Fiesta por antonomasia de la ciudad que revive colectivamente la historia de la Pasión gracias a la presencia en sus calles y plazas de imágenes de honda devoción y de artísticos pasos, la Semana Santa de Sevilla es un drama sacro que vivió su edad de oro en el siglo XVII y su edad de plata en los años 20 y 30 de la pasada centuria.

En el barroco se hallan los fundamentos litúrgicos y estéticos del ritual religioso que hoy conocemos, superviviente por encima de cambios políticos, rigores clericales e incluso de los excesos mediáticos, de un modo vivencial de entender la historia de la pasión y muerte del siervo de Dios, el inocente condenado, y de los dolores de su Madre. A este siglo fundacional pertenecen las imágenes y misterios procesionales de fama internacional que son considerados obras cumbres de la iconografía barroca: el Señor del Gran Poder; el Cristo de la Expiración conocido popularmente como El Cachorro; la Virgen de la Esperanza que lleva el nombre de su barrio, el histórico arrabal de la Macarena. Y sus principales pasos de misterio, retablos itinerantes de no menor calidad artística de la Exaltación (Santa Catalina), el Descendimiento (Quinta Angustia), las Tres Necesidades (Carretería) o la Mortaja.

En la primera mitad del siglo XX la Semana Santa conoció una segunda etapa de esplendor gracias a la creatividad de una generación de dibujantes, artesanos, poetas y músicos que pusieron su talento al servicio de las cofradías, consiguiendo reinterpretar la tradición barroca a la luz de las vanguardias artísticas. Destacó la figura del gran diseñador Juan Manuel Rodríguez Ojeda que concibió el paso de palio, túnicas de capa, insignias y ropa de la centuria romana de la Hermandad de la Macarena que sirvió de modelo para otras muchas cofradías populares.

Los siglos XVIII y XIX también dejaron huella en las formas artísticas de Semana Santa de Sevilla que cuenta con cofradías cuya estética procesional conserva el sello del Romanticismo. Las hermandades de Santa Cruz (Martes Santo), el Valle (Jueves Santo) y Montserrat (Viernes Santo) o el cortejo del Santo Entierro (Sábado Santo) reúnen un patrimonio artístico y musical que proceden del siglo XIX cuando algunas cofradías estuvieron bajo la protección y patrocinio de los Duques de Montpensier, corte aristocrática asentada en Sevilla. A esta etapa corresponden los relatos de los viajeros románticos como Richard Ford, Antoine de la Tour o  Jean-Charles Davillier que visitan la ciudad atraídos por su fiesta mayor que empieza a ser motivo pictórico de artistas como Manuel Cabral Bejarano, Alfred Dehodencq, José Domínguez Bécquer o Gustave Doré. En la última década del siglo XIX nace la imagen turística de la Semana Santa, asociada a la Feria de Abril, en carteles y publicaciones, auspiciadas por el Ayuntamiento bajo el denominador común de Fiestas Primaverales.

Así pues hay una iconografía romántica de la Semana Santa, como la hay regionalista e interesantes aportaciones individuales en las décadas de la posguerra como el interesante paso de palio de la Virgen de los Ángeles de la Hermandad de los Negritos, sinfonía floral de resonancias art decó del pintor Juan Miguel Sánchez, que han crecido sobre la base de la tradición estética y las formas de representación del Barroco andaluz. La fiesta religiosa y ciudadana que hoy conocemos es un fenómeno cultural polifacético de gran espesor histórico que se resiste a la reducción y una manifestación estética multisensorial que no pasa inadvertida al espectador con mínima sensibilidad artística.

Nos ocuparemos ahora de sus orígenes y trayectoria histórica durante la Edad Moderna etapa que define los rasgos fundamentales que aún perduran en la fiesta. La Semana Santa sevillana compartía a fines de la Edad Media las costumbres litúrgicas de otras diócesis españolas: el sermón de la Pasión, el encierro de la eucaristía y la solemne función de la Pascua de Resurrección que era muy lucida en la Catedral de Sevilla tal como evidencian sus registros contables. En los conventos y parroquias se velaba el Santísimo y se realizaban procesiones claustrales. Y  en los humilladeros públicos, situados a la vera de los caminos, se realizaban ejercicios penitenciales.  En la calzada que iba a Carmona se erigió un templete de madera que era frecuentado por la hermandad del Santo Crucifijo y Nuestra Señora de las Virtudes. En 1482 fue sustituido por uno de obra que el asistente Diego de Merlo mandó labrar para cobijar la vieja cruz de hierro asentada sobre una columna. En 1521, a su regreso de una peregrinación a Jerusalén, don Fadrique Enríquez de Ribera, III marqués de Tarifa y I duque de Alcalá instaló un vía crucis desde sus casas al lugar de oración. También en el siglo XVI la cofradía de la Santa Cruz de Jerusalén (vulgo, El Silencio) acudía a otro humilladero, el de San Lázaro desde su capilla de Omnium Sanctorum.

