Desde finales del siglo XVI y a lo largo del XVII, las tierras andaluzas, al igual que muchos otros puntos de la corona de Castilla, recibieron amplios contingentes de cristãos novos, esto es, de judeoconversos oriundos de Portugal. El fenómeno alcanzó tal intensidad y significación que, desde determinado punto de vista, el seiscientos ha sido definido como la etapa de los cristianos nuevos portugueses.
Varias son las causas que ayudan a entender este flujo migratorio. Por un lado, hay que considerar la ferocidad que, durante la segunda mitad del siglo XVI y en respuesta al clamor popular y clerical, demostraba el Santo Oficio lusitano en la represión de la herejía judaizante. A ello se sumaba una coyuntura económica depresiva en el reino vecino -crisis de subsistencias, presión demográfica, declinación del imperio luso de ultramar, que ya acusaba la competencia de Inglaterra y Holanda-, lo que indujo a numerosos judeoconversos, sobre todo quienes frecuentaban por motivos profesionales ámbitos comerciales de diferente calibre, a acariciar la idea de marchar a enclaves con perspectivas de futuro más halagüeñas, como lo era Andalucía. Por si este conjunto de circunstancias no bastaran, la incorporación de Portugal a los dominios hispánicos en 1580 iba a acrecentar de manera definitiva la llegada de neocristianos portugueses, ya que estos no dudaron en aprovechar la desaparición –pasajera– de los obstáculos fronterizos para optimizar sus condiciones vitales. El panorama no podía ser más propicio para esa emigración masiva, que, no obstante, experimentaría un último impulso durante el valimiento del conde duque de Olivares (1622-1643). En efecto, el favorito de Felipe IV, en su propósito de sanear la alicaída hacienda hispana, decidió desarrollar una política de colaboración con los homens de negócios lusos, un acercamiento que se tradujo en ciertos beneficios para el conjunto de la minoría y que alentaría a no pocos judeoportugueses a trasladarse hasta suelo castellano.
Ni que decir tiene que la región andaluza se alzaría como uno de los destinos predilectos para los emigrados, ya que sus características geoeconómicas la convertían en un lugar especialmente atractivo: su estratégica ubicación, constituyendo una especie de enlace entre el Mediterráneo y el Atlántico, así como entre Europa y África; sus buenas comunicaciones con el exterior, particularmente en lo referido a su superficie más llana, el valle del Guadalquivir y la costa; el dinamismo de su actividad comercial, fomentada por una boyante agricultura y una no menos importante artesanía; o el protagonismo andaluz en lo que toca al comercio con América funcionaron como poderosos alicientes.
Sin embargo, aquel aflujo poblacional pronto acarreó problemas en la sociedad de acogida, pues vino a revitalizar, después de una fase de relativo adormecimiento, el añejo problema de los judeoconversos o, más bien, de los judaizantes, es decir, de los falsos convertidos al cristianismo, que profesaban el judaísmo en la clandestinidad. No puede olvidarse que la peculiar trayectoria histórica de los judeoportugueses determinó que muchos de ellos continuaran apegados a la fe de sus mayores: primeramente, descendían, en bastantes casos, de los expulsos en 1492, o de judíos que, con anterioridad a esa fecha, se trasladaron al cercano territorio luso para escapar de las adversidades padecidas en Castilla y Aragón, e incluso de prófugos inquisitoriales. Esto significa que tenían por ascendientes a individuos vigorosamente aferrados al credo judaico, a pesar de los graves perjuicios que para ellos comportaba. Por otra parte, al promulgarse la deportación mosaica de Portugal en 1496-1497, Manuel el Afortunado, para eludir la pérdida de unos súbditos diligentes, trabajadores y buenos contribuyentes, frustró la alternativa emigratoria inicialmente contemplada en el decreto, con lo cual la opción del bautismo presentó, de facto, un carácter obligatorio y coercitivo. Complicando más la situación, a estas cristianizaciones no siguieron campañas de adoctrinamiento, ni tampoco se emprendió una rigurosa labor de fiscalización sobre la rectitud espiritual de los neófitos, pues el soberano portugués se comprometió a no investigarlos en un plazo de dos décadas, luego prorrogado dieciséis años más. De igual modo, las más tempranas actuaciones del Santo Oficio luso, instituido en 1536, sobresalieron por su moderada contención. No extraña, por ende, que en el fuero interno de la mayoría de los cristãos novos instalados en Andalucía la religión judía se mantuviera muy viva. Tanto es así que, para la generalidad de la sociedad andaluza del XVII, el portugués y el judío, sometidos a una identificación inevitable y automática, se transformaron en conceptos sinónimos, en realidades equiparables.
