El granadino Pedro de Mena (1628-1688) es paradigma del escultor barroco integrado en el contexto religioso, cultural y productivo de su tiempo: defensor de la limpieza de sangre y de la ortodoxia religiosa, como acreditan el hecho de que casi todos sus hijos abrazasen el clero (Alonso ingresó en la Compañía de Jesús, José fue canónigo en la catedral de Granada y sus hijas Andrea y Claudia Juana profesaron en el convento malagueño del Císter) y que él mismo fuese mayordomo de la cofradía granadina del Cuerpo de Cristo, Ánimas y Misericordia, a cargo del Hospital del Corpus Christi, entre 1654 y 1657. Fue también fiel intérprete de los deseos de la clientela y cosechador de rangos: familiar del Santo Oficio de Málaga (1678) y teniente de alcaide de la fortaleza de Gibralfaro (1679), amén de maestro mayor de escultura de la catedral de Toledo (1663-1672), con más espíritu promocional que efectivo, habiendo optado, sin conseguirlo, a la distinción de escultor regio en 1679. Todo ello, junto a la extraordinaria dispersión de su obra, por Andalucía, Murcia, las Dos Castillas y aún América, lo hacen uno de los escultores más significativos de nuestro barroco, compartiendo con su maestro Alonso Cano el honor de recibir encargos cortesanos foráneos: una obra sin identificar de Cano para Carlos II de Inglaterra y un Crucifijo de Mena para el príncipe Doria, de Génova.

Las claves de su éxito radican en dos pilares. Por un lado, la sólida formación en el taller de su padre Alonso de Mena y Escalante, con un horizonte productivo tan eficiente que inspiró a los dos talleres andaluces mejor organizados y más prolíficos de su tiempo: el propio de Pedro de Mena en Málaga, a partir de 1658, y el de Pedro Roldán, en Sevilla. Por otro, su contacto con el arte idealizado y espiritualista de Cano. Tales claves determinan la fijación de unos tipos iconográficos esenciales, en los que el virtuosismo del experto tallista consuma un proceso de estilización dirigido más que al esteticismo al sentimiento y lo devocional. Ahora bien, lo que se pierde en canesca sublimación, se gana en menoide efectividad, mediante rasgos expresivos barrocos como los pliegues quebrados y finos o el movimiento de los brazos, que contradicen las siluetas ovales del maestro.

Los inicios de su carrera no prometían un futuro tan brillante. Formado con su padre Alonso de Mena (1587-1646), aprendió de él una práctica escultórica de tintes naturalistas y con un recetario ya adocenado, pero en un taller muy consolidado capaz de abastecer amplias áreas de Andalucía Oriental. A esta primera etapa de aprendizaje, entre 1628 y 1652, corresponden obras como la pareja de los santos Pedro y Pablo del convento de San Antón de Granada, en los que se perfila un marcado virtuosismo técnico.

La segunda etapa de Pedro de Mena discurre también en su ciudad natal, entre 1652 y 1658, y fue esencial para su formación y el devenir de la escuela barroca granadina. La llegada del Alonso Cano a Granada supuso un auténtico revulsivo para sus artistas, envuelto en la aureola de gran artífice cortesano. Mena no fue una excepción, como se observa en los Evangelistas del tabernáculo de la iglesia granadina de Santos Justo y Pastor; es más, mantuvo con él una relación de maestro-discípulo, más de cuño clasicista que como la de maestro-aprendiz propia de la tradición gremial, y colaboró activamente con el racionero -carente éste de taller propio- en la ejecución conjunta de las cuatro grandes efigies para el convento del Santo Ángel, hoy en el Museo de Bellas Artes de Granada: San José con el Niño, San Diego de Alcalá, San Antonio de Padua y San Pedro de Alcántara. Esta colaboración marca un punto de inflexión en su obra, de asimilación de los tipos idealizados de su maestro matizados con un expresivo y virtuosista dominio técnico, que se hace patente en obras como la Inmaculada Concepción de la parroquial de Alhendín -muy celebrada por sus contemporáneos en su versión personal de la canesca Inmaculada del Facistol de la catedral granadina-, o los santos Francisco de Asís y Clara del convento del Santo Ángel o el portentoso San Elías de la sede metropolitana.

El profesor Gila Medina ha señalado otras dos etapas en su devenir artístico, definidas por la consagración y el triunfo, y desarrolladas en dicha ciudad: de 1658 a 1679, y desde esta fecha, marcada por el contagio de peste sufrido en aquella ciudad, hasta su óbito en 1688. Estas etapas vienen definidas, respectivamente, por el esplendor profesional y el revisionismo de los tipos iconográficos ya convertidos en receta de taller. Cabe destacar que nunca perdió Mena el horizonte creativo de su maestro, que se hizo incluso más patente en la época final de su vida. La marcha a Málaga, seguramente a instancias del propio Cano, se relaciona con el proyecto de terminación de la sillería de coro de la catedral de Málaga, cuya contrata recayó en él tras la presentación del tablero dedicado a San Lucas. Con su intervención, que finalizaría en 1662, se conformó la más afamada de las sillerías barrocas hispanas: un magno conjunto lignario que a través de sus relieves hagiográficos expresa la voluntad divina y muestra cómo alcanzar la santidad por la contemplación, la ascesis, el magisterio y el martirio.