Sin embargo, las cofradías que abundaban en los siglos medievales tenían un carácter corporativo o de solidaridad parroquial y honraban a sus santos patrones en modestos hospitales y en ermitas.  Solo algunas de ellas estuvieron dedicadas a advocaciones marianas como las de Nuestra Señora de los Ángeles (ca. 1400), Hiniesta (1412), Esperanza (1418) y Traspaso (1431) que evolucionarán posteriormente dotándose de reglas pasionistas. Paralelamente a lo largo del siglo XV empezaron a fundarse nuevas cofradías que tenían por objeto el culto a Cristo y los estigmas de la Pasión: Preciosa Sangre (fundada en el hospital de san Antonio en 1441), Santo Crucifijo de San Agustín, Vera Cruz o Cinco Llagas.

Hay que esperar, no obstante, a las décadas centrales del siglo XVI para que el fenómeno de las cofradías penitenciales o de sangre se extienda en Sevilla, ampliando sus advocaciones a los distintos misterios de la Pasión y dotándose de reglas que contemplan la disciplina colectiva en actos privados o en procesiones públicas. Las ordenanzas de la cofradía de la Quinta Angustia (1541) disponía que los hermanos acudiesen a su capilla la tarde del Jueves Santo “cada uno con su aparejo de camisa y disciplina” y que llevaran el rostro cubierto con capirotes romos, cintas de cuero negro ceñidas al cuerpo y el escudo de la cofradía sobre el pecho. Las reglas de la Vera Cruz (1531) aportan detalles sobre los primitivos cortejos de penitentes y nazarenos. Los encabezaba un crucifijo alzado por un eclesiástico al que seguían algunas parejas de hermanos con cirios (cofrades de luz), el mayordomo de la cofradía portando el estandarte, más parejas con hachas, y al final el grueso de los hermanos ejerciendo la disciplina pública. El acompañamiento musical era severo: una trompeta dolorosa o los frailes del convento de residencia entonando cánticos. Eran cortejos sin imágenes propios de una religiosidad todavía medieval basada en el gesto de sacrificio colectivo que remonta su origen a las compañías de penitentes o batutti, vinculados a las órdenes mendicantes, de los siglos XIII y XIV. De esta época nos ha quedado, aunque evolucionada, la túnica basta de las cofradías de negro y las cruces arbóreas que portan los penitentes tras los pasos.

Al poco tiempo de su nacimiento las cofradías pasionistas comienzan a portar imágenes de Jesús Nazareno o de la Virgen María, bajo palio, en andas o parihuelas tal como ocurrió con la Hermandad de la Santa Cruz de Jerusalén. Un poco más tarde, en torno a 1560-70, tenemos noticias de los primeros pasos de misterio, conjuntos escultóricos que representaban escenas de la Pasión y son portados por costaleros. Los grupos de la Columna y Azotes (Juan Giralde, 1560-65), Oración en el Huerto (Jerónimo Hernández, 1578) y el Calvario (Crucificado, la Virgen y San Juan) de la Hermandad de la Expiración (vulgo el Museo) se encuentran entre los más antiguos documentados. También surgen entonces los primeros pasos alegóricos. Y las Dolorosas, vestidas de negro y con sencillos tocados, empiezan a lucir bajo un “rico palio” como refiere el abad Gordillo, testigo excepcional de este cambio de estética, de la Virgen de la Concepción.

En 1579 las cofradías de penitencia son ya 26 y sus hermanos de acuerdo al testimonio de José de Siguenza “pasan de 12.000”. Las hermandades dejan los humildes hospitales buscando acogida en los grandes conventos sevillanos donde fundan capillas propias. La procesión de Semana Santa, señalada en las Reglas, consiste en “andar las estaciones”, es decir, visitar una serie de templos donde honraban al Santísimo en los Sagrarios, entonaban salmos penitenciales o realizaban las disciplinas. Ritos de purificación y confesión preceden la salida de los cofrades y otros de confraternidad esperan al regreso: el lavatorio de pies o el ágape entre los penitentes. Acompañar a las imágenes que representan con extraordinario verismo los lugares y circunstancias de la Pasión era, como sigue siendo hoy, un ejercicio íntimo de empatía con el sufrimiento del Señor y a la vez una demostración pública de fe que los escritores del Siglo de Oro no dejan de elogiar en ciudad cosmopolita donde acudían gentes de todo el mundo.