Ahora bien, el judaísmo de estos judaizantes era especial, puesto que, debido al contexto de ocultación y aislamiento en que había de subsistir, no podía ajustarse con estrictez al canon ortodoxo mosaico, y su distorsión con respecto a este resultaba ineludible. La especifidad de este singular judaísmo justifica que sea denominado con un término propio: marranismo, de donde deriva la expresión marranos que se aplica a sus practicantes.
Por lo demás, la nutrida llegada de criptojudíos lusitanos no solamente fue conflictiva por cuestiones religiosas. El diligente y fructífero desenvolvimiento que aquellos hombres mostraban en las ciudades donde se establecían no tardó en suscitar recelos y envidias entre sus vecinos cristianos viejos, pero también entre los judeoconversos castellanos, con los que no siempre entablaron relaciones fluidas. Piénsese que entonces, en pleno siglo xvii, se vivían unos tiempos adversos, de estrecheces, en los que, con relativa facilidad, afloraba la competencia por prosperar y superar las precariedades del momento. En ese estado de rivalidad generalizada, todos luchaban contra todos, incluidos unos judeoconversos contra otros. Numerosos marranos portugueses se asentaron en las poblaciones más dinámicas y pujantes de Andalucía (Sevilla, Granada, Córdoba, Málaga, Antequera…), donde acometieron variados negocios mercantiles y financieros de diversa entidad, a la vez que se introdujeron en la administración local con bastante éxito, asumiendo regidurías, juradurías, fielatos, etc. El ambiente de malestar y desconfianza que se gestó en consecuencia enrareció la coexistencia entre unos y otros, y cada cierto tiempo estallaban episodios de hostilidad. Sabemos, por ejemplo, que en 1637 las calles de Málaga se cubrieron de pasquines, alertando a la ciudadanía sobre la amenaza de los judíos, quienes tramaban adueñarse del país. Obviamente, la crisis desatada en la urbe malagueña con motivo del mortífero contagio pestilencial de ese año hubo de propiciar tal enturbiamiento de las relaciones, máxime hacia un sector de la población que, ya de por sí, despertaba antipatías y que, como ha evidenciado el decurso histórico en infinidad de ocasiones, constituía el perfecto chivo expiatorio en momentos de dificultades. Incluso hay noticia del ataque por parte de habitantes del lugar a un grupo de judeoportugueses que se disponían a abandonar la ciudad por barco, despojándoles de sus pertenencias y resultando heridos varios de ellos.
Por último, fruto de esta importante inmigración de marranos, se intensificaron las redadas inquisitoriales y los procesados por judaización acrecieron su cifra, especialmente tras la caída política de Olivares, a cuya labor de protección hacia la minoría ya hemos hecho mención. Durante la segunda mitad del siglo xvii se celebraron en Andalucía dos autos generales, donde oyeron sus sentencias un alto número de conversos lusos, condenados como herejes judaizantes: el primero de ellos tuvo lugar en Córdoba, el 3 de mayo de 1665, y el segundo en Granada, el 30 de mayo de 1672.
Autora: Lorena Roldán Paz
Bibliografía
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PULIDO SERRANO, Juan Ignacio, Los conversos en España y Portugal, Madrid, Arco Libros, 2003.