La cordobesa Magdalena de la Cruz se perfila como mujer icónica con proyección perdurable en el catolicismo europeo del siglo XVI. Considerada santa viva durante más de veinte años, modeló después el arquetipo de “falsa santa” y monja diabólica que fue esgrimido por la Contrarreforma frente a las experiencias carismáticas femeninas. Tras ser procesada por la Inquisición, acabó sus días como la ejemplar penitente arrepentida.
Nació en Aguilar hacia 1487, en familia humilde. A los cinco años comenzó a tener apariciones y a los doce ya era considerada santa por el pueblo y los «grandes y señores de la tierra». Con diecisiete ingresó en el monasterio de clarisas descalzas de Santa Isabel de los Ángeles de Córdoba. Allí se dio a conocer como profetisa hacia 1520 anunciando acontecimientos políticos como el alzamiento de las comunidades, la prisión del rey de Francia o la boda del emperador Carlos, además de intervenir en asuntos de la orden franciscana. Ello favoreció su promoción como monja discreta en 1523.
Comenzó a ser considerada santa y a gozar del apoyo del poder. La emperatriz Isabel se carteaba con ella solicitando sus oraciones y en 1527 le envió las ropas del recién nacido príncipe Felipe para que las bendijera. También fue notable su proyección popular urbana. Todo culminó con su elección como abadesa en 1533 y su reelección en 1536 y 1539. No fue fácil por no pertenecer a la nobleza y suscitar dudas entre las monjas y los superiores franciscanos, pero salió airosa de todas las pruebas a que fue sometida.
Magdalena contribuyó a crear el nuevo rol político femenino de abadesa carismática partícipe del juego social. Como abadesa santa intensificó su vida de perfección y sus dones carismáticos, se convirtió en taumaturga y en reliquia viviente objeto de culto, y su fama se difundió por todo el imperio español. Destacaban su comportamiento modélico, ascetismo extremo e intensa piedad eucarística, pero sobre todo lo extraordinario en su vida. La sagrada forma volaba a su boca desde el altar, se arrobaba y elevaba y llegó a recibir los estigmas; hacía milagros y salvaba ánimas protagonizando impactantes acciones en el purgatorio. Comenzó a ser objeto de culto y partes de su cuerpo u objetos con él relacionados se consideraron reliquias. Incluso, los marineros la invocaban porque calmaba las tempestades.
Muchos querían conocerla e intensificó su vínculo con los poderosos brindando apoyo carismático a la política carolina y a la reformada orden franciscana, soporte fundamental del emperador. Mientras el papa le pedía que rezase por el mundo cristiano, Carlos V, al partir en expedición a Túnez en 1535, envió su bandera a Córdoba para que la bendijese. Cada vez eran más frecuentes las visitas de altos cargos que, además de sus oraciones, solicitaban consejos y guía: así el arzobispo de Sevilla don Alfonso Manrique, el general franciscano Francisco de los Ángeles Quiñones o el nuncio Juan Reggio. Un contemporáneo afirmaba: “oía cosas que me causaban admiración y veía que todo el pueblo no trataba de otra cosa que de su santidad, y no sólo el pueblo, sino personas de calidad, así como cardenales, arzobispos, obispos, duques, condes y señores muy principales, letrados, religiosos de todas órdenes”.
Su relación con la comunidad monástica no parece haber sido fácil. Favoreció sus intereses asegurando su autonomía económica y de gestión dado que vivía de limosnas por su opción descalza y ella incrementó su afluencia. Reedificó el edificio y aseguró que los que allí se enterrasen se salvarían. Pero las fuentes señalan que su fama la envaneció separándola de sus hermanas. Es difícil valorar unos datos que subrayan su autoritarismo y «áspera condiçión» para con las monjas o que muestran acciones transgresoras. Habría llegado a decir a la gente que todos los abades y frailes tenían mancebas y que esto no era pecado; hizo comer carne a una persona en día vedado y a otras hizo trabajar; en una ocasión en que la hostia había volado a su boca, dijo que una mujer se la había traído; estuvo mucho tiempo sin confesar ni comulgar porque decía que no tenía necesidad o afirmaba que había recibido de Cristo el don de la perpetua virginidad. Se menciona incluso un supuesto embarazo y parto que ella presentó como milagro «hablando por ser tenida por santa». Por todas estas razones, las monjas no la reeligieron abadesa en 1542.