El cardenal Guevara regulariza en 1604 la costumbre de acudir a la Catedral, designando la parroquia de Santa Ana para acoger a las de Triana. En el templo mayor de la ciudad los nazarenos rinden culto al Santísimo ante el colosal monumento eucarístico que alcanzaba la altura del crucero según dibujo autógrafo de Hernán Ruiz II (1594). Reformado por Francisco Antonio Gijón en 1689 fue desmontado en los años 1960. Según el expediente de 1614 las cofradías que hacían estación de penitencia a la Catedral eran ya 39 a las que hay que sumar las trianeras. Han crecido los cortejos, la ornamentación de los pasos, ganando en esplendor y suntuosidad. Un ejemplo paradigmático: el paso del Gran Poder, tallado por Francisco Ruiz Gijón en 1680, soberbio canasto recientemente restaurado. De esta época son las obras mayores de la imaginería sevillana: los nazarenos del Silencio (1608-10), Pasión (1615) y Gran Poder (1620), los crucificados de Andrés de Ocampo (1611-12) para las antiguas cofradías de negros y mulatos; o los del Amor, Buena Muerte y Conversión (todos de Juan de Mesa, entre 1618-20).

Las cofradías superaron la crisis de 1649 que significó la pérdida de un tercio de la población sevillana, compensando las cofradías extinguidas con nuevas fundaciones. En una nómina de 1700 se citan 32 cofradías más 10 de Triana. Del taller de imaginería de Pedro Roldán salen los principales misterios barrocos que hoy conservamos. La centuria de las reformas ilustradas tampoco significó una ruptura pero sí introdujo cambios en la mentalidad y en la estética de la fiesta. Las cofradías fueron vigiladas más de cerca y se trató de evitar los espectáculos más violentos. La decoración de los pasos asumió el gusto rococó y las expresiones de las imágenes se dulcificaron. Criterios de racionalidad y compostura marcaron las pautas de los desfiles que incorporan representaciones oficiales y grupos musicales de estilo italiano.

El proceso de reforma de hermandades que emprendió el conde de Aranda fue aplicado en Sevilla por el corregidor y superintendente Pablo de Olavide. En 1768 el asistente ya había prohibido que los cortejos regresaran de noche para atajar los “embarazos y disturbios” que sucedían a deshora. La Real Orden de Carlos III de 25 de junio de 1783 obligó a más reformas y la remisión de las ordenanzas al Consejo hasta nueva aprobación. La nómina de cofradías de 1768 solo menciona 14 cofradías pero entre ellas figuran las modestas del Cristo de las Aguas en Triana, el de la Salud y Virgen de las Angustias de los Gitanos y la del Cristo de la Salud y Virgen del Refugio del populoso arrabal de San Bernardo, el barrio de los toreros, las tres de nueva fundación en el XVIII demostrando que más allá de controles y prohibiones la Semana Santa seguía gozando de vitalidad. Más daño hizo a las hermandades sevillanas y a sus actos públicos la desamortización de Godoy (1805) que comprendía los bienes de cofradias y congregaciones.  Entre 1800 y 1821 nunca procesionaron más de 10 cofradías. Sin embargo, el empeño del cumplimiento del rito anual, pese a las incertidumbres políticas, se mantuvo y de ello fue testigo Blanco White que describe la solemnidad del triduo pascual en la Catedral. Algunas cofradías hicieron su procesión aceptando la invitación de las autoridades francesas y muchas más lo harán bajo Fernando VII quien concedió títulos de realeza a no pocas.

Pasada la etapa de las desamortizaciones, las cofradías sevillanas inician en la década de 1840 una lenta recuperación, manteniendo sus cultos internos, renovando enseres y pasos, y asumiendo el canon romántico de música litúrgica y marcha fúnebres. Llegan los viajeros y aparecen los mecenas de la aristocracia real y de la burguesía sevillana de la que hablamos más arriba. Pero esta ya es otra historia.

Autor: Jaime García Bernal

Bibliografía

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