Los conflictos relacionados con el matrimonio nacen al tiempo de su configuración: una andadura que comienza cuando un  hombre y una mujer intercambian palabras recíprocas de futuro, es decir, cuando acuerdan, de mutua conformidad, formalizar su relación ante Dios, per verba praesenti, en tiempo venidero. Será sólo en este momento, cuando expresen su consentimiento de recibirse como esposos ante la Iglesia y testigos, cuando el sacramento quede plenamente constituido y la unión adquiera absoluta legalidad.

No obstante, dado que el elemento constitutivo y esencial del matrimonio –así queda recogido en el Concilio de Trento- es la voluntad de los contrayentes, la sociedad moderna mantendrá la creencia pretridentina de que la simple promesa servía como punto de partida para el funcionamiento de conductas reservadas a la vida conyugal. En otras palabras, el matrimonio será entendido como un proceso formado por distintas fases, cada una de las cuales tiende a afianzar una unión que comienza a construirse desde la etapa del noviazgo. El resultado: si la unidad marital arranca con la promesa de casamiento, las llanezas y relaciones carnales entre desposados se inician con ella. La cópula prematrimonial, percibida por la Iglesia como pecado mortal, será vista por los infractores –y por su entorno familiar y social- como un acto admisible; y esto, no porque entiendan que la libertad sexual entre solteros quede al margen de la reprobación moral, sino –precisamente- porque entenderán que entre ellos ya media un vínculo similar al de los casados en el altar.

El discurso moral de los siglos XVII y XVIII pretendió reformar estas costumbres entendidas como “descarriadas” o “desordenadas” de los fieles; sin embargo, los resultados quedaron lejos de la perseguida observancia. Se satisfacían los impulsos carnales, y se mantenían las relaciones prematrimoniales, sin tomar en consideración las limitaciones impuestas por la Iglesia. Los noviazgos, pese a lo dictado por la norma, no dejaron de ser vistos como espacios adecuados para las relaciones íntimas, hecho probado tanto por los altos índices de ilegitimidad de la época, como por las peticiones de dispensa eclesiástica para el matrimonio entre sujetos emparentados que alegaban haber mantenido contacto carnal previo. La limitación de la sexualidad al tiempo del matrimonio por palabras de presente será un proceso progresivo y lento, introducido en los hábitos de los feligreses únicamente con el transcurrir del tiempo.

Muchos de estos encuentros tuvieron como principio el empeño de los varones de encontrar compañera sexual. La coquetería y el galanteo inicial, seguido del inicio de una comunicación más formal bajo palabra de casamiento, garantizaba –en muchos casos- el acceso a la mujer. De poco servirían las insistencias de moralistas como Antonio de Solís, Juan Esteban o Alonso de Andrade –por citar sólo a algunos- de guardar a las mujeres para evitar los galanteos y propuestas indebidas, pues no serían excesivas las barreras a sortear para tener acceso a las pretendidas, manifestar gustos e inclinaciones y, en última instancia, ofrecer palabra de matrimonio. A partir de ese momento -el de la otorgación de la promesa-, seguro de la honra femenina, ellas también requerirían la compañía y cercanía de sus esposos, sintiéndose autorizadas para relajar los resortes del autocontrol sexual.

Llevada a este punto la intimidad entre los prometidos, caso de no culminar esta etapa de noviazgo y trato en verdadero matrimonio, desatendido el acuerdo contraído, la doncella  (que ya no era) quedaba estuprada, burlada. Toda una vida de decencia y recato se veía entonces irremediablemente empañada por creer en unas nupcias que finalmente no llegarían a efectuarse. La solución: reclamar a la justicia la restitución de la honra mediante la imposición del enlace in facie ecclesiae, forma más segura y efectiva de resarcir el daño padecido por haber entregado sus cuerpos a quienes –habían creído que iban a ser –que eran ya- sus futuros esposos.

Para la justicia moderna el promotor de la afrenta –en el supuesto de haberla- será comúnmente el varón, participando la mujer únicamente como víctima en los procesos o, en todo caso, como colaboradora. Atañerá al tribunal sopesar el alcance de su disposición y rendición al varón, así como la veracidad de las pruebas presentadas para demostrar el daño perpetrado por el presunto culpable. Para convencer a los estrados, las demandantes (en su nombre sus tutores masculinos) y sus procuradores se esforzarán por demostrar la virtud y honorabilidad que las había acompañado desde su nacimiento hasta el inicio del galanteo con el demandado, construyendo en torno a sí la imagen de una resistencia femenina sólo vencible bajo palabra de casamiento.

En cualquier caso, no todas las querellas recibirán la misma atención por parte del poder. La importancia del delito y réplica concedida a la acusación dependerá de la “calidad” de la engañada, requiriendo menor reparación las mujeres de dudosa credibilidad o de extracción social humilde, así como aquellas que no pudieran probar con suficiente número de testigos la existencia de un verdadero compromiso matrimonial entre las partes.

Sea como fuere, no abundaron condenas dictadas por el tribunal judicial (civil o eclesiástico). Considerando las posibles desavenencias de estos matrimonios así forzados, solía optarse por la busca de “composiciones” o “acuerdos” privados así como por el desistimiento de la querella.. Serán comunes las litigantes que abandonarán la causa sin esperar la llegada de una sentencia definitiva. Las causas: la oposición formal de la parte demandada a contraer matrimonio, las incomodidades de un proceso excesivamente largo, la posibilidad de localizar un nuevo pretendiente con el que pasar por el altar, o la percepción de una compensación económica por parte del acusado o de su entorno. Los acuerdos privados entre las partes en litigio se perfilaron como una solución satisfactoria ante la sospecha de no lograr una resolución satisfactoria a las pretensiones de matrimonio, así como una vía de escape para los acusados..

Resta señalar que el engaño perpetrado mediante la concesión de promesa de matrimonio no fue la única causa de apertura de expedientes judiciales por incumplimiento de palabras de casamiento. Resulta asimismo frecuente localizar litigios incoados por jóvenes que denuncian el estricto gobierno de la parentela sobre sus inclinaciones sentimentales. Si bien el Concilio de Trento determinó no ser indispensable la aquiescencia paterna para la validez del sacramento (aunque sí recomendará tener en cuenta su consejo y evitar, en la medida de lo posible, actuar en contra de sus recomendaciones), conocemos las violencias –físicas y verbales- padecidas por algunos de los jóvenes que desatendieron los consejos paternos en materia matrimonial; así como otras estrategias desarrolladas por los familiares para obstaculizar la consecución del enlace de los jóvenes insumisos, tales como la presentación de falsas e interesadas demandas de palabra de casamiento presuntamente concedidas con anterioridad a la ahora juzgada, el alejamiento del hijo díscolo, o la ocultación de la hija “enamorada”. El mantenimiento del lustre, el honor y/o la riqueza familiar exigían sacrificios inevitables, y los dirigentes de los distintos hogares no se mostraban dispuestos a aceptar unas inclinaciones contrarias a sus planes. Ante estas situaciones los tribunales actuarán en socorro de las voluntades subyugadas, concediendo el beneplácito requerido para la licitud de la unión.

Autora: Marta Ruiz Sastre

Bibliografía

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