El siglo XVII mostró síntomas de incapacidad para sostener la estructura de la configuración de la propiedad privada y pública en Andalucía. Las sucesivas crisis resintieron a los propietarios, en mayor proporción a los nobles -por la caída de rentas y exigencias de la monarquía- que a los sectores menos pudientes, pauperizados por la fiscalidad. Estas adversidades favorecieron la circulación de tierras en el ámbito privado que acapararon segmentos sociales especulativos (mercaderes, burócratas y patriciado urbano) hasta estos momentos poco vinculados al terrazgo. Por otro lado, el proceso de privatización de enormes espacios públicos constituyó el gran grueso de tierras adquiridas por estas nuevas clases en ascenso. Sin embargo, las estructuras de propiedad en Andalucía experimentaron características parecidas en las formas, pero diferentes en el fondo.

En la Baja Andalucía la alta nobleza tendió a ausentarse de la región y fijó su residencia en la Corte, desvinculándose de sus bienes. En algunos casos su marcha conllevó el desprendimiento de gran parte de sus propiedades libres, proceso que continuó en años posteriores. El tren de vida cortesano exigió constantes gastos extraordinarios imposibles de sostener solamente con las rentas, exigiendo a este estamento de nuevas liberaciones de tierra. Así, el señor de Moguer, por ejemplo, en 1628 para financiar su viaje a Madrid vendió apresuradamente 50 hectáreas de pastos y en años sucesivos se desprendió de otros predios para sostener su residencia. El duque de Medina Sidonia se comportó en idénticas circunstancias en 1624, debido el altísimo numerario que le supuso la visita del rey al coto de Doñana. A partir de 1640 la práctica se generalizó, pues los grandes propietarios andaluces debieron enajenar bienes libres por el ritmo bélico de la Corona. Caso local llamativo fue la frontera portuguesa, en donde muchas propiedades onubenses  salieron al mercado para afrontar los gastos de la nobleza que participó (duque de Béjar, marqués Villanueva del Fresno o conde de Miranda).

Las debilitadas arcas de la Corona, conllevaron que el realengo hasta los dos primeros tercios del siglo XVII se redujese por la constante venta de señoríos. Estas propiedades emergentes mayoritariamente las acapararon estratos inferiores que fueron escalando socialmente hasta al menos mediados del siglo XVII. En el reino de Granada el 75% por de los compradores fueron oligarcas locales y sólo el 8% nobles. El modelo seguido por estas clases emergentes tendió a constituir una gran propiedad amortizada a imitación de las nobiliarias. Es el caso de Antonio Álvarez de Bohorques, quien consolidó un estado entre Córdoba, Granada y Jaén que constituiría posteriormente el marquesado de los Trujillos.

La propiedad pública fue la que experimentó mayores mutaciones y, en todos los casos, con carácter general, iniciaría un camino sin vuelta a su futura desintegración. Sujeta a constantes usurpaciones, especialmente para su uso ganadero, durante el siglo XVII su profunda reestructuración conllevó importantes matices que definieron un nuevo paisaje andaluz. La propiedad concejil, por un lado, estaba inmersa un proceso de patrimonialización ilegal por parte de todas las capas sociales del vecindario. Notables fueron las prácticas  fraudulentas de la oligarquía, que tendieron con claro interés especulativo a engordar las tierras de propios a costa de las comunales. Por otro lado la ambigua delimitación de los baldíos -propiedad de la Corona- favoreció una intensa y extensa usurpación por parte de particulares y concejos. Incluso en el ámbito señorial muchos señores, bajo la poco clara delimitación de aprovechamiento comunal, acotaron estas tierras para incrementar su patrimonio. Los Ponce de León son un ejemplo paradigmático en las cinco villas de la Sierra de Villaluenga, donde gran parte de los realengos terminaron engordando su Estado de Arcos.  

Aunque mayormente eran incultos, entre 1625 y 1633 muchos baldíos se adehesaron indebidamente para uso pecuario. También, y pese a su corta utilidad, otros se roturaron para cultivo, especialmente en el sector occidental del reino de Granada y también en el de Sevilla y el sur jiennense. Los intereses de uno u otro sector económico pugnaron en una carrera celérica por apropiarse del terrazgo público. Por otro lado, los agobios financieros de Felipe IV condujeron a una gran ofensiva hacendística sobre los baldíos para obtener fondos. En 1635 se creó la Real Junta de Baldíos y Realengos para iniciar una revisión de estos espacios, sobresaliendo por su contundencia Andalucía frente a otros lugares de la Corona. Su cometido se encomendó a Luis Gudiel y Peralta, quien comenzó en el reino de Granada, donde el dominio público era superior a otros reinos y por haber sufrido significativas usurpadas se había significado más tras expulsarse a los moriscos y ponerse en marcha la repoblación. Las composiciones supusieron un durísimo golpe a la propiedad concejil en Baza, Vélez Málaga, Antequera y Ronda. En otros casos, ciudades como Málaga, en 1637, o Antequera, consiguieron detener las ventas.

La composición de los baldíos favoreció a la Corona, que obtuvo pingües ingresos de las ventas directas a particulares y, sobre todo, de los concejos, interesados en mantener sus apropiaciones. El balance de beneficios conllevó el que en 1639 se extendiesen las actuaciones a Jaén, Córdoba y Sevilla, lo que provocó una oleada de protestas en todos estos reinos. Sólo los concejos fuertes, como el de Jerez de la Frontera, frenaron las composiciones y consolidaron sus dehesas, pero fueron la excepción, produciéndose un nuevo desplazamiento de propiedades a manos privadas.

Las ventas de baldíos supusieron un asalto sin precedentes en el dominio público. Los trasvases de terrazgos fueron muy extensos en los bordes serranos de las Subbéticas, con casos tan llamativos como el Pedro Jacinto de Angulo, vecino cordobés que pretendía comprar 113.000 hectáreas; de las cuales 88.000 se situaban en Sierra Morena y otras 25.000 Campiña. Detrás de estos compradores había grupos financieros de compleja procedencia, que demuestran cómo en el reino de Córdoba, por ejemplo, muchos de los nuevos dueños en Priego y Baena pertenecían a complejas estrategias económicas. Muchos regidores y gentes influyentes conformaron el grueso de los beneficiarios y consolidaron un modelo de propietario de nuevo cuño que con el tiempo rivalizaría con la gran propiedad nobiliaria.

El cambio de titularidad pública a privada de una enorme porción de los baldíos perjudicó a las clases más pobres, que al perderse el dominio público quedaron privadas de un importante medio de subsistencia. También muchos concejos se arruinaron para defender y componer las dehesas, generando en algunos casos ventas de tierras para pagar sus pleitos o en otros recalificando tierras comunales y de propios. Las quejas de la comisión de Gudiel fueron extensas y duras -como las de Écija o Alcalá la Real- y generaron su replanteamiento hasta el punto de proponerse reponer las tierras a los concejos a cambio del ingreso del mismo precio de venta, pero la Junta de Baldíos la declinó por no ajustarse a derecho.

El malestar y revuelo por las composiciones de baldíos y realengos supuso que en 1642 cesasen y, en algunos casos, se clarificasen las estructuras de propiedad y uso. Por ejemplo, el concejo de la ciudad de Granada ofreció 27.000 ducados para confirmar la posesión vecinal de las tierras repartidas después de la conquista y expulsión de los moriscos. El municipio granadino puso condición -y le fue concedida- que en estas tierras no se acotaran ni se concedieran licencias para hacer dehesas, ni adehesar cortijos en todo el reino, sino que todo el terrazgo permaneciera de pasto común. La escritura de concordia se firmó el 14 de julio de 1642.

En 1645 hubo un nuevo intento de obtener fondos con la composición de baldíos y realengos, comisionándose las ventas a Jacinto Alcázar Arriaza. La ciudad de Córdoba, preocupado por la ruina de los pequeños ganaderos, agricultores y marchantes, convocó un inusual cabildo abierto. Incluso en similar línea participó el obispo Pimentel, ante la alarma creada. Finalmente se paralizó la comisión, volviéndose al disfrute comunal de los baldíos, abriendo nuevamente paso a la formación de dehesas en pastos comunes y el acotamiento de las rastrojeras. En 1663 Felipe IV atendió las demandas de la Mesta ante los abusos concejiles que, sin licencia, cerraban sus términos y prohibió hacer cotos sin facultad real. En 1669 el Consejo Real debió reiterar esta medida, prueba del escaso cumplimiento de la anterior, considerándose el punto más álgido de apropiaciones en torno a 1670.

A lo largo del último tercio del siglo XVII se estabilizó la estructura de propiedad pública y privada, remarcando en la comunidad dos modelos. La Alta Andalucía quedó marcada por una estructura -pese al establecimiento de nuevos señoríos y una destacada apropiación del dominio público morisco- de pequeña propiedad surgida de la repoblación y con importantes espacios de uso comunitario preferentemente ganadero. Las familias poderosas, generalmente vinculadas económicamente al poder concejil, adquirieron por compra señoríos. Bien vecinos o foráneos -que ya poseían la consideración de grandes propietarios-, prevalecidos de su ascendencia económico-política, redondearon sus patrimonios fundiarios tanto por compras como por usurpaciones de la tierra pública municipal, a partir de la cual constituyeron heredamientos y mayorazgos para finalmente conseguir la jurisdicción y título nobiliario (Benalúa, o en Cúllar, Padul, Atarfe, Benamaurel, Cozvijar,…). La Baja Andalucía, con la marcha de importantes casas castellanas (Medinaceli o Béjar), consolidó grandes propietarios andaluces en dominios continuos, especialmente en los reinos de Sevilla (Osuna, Medina Sidonia, Alcalá de los Gazules o Arcos) y Córdoba (Priego, Sessa, Comares, Benamejí y los diferentes troncos de los Fernández de Córdoba: Aguilar, Alcaudete, Cabra y Comares).

Ambas configuraciones geográficas consolidaron la distinción espacial del minifundio y latifundio. Con enorme distancia entre uno y otro modelo, en todos los casos, aunque con proporciones equidistantes, el uso capitalista de participar del dominio público fue mayor en una y otra, aunque con clara tendencia a la práctica de privatizar la propiedad comunal andaluza. Este último fenómeno abrió el camino para enormes trasvases de la propiedad pública a la privada, hiriendo el comunitarismo agrario, convertido en mera reliquia de las estructuras pasadas. Estos procesos estructurales del siglo XVII continuaron en la centuria siguiente hasta su total consumación y constituyeron en el factor diferenciador en la práctica agrícola y en las condiciones sociales futuras de ambas Andalucías.

Autor: Valeriano Sánchez Ramos

Bibliografía

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