En un contexto de auge del capitalismo, en el marco de los Estados modernos en formación del siglo XVI, de difusión de la imprenta en el Occidente europeo y de una cultura lectora promovida en ambientes cortesanos, se observa, en los reinos de España desde mediados del siglo XV, un avance en el interés y dedicación de las mujeres a las letras. El matronazgo que ejercieron las damas lectoras desde la Corte (la reina María de Aragón en la Castilla de Juan II hacia mediados del XV, la propia Isabel la Católica durante el primer renacimiento español o las reinas Isabel de Portugal e Isabel de Valois en los reinados de Carlos V y Felipe II) impulsará diferentes prácticas relacionadas con la cultura escrita y su promoción que se extenderán en círculos sociales aristocráticos. La dedicación de las mujeres al conocimiento se mantendrá, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII y de forma general circunscrita a espacios sociales minoritarios y elitistas tanto por la consideración, predominante en el pensamiento de la época, de unas funciones sociales femeninas reñidas con las ciencias como por el escaso nivel de instrucción formal de la formación de las niñas. Durante el siglo XVIII, especialmente en la segunda mitad del mismo, las ideas respecto a la educación femenina comenzaron a cambiar. La fe en la formación como base del desarrollo económico social del Reino, se tradujo en la defensa por parte de algunos ilustrados de una instrucción para todos, incluidas las mujeres. La necesidad de una formación socialmente útil para las mismas fue defendida por personalidades como Benito Jerónimo Feijoo (Defensa de las Mujeres, Teatro Crítico Universal, 1737), Gaspar Melchor de Jovellanos (Memoria sobre la instrucción pública, 1802) o Pedro Rodríguez Campomanes (Discurso sobre la educación popular, 1774). Los dos primeros incidiendo en la necesidad de desterrar los prejuicios sociales sobre las mujeres, el tercero subrayando la conveniencia de una formación profesional femenina para ese despegue económico que España necesitaba, aunque todos sin cuestionarse que las funciones sociales básicas de las mujeres tenían que ver con la maternidad y el cuidado del hogar. Incluso las ilustradas que, como Josefa Amar y Borbón (Discurso en defensa del talento de las mujeres, 1786), o Inés Joyes (Apología de las mujeres, 1798), destacaron en la demanda de instrucción para las mujeres, se veían obligadas a fundamentarla en la conveniencia que éstas cumplieran mejor con las funciones domésticas que tenían asignadas y, por lo tanto, a justificarla desde esta perspectiva utilitaria. En cualquier caso, estas y otras voces tendrían eco en las primeras y tímidas medidas sobre educación femenina que, en el contexto de la regulación de la enseñanza realizó Carlos III, y concretamente en el establecimiento, en 1783, de 32 escuelas gratuitas en Madrid, así como en la fundación de escuelas de formación profesional para niñas por parte de la Real Sociedad Económica Matritense, proyecto que se materializó en el último cuarto del siglo XVIII. La opinión sobre la necesidad de que la enseñanza primaria se extendiera a las mujeres, también afloró en los programas educativos de algunas fundaciones docentes privadas, en manos de las que estuvo gran parte de la educación, dispersa y local, en los siglos anteriores. En los siglos XVI y XVII, la enseñanza primaria se impartió en las escuelas de primeras letras, en general, bajo el control de los municipios y de la Iglesia, donde se enseñaba a los niños una formación básica –religiosa, uso de la lengua y fundamentos del cálculo-. Las niñas, podían acudir a las Amigas, centros bajo la tutela de una mujer responsable, maestra o no, para recibir unos rudimentos de educación primaria, si bien frecuentemente la educación de las niñas no salía del espacio familiar. En el caso de las mujeres, la sociedad prescribía como apropiados el aprendizaje de las tareas propias de su sexo, los valores morales al uso (castidad, obediencia y sumisión), así como una formación en la doctrina cristiana. Entre los grupos aristocráticos, sin embargo, era usual la presencia en la casa de un ayo o profesor que estaba a cargo de la formación de los niños y niñas; el nivel de formación que recibían las niñas en estos casos dependía enteramente de la voluntad de los padres.
En el siglo XVIII, como se ha referido, la mentalidad respecto a la educación femenina comenzó a cambiar. La extensión, entre la minoría ilustrada, de la fe en una instrucción pública general impulsó un cambio en la orientación de las formas y los contenidos de la educación a las mujeres. Se extendió la percepción de que esta debía incluirse en la enseñanza reglada y, respecto a sus contenidos, también fue creciendo la consideración de que