Magdalena comenzó entonces a perjudicar los intereses del monasterio quedándose con las limosnas que recibía como santa. Y las monjas empezaron a ver cosas extrañas: su celda cercada por cabrones negros, un hombre negro muy feo que la acompañaba y un mancebo que la reprendía. La denunciaron a los superiores franciscanos y el provincial ordenó recluirla en la cárcel monástica. Tras caer gravemente enferma, el médico recomendó que hiciese confesión. Según los testimonios, dos demonios comenzaron a hablar por ella reconociendo que la habían acompañado durante años. Después, la propia Magdalena confesó que eran sus familiares, y que había hecho pacto y amistad con el que la acompañaba desde los cinco años a cambio de que le proporcionase honra y fama. Se había visto obligada a tener trato carnal con él y con un hombre negro feo “desdonado”. Todas sus muestras de santidad eran falsas.
La Inquisición decidió encargarse del asunto considerándolo caso de herejía por tratarse de pacto diabólico. Magdalena estuvo encerrada en sus cárceles un año y medio. En el proceso relató la historia de su vida formulando un nuevo modelo como falsa santa o santa al revés que coincide con contenidos asociados a la imagen de la bruja por los tratadistas de la época, entre ellos el franciscano Martín de Castañega. Tras su petición de misericordia al Santo Oficio con el argumento de haber sido engañada y subrayando la calidad de su hábito y religión, recibió un castigo leve. A la espera de que se convirtiese y salvase su alma, fue condenada a destierro perpetuo en Santa Clara de Andújar. La privaron de voz activa y pasiva y la inhabilitaron para votar o ser votada a cargos de la comunidad; se estableció también que ocupase el último lugar entre las religiosas, tanto en el coro como en el capítulo y refectorio; todos los viernes del año debía comer a la manera de las monjas que hacían penitencia; no podía hablar con persona alguna salvo las monjas, su provincial o el visitador sin licencia del Santo Oficio; durante tres años no podía comulgar si no fuera con grandísima necesidad y con licencia del tribunal; nunca más podría llevar velo y otras penitencias que se le darían. Todo ello so pena de ser tenida por relapsa y excomulgada.
El auto de fe se celebró en la catedral de Córdoba el día de la Cruz de 1546 ante el obispo don Leopoldo de Austria. Magdalena salió de la cárcel con una vela encendida en las manos, una mordaza en la lengua y una soga en la garganta, vestida con el hábito de clarisa pero sin el velo. En la catedral, sobre un cadalso, asistió a la misa y al sermón de fray Juan Navarro, que le dijo: “Ahora sí, Magdalena de la Cruz, que tenéis buena ocasión de ser santa, pues os ha humillado Dios y dado a conocer para que vos os conozcáis y le busquéis”. Tras la lectura pública del extracto del proceso por un secretario de la Inquisición, se pronunció la sentencia definitiva.
Según las crónicas, en Santa Clara de Andújar cumplió fielmente su sentencia e invirtió sus últimos años en muchas penitencias, ayunos y mortificaciones. Destacó por su gran humildad. Pedía que en los actos comunitarios su asiento estuviese detrás de las novicias para que la despreciasen y se obligaba a trabajar aunque no se lo ordenasen. Apenas comía, nunca volvió a probar la carne y su ración la daba de limosna a los pobres; cosía y remendaba a toda religiosa que lo necesitase y para eso llevaba siempre en la manga aguja, tijeras y pedazuelos de paño y lienzo; de día prácticamente no salía del coro y pasaba las noches enteras orando y pidiendo misericordia. Guardaba perpetuo silencio. Siguió siendo muy perseguida por el demonio, pero ella se mantuvo en la virtud gracias a la constancia en la oración, la comunión semanal y las recias disciplinas. Una Nochebuena, yendo al coro a maitines, una religiosa vio un negrillo que iba tras ella y lo vieron en esta forma otras veces. En su vejez solían verla dando golpes con un bastón que llevaba, mientras decía: “vete, maldito”.
Cuando enfermó y supo que iba a morir, inició una confesión general que le duró casi todo un año. Falleció el 27 de diciembre de 1560, a los ochenta años. Aunque Magdalena pasó a ejemplificar el nuevo modelo de falsa santidad y se convirtió en una figura reprobable y temida en la Iglesia –es famosa la advertencia recibida por Teresa de Jesús en este sentido-, la tradición franciscana quiso reivindicarla santificando sus años finales. En una llamativa operación hagiográfica, Magdalena figura en el Martirologio franciscano: tras la falsa santidad “a diabolo decepta”, “dignos fecit poenitentiae fructus et sanctissime vitam finivit”.
Autora: María del Mar Graña Cid
Bibliografía
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