La fama adquirida con este encargo le animaría a viajar a Toledo y a Madrid entre 1663 y 1664, para cosechar nuevos honores y establecer lazos mercantiles que aseguraran la pervivencia de su recién creado taller malagueño. Fruto de lo primero fue la realización del espléndido San Francisco de Asís de la catedral de Toledo y de lo segundo la célebre Santa María Magdalena Penitente para la Casa Profesa de la Compañía de Jesús, hoy en el Museo del Prado.

Estas obras serán cabeza de una rica serie de tipos iconográficos debidos al maestro o a su taller, como también ocurre con el San Pedro de Alcántara para el convento de San Antón de Granada o sus diversas materializaciones de los temas de San Francisco, Santa Clara, San Antonio de Padua, San José, el Niño Jesús o la Inmaculada, lo que revela la amplitud de miras de un taller que dejó obra para lugares tan dispares como Granada, Alcalá de Henares, Madrid, Marchena, Sevilla, Toledo, Guadalajara, Salamanca, Cuenca, Murcia, Méjico o Lima, a la vez que se observa una calidad desigual –pero siempre aceptable- en la producción de series devocionales que aseguraría el trabajo de sus discípulos a su muerte.

Resalta en nuestro escultor el diferente interés en función del patronazgo, precio o excepcionalidad del encargo. Cabe mencionar a este respecto las dos grandes obras que talló para el convento malacitano de Santo Domingo a su vuelta de la Corte, por encargo del obispo fray Alonso de Santo Tomás, ambas por desgracia perdida tras los sucesos de 1931. El Cristo de la Buena Muerte fue una obra de exquisita ponderación clásica, paralelo al gran Cristo de la Misericordia de José de Mora en la parroquial granadina de San José y muestra de hasta qué punto los discípulos de Cano supieron aprovechar sus enseñanzas, forjándose así dos de las obras cimeras de este tema en el barroco andaluz. No se prodigó mucho en la ejecución de crucificados, pero la otra efigie, su Virgen de Belén, daría lugar a diferentes versiones, de menor calidad.

Otras muestras de altísima calidad y promoción áulica serían los retratos de los Reyes Católicos (1674-1677) para la capilla mayor de la Catedral de Granada, repercusión última de un tipo de escultura que pasa por el clasicismo expresivo de Siloe y el purismo cortesano de los Leoni. Son obras tan excepcionales como es el hecho de que se hayan conservado los dibujos preparatorios realizados de mano del escultor, el del monarca en la Universidad de Leyden y del de la reina en el Getty Museum de Los Ángeles. Si se comparan con su modesta réplica para el retablo de la Virgen de los Reyes, en la catedral de Málaga, se constata la importancia del mecenazgo.

El arte de Mena aunó las demandas de representatividad y prestigio de las clases elitistas con los intereses pietistas. Su fecunda serie de bustos de Ecce Homo y Dolorosa (Descalzas Reales y Museo de Artes Decorativas de Madrid, Casa Profesa de la Compañía de Méjico, entre otros muchos), deudores de las experiencias de los Hermanos García y de Cano, son imágenes de oratorio lacrimosas y más altivas que resignadas, que encajarían muy bien en la oratoria sagrada de la época, habiéndose resaltado su relación con los sermones del malagueño José de Barcia Zambrana. Y lo mismo ocurre en una faceta poco conocida o valorada del maestro: la imaginería procesional pasionista, como el San Elías de Alcaudete (Jaén), o las imágenes de Jesús de la Humildad y del Lavatorio de Lucena (Córdoba).

La etapa final de su producción arranca a partir de la terrible epidemia de peste de 1679, enfermedad que casi le costó la vida. Estos últimos años se prodiga más la producción de taller que la personal, aunque surgen de su mano estimables obras, como las que hizo para la capilla funeraria del obispo fray Alonso de Medina y Salizanes en la catedral de Córdoba, su Virgen de Belén para la catedral de Cuenca o la pareja de San Bernardo y San Benito para el Císter de Granada, fundado en 1683 por, entre otras religiosas, dos hijas del artífice.

A su muerte, la fama de su taller no se extinguiría, como paradigma del hacer del maestro imaginero. Quedó bajo la dirección del mejor de sus discípulos, Miguel Félix de Zayas. Los tipos iconográficos y estilemas creados por Pedro de Mena se prolongarían hasta el siglo XVIII de la mano de Fernando Ortiz, discípulo a su vez de aquél.

Autor: José Policarpo Cruz Cabrera

Bibliografía

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GILA MEDINA, Lázaro, El escultor Pedro de Mena, Madrid, Arco Libros, 2007.

GILA MEDINA, Lázaro, GALISTEO MARTÍNEZ, José, Pedro de Mena: documentos y textos, Málaga, Universidad, 2003.

ORUETA, Ricardo de, La vida y la obra de Pedro de Mena y Medrano, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1914. Reedición por la Universidad de Málaga, 1989.

Pedro de Mena y su época, Actas del Simposio Nacional celebrado en Granada y Málaga en 1989, Junta de Andalucía, 1990.

Pedro de Mena. III Centenario de su muerte 1688-1988, Catálogo de la exposición celebrada en la catedral de Málaga en abril de 1989, Junta de Andalucía, 1989.