La capacidad de atracción de comunidades extranjeras de muy diversa proveniencia por parte de Andalucía por encima de otras regiones de la Península Ibérica se pone de manifiesto en la abigarrada presencia de franceses, portugueses, flamencos, alemanes, irlandeses, genoveses y florentinos entre otros en las ciudades andaluzas desde la Edad Media. Una afluencia que no hizo sino aumentar en los siglos modernos ante el desarrollo de los tráficos mercantiles y financieros internacionales, la mejora en los transportes y las inmensas posibilidades que ofrecía el comercio con las Indias.
La naturalización y avecindamiento de extranjeros son procesos que nacen de las diferencias que los contemporáneos establecían entre los forasteros y los “naturales”. El “natural”, a diferencia del extranjero, gozaba de privilegios específicos, como el acceso a beneficios eclesiásticos o a cargos públicos (la llamada “reserva de oficio”) o el uso de los terrenos comunales. Al mismo tiempo, el natural poseía obligaciones como el pago de impuestos. Los distintos derechos y obligaciones asociados a las categorías de “natural” y de “extranjero” explican que la adscripción a una u otra estuviera siempre sujeta a un interés, bien por parte del sujeto, bien por parte de la comunidad local o del rey.
Así, los soberanos podían estipular “composiciones” de extranjeros (licencias concedidas por el rey a algunos extranjeros a cambio de una suma para que pudieran continuar en Indias o ejerciendo una actividad reservada tradicionalmente a naturales) en un momento de necesidad económica; o bien solicitar a las autoridades virreinales listas de los habitantes en Indias en las que figurara la procedencia de los mismos, como las requeridas en 1606 en consonancia con la política de guerra económica que la Monarquía Hispánica llevaba a cabo contra los holandeses. Igualmente, los reyes podían naturalizar a un extranjero para recompensarlo por un servicio prestado con el objeto de que este pudiera acceder a los oficios de una determinada comunidad local. En lo que se refiere a las ciudades, estas protagonizaron numerosos conflictos con el monarca por haber recompensado con carta de naturaleza los servicios de ciertos extranjeros que, a juicio de las autoridades locales, no reunían los requisitos generalmente aceptados para ser considerados naturales y que, por tanto, amenazaban los intereses de los autóctonos. Asimismo, algunos extranjeros, como los genoveses en Sevilla o en Málaga, podían no estar interesados en ser considerados naturales para evitar el pago de impuestos o la pérdida de los privilegios seculares que poseía la “nación” ligur de la ciudad. Al mismo tiempo, el estatus de nación privilegiada del genovés, la indudable fe católica que exhibía, su habitus aristocrático o su casamiento con una natural de la ciudad podían constituir factores que hicieran innecesaria la obtención de la naturaleza de manera oficial, puesto que dichos factores propiciaban que el sujeto fuera considerado y tratado como natural por parte de la comunidad local. De hecho, es bien conocido el fenómeno por el que los genoveses continuaron participando en los tráficos comerciales americanos o embarcándose para las Indias sin grandes dificultades, a pesar de las prohibiciones establecidas contra los extranjeros a este respecto sobre todo desde finales del siglo XVI.
La definición de los requisitos para ser considerado “natural” fue el resultado de un largo proceso en el que intervinieron diversos elementos como el “ius commune”, que comprendía el Derecho Romano justinianeo y el derecho feudal; los textos legislativos medievales y modernos como las “Siete Partidas” del siglo XIII, la cédula de los Reyes Católicos de 1499, las reales Cédulas de 1561 y 1562, la “Nueva Recopilación” de 1567o las Reales Cédulas de 1592, 1608, 1616, 1618, 1620 y 1645; y los tratados teóricos de diversos expertos escritos a lo largo de los siglos XVI y XVII. Prácticamente, todas estas fuentes coincidían en que entre las principales máximas que determinaban la condición de natural de un individuo se encontraba el nacimiento en el reino o la residencia prolongada en el mismo (que oscilaba entre un mínimo de 10 años y un máximo de 20) casado con una mujer natural y con una casa abierta de propiedad. Se trataba de circunstancias que predisponían al sujeto a ser fiel a la comunidad y a amarla y que, puesto que eran condiciones que solo podían comprobarse en la escala local, donde el individuo residía, permiten conectar la condición de natural (naturalización) con la de vecino (avecindamiento).
Partiendo de los requisitos precisados, los extranjeros podían “naturalizarse” por la vía oficial bien obteniendo una carta de naturaleza del Rey o bien consiguiendo la carta de vecino de la comunidad local. Los dos procesos de naturalización oficiales suponían dos visiones muy distintas del reino: una, la del rey, que lo concebía como un conjunto de sujetos unidos por el soberano; y otra, la de la comunidad local, que lo percibía como un conjunto de comunidades locales compuestas por miembros unidos entre sí por diversos lazos.
Los enfrentamientos con las ciudades que originó la liberalidad del monarca en la concesión de cartas de naturaleza a ciertos extranjeros motivó que, en ciertos casos, estas se concedieran exclusivamente para el ejercicio de uno de los derechos inherentes a los naturales, como por ejemplo, el comercio con Indias, mientras que otros derechos, como el acceso a los cargos públicos que las comunidades locales defendían celosamente, permanecerían vedados.
A pesar de la importancia y de la aceptación generalizada de los requisitos para ser considerado natural, su cumplimiento no siempre bastaba, sino que más bien constituía una prueba tangible de la voluntad del sujeto de permanecer en dicha comunidad y de asumir sus obligaciones como miembros de la misma. Es decir, en el momento en el que existiera una sola prueba que, en un determinado momento político y económico, pusiera en tela de juicio la integración y la intención del extranjero de ser un buen vecino, dicho sujeto sería considerado foráneo a todos los efectos a pesar del cumplimiento de las condiciones establecidas. La voluntad de asimilarse y de integrarse era mucho más importante que los requisitos de nacimiento, residencia, matrimonio y posesión de propiedades. Un factor que explica que a minorías con usos propios o religiones diferentes a los de la comunidad (católica en el caso hispánico), como fueron los conversos, gitanos o moriscos, se les atribuyera una falta de lealtad o de voluntad de integración que, a todas luces, los definía como extranjeros. A su vez, la relevancia que poseía la intención del sujeto de quedarse en la comunidad local justificaba que el abandono del lugar en el que se ha nacido por un largo período de tiempo supusiera la pérdida del estatus de natural. Por tanto, no eran las leyes o la posesión de una carta de naturaleza o de vecindad las que definían la condición de natural o extranjero, sino más bien las prácticas sociales desarrolladas desde abajo por los sujetos y las interacciones cotidianas que mantenían con otros individuos, autoridades y corporaciones (se trata de la llamada “naturalización por integración o prescripción”). El rey o las autoridades locales podían intervenir en la administración de la condición de natural, pero era solo un fenómeno excepcional y siempre vinculado a intereses concretos o a momentos de crisis (competencia o fracaso de la negociación) en los que los miembros de la comunidad local solicitaban una mayor protección frente a los extranjeros.
Esta situación se mantuvo al menos hasta el siglo XVIII cuando en 1716, el gobierno borbónico creó la llamada “Junta de Extranjeros” para diferenciar entre los extranjeros “transeúntes”, a los que se aplicaría el fuero de extranjería, y los “avecindados y arraigados”, que serían considerados naturales a todos los efectos. Las autoridades locales hallaron grandes dificultades para aplicar los criterios que, hasta el momento, se habían utilizado para identificar a los naturales, ya que muchos extranjeros que los cumplían no deseaban ser considerados naturales para evitar así las obligaciones inherentes a dicho estatus. Otros sin embargo se declaraban extranjeros para el desempeño de oficios públicos, pero no para el pago de impuestos. Ante los múltiples inconvenientes que se derivaron, en 1764 la Corona decidió que los extranjeros declararan oralmente su estado (transeúnte o integrado) solo una vez y ordenó que, a partir de entonces, el estado declarado fuera el asignado permitiéndose solamente su modificación si se trataba de pasar de “transeúnte” a “integrado”. En 1791 un Real Decreto ordenaba a las comunidades locales que aceptaran como vecinos a los forasteros que se habían declarado “integrados”. La medida señaló un antes y después en la concepción de la extranjería y de la naturaleza: si bien antes la condición de “natural” provenía de la observación en la comunidad en la que el individuo residía del comportamiento del candidato y de los requisitos legales mencionados, a partir de entonces bastaría la declaración oral para determinar la calidad de “natural” o de “extranjero”. Se rompía, con ello, la vinculación entre naturaleza y vecindad que antes había dominado, síntoma del establecimiento de un nuevo equilibrio entre las comunidades, el reino y el soberano a finales del siglo XVIII.
Autora: Yasmina Rocío Ben Yessef Garfia
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