejecutores en la zona de aquella política de embargos y de la prohibición de la presencia comercial neerlandesa promovidas por la Corona desde 1598. En este sentido, una de las cuestiones que Rodenburg planteó en sus peticiones iniciales al monarca hispano en mayo de 1611, poco después de su llegada a Madrid, fue precisamente una queja ante la captura por parte del duque de Medina Sidonia en 1605 de unos barcos con los que el mercader Pieter Lyntiens había intentado abastecer de grano algunos puertos de la Península, pese a que este hubiese recibido previamente de Felipe III una cédula por la que se autorizaba su presencia en la costa. El delegado holandés solicitaba así que se restituyesen las naves y la mercancía a su propietario y que el duque, como principal responsable del embargo, compensara a Lyntiens por los daños y las pérdidas ocasionadas.

Pese a la firma de la tregua y el restablecimiento de las relaciones comerciales entre la Monarquía Hispánica y la república holandesa, la afluencia de mercaderes holandeses en la Baja Andalucía se vio acompañada  en ocasiones de conflictos entre este grupo y los poderes locales, o bien de prácticas abusivas por parte de funcionarios y oficiales reales en el ejercicio de sus funciones. Uno de los casos que mayor resonancia tuvo, motivando incluso una queja formal de los Estados Generales neerlandeses ante Madrid y Bruselas, sería el de Cornelis Hibarset, contra quien procedió la inquisición de Sevilla en 1618 por un supuesto intento de escandalizar y pervertir a algunos católicos. En este contexto, aunque los Estados Generales intervinieron puntualmente en defensa de los intereses de sus súbditos, Rodenburg aparece también como una figura de referencia hacia la que sus compatriotas neerlandeses elevaron sus protestas ante los agravios y las molestias sufridas por parte de las autoridades hispanas. En opinión de estos mercaderes, su cercanía a la corte y su acceso a importantes figuras con las que el holandés llegó a mantener correspondencia, como es el caso del influyente Ambrosio Spínola o del marqués de Castel Rodrigo, facilitaba que sus quejas pudieran llegar directamente a conocimiento del rey a través de este delegado. Así, era Rodenburg quien manifestaba en junio de 1611 la necesidad que había de poner freno a los agravios que los neerlandeses sufrían en la villa sevillana de Coria del Río por parte de los guardas y los oficiales del puerto. En este sentido cabe destacar esa doble función que Rodenburg desempeñó con su actuación, sirviendo como representante diplomático de los Estados Generales al mismo tiempo que actuaba en defensa de los intereses y los negocios de comerciantes neerlandeses llegados a la Península y, especialmente, a la Baja Andalucía. Una actuación entre lo público y lo privado que lo aproximaría a la figura del cónsul, si bien nunca fue considerado como tal en una corte en la que, hasta su regreso a Ámsterdam en 1614, fue siempre calificado de mero agente o delegado.

Autor: Alberto Mariano Rodríguez Martínez

Bibliografía

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