La figura del obispo D. Miguel Antonio de Benavides y Piedrola ha quedado asociada a unos complejos problemas jurisdiccionales que demuestran el robusto carácter de un jienense infatigable en sus pretensiones, tachado por sus contrarios de orgulloso, testarudo e incluso violento, pero que nada ni nadie pudo doblegar en su firme compromiso con la defensa de la dignidad episcopal e inmunidad de la Iglesia.  Miguel Antonio Benavides y Piedrola nació en Andújar hacia 1643, aunque no se sepan con certeza sus orígenes debió estar emparentado con las importantes familias nobiliarias del lugar de los Piedrola y Benavides. Estudió en el Colegio mayor de Cuenca en Salamanca, fue catedrático de teología, canónigo de Badajoz y en marzo de 1681 recibió el nombramiento episcopal para la sede de Cartagena de Indias. Para el año siguiente ya había tomado posesión de su sede y pronto comenzaría una tormenta jurisdiccional que retumbaría en la Corte española e incluso en la papal, poniendo a prueba la maraña de instituciones del imperio de los Austrias.

Lo que comenzó con un problema de jurisdicción sobre las monjas clarisas de la ciudad de Cartagena de Indias, se convirtió rápidamente en una agria disputa entre todas las instituciones de la burocracia colonial. En 1682 el obispo asumió la dirección del convento de clarisas, mientras que los frailes franciscanos, quienes hasta el momento administraban la rama femenina de la ciudad, acudieron al gobernador y a la Audiencia de Santafé, la cual resolvió a favor de los frailes. En la ciudad, alborotada por la situación, se formaron dos bandos: partidarios del prelado de un lado, franciscanos, gobernador, y algunos clérigos de otro. La tensión fue en aumento sin que tardaran mucho en aparecer los primeros enfrentamientos entre ambos bandos. Las monjas se atrincheraron en su convento y allí resistieron todos los envites y el duro asedio al que fueron sometidas por las autoridades civiles y franciscanos. La amenaza de cessatio a divinis o entredicho se cernía sobre la ciudad, es decir, el obispo prohibiría la celebración de cualquier acto religioso, que finalmente se llevó a cabo en las fechas en las que se celebraba la Semana Santa.

La situación, que ya rebasaba los límites de lo extraordinario, lejos de calmarse, se encendió aún más con la entrada de un tercero en discordia: el inquisidor D. Francisco de Valera quien tras intentar poner paz, doblegando la actitud del prelado, se sumó al de sus contrarios. De modo que el obispo se negaba en transigir en lo más mínimo queriendo no sólo que todo volviera al estado anterior, sino que le fuesen reparadas todas las injurias a las que había sido sometido. Por su parte, la Audiencia de Santafé intentó poner orden en una clara intromisión en la jurisdicción eclesiástica al mandar deponer al obispo y obligar al cabildo catedralicio a que declarara la sede vacante. Además, se sumó un nuevo incidente, justo cuando el obispo Benavides parecía capitular, apareció el prelado vecino de Santa Marta, Diego de Baños, corrigiendo las censuras y excomuniones de Benavides. Las excomuniones se lanzaron entre ambos prelados, alcanzando incluso al propio inquisidor, quien a partir de ese momento actuaría con persecuciones sobre todo aquel que apoyara la causa del obispo cartagenero.

Mientras tanto, llegaron a la ciudad las resoluciones papales que daban la razón a Benavides y poco después hacían lo mismo las provenientes del Consejo de Indias. No obstante, el infatigable prelado cartagenero consideraba insuficientes las penas contra aquellos que se habían excedido. Con ello se abría un segundo periodo del conflicto, ahora en otro escenario, con el propósito de conseguir un castigo acorde a las graves intromisiones jurisdiccionales y agravios cometidos contra la dignidad episcopal.

Convencido de que las heridas abiertas no se iban a cerrar si personalmente no conseguía la reparación del daño, Benavides decidió dirigirse directamente a Roma. En 1689 se embarcó de incógnito rumbo a Jamaica para pasar después a La Habana donde recibiría una orden real para que acudiera a la Corte de Madrid. Arribó en Sanlúcar de Barrameda en 1692, pasando después por su pueblo natal de Andújar. Poco tiempo pasó en la Península, pues cumpliendo sus primeras intenciones, alcanzó la corte papal disfrazado de clérigo. Después de una larga espera, y con la sombra de los agentes españoles tras sus pasos, logró en 1696 la convocatoria de una congregación de cardenales para tratar su caso. Por su parte, la Corona se encontraba en una difícil situación pues tenía que lidiar en una disputa que podía derivar en una resolución que dañara las prerrogativas del Patronato Regio. La situación para la Santa Sede tampoco era fácil al tener que actuar contra los excesos de dos instituciones ajenas a su jurisdicción y dependientes de la Corona: la Audiencia de Santafé y el tribunal de la Inquisición. A la complicada situación se le sumó  el inicio de la Guerra de Sucesión con una nueva dinastía que necesitaba el reconocimiento de Roma.

La solución para atajar el problema pasó por obligar al prelado a aceptar un nuevo destino como obispo de La Paz. La respuesta de Roma se emitió en 1704 castigando los excesos cometidos contra la jurisdicción del prelado. Sin embargo, infatigable en sus pretensiones, no aceptó ni el traslado ni la resolución papal, pues intuía que caería en saco roto. La situación cada vez más tensa, obligó a la Santa Sede a conminar la salida del prelado de Roma, que formalizó a fines de 1707, cuando arribó al puerto de Barcelona. Allí pasaría sus últimos años de vida sin poder realizar el viaje de vuelta a la sede cartagenera, a la que nunca quiso renunciar, ni tampoco ceder en su empeño de conseguir un severo castigo para sus adversarios,  quienes resultaron inmunes. En 1708, cuando veía cercanos sus últimos años de vida, escribió una oración a la virgen, la cual firmó como obispo de Cartagena de Indias: “muy valedor de la dignidad pontificia y de la libertad eclesiástica y su incansable defensor”. Pocos años después moría presumiblemente en Barcelona en torno a 1712 o 1713, sin haber conseguido el motivo que lo alejó de su iglesia de Cartagena de Indias pero incansable en la defensa del cargo que había ostentado.

Autor: Manuel Serrano García

Bibliografía

LEMAITRE ROMÁN, Eduardo, Historia General de Cartagena, T. II., Banco de la República, Bogotá, 1983.

MARTÍNEZ REYES, Gabriel, Cartas de los obispos de Cartagena de Indias durante el periodo hispánico 1534-1820, Zuloaga,  Medellín, 1986.

PACHECO, Juan Manuel, (S.J.), “Historia eclesiástica de Colombia”, en Historia extensa de Colombia, vol. XIII, T. II, “La consolidación de la Iglesia. Siglo XVII”, Ed, Lerner, Bogotá, 1975.

SERRANO GARCÍA, Manuel, “El obispado de Cartagena de Indias en el siglo XVIII (Iglesia y poder en la Cartagena colonial)” Tesis doctoral, Sevilla, 2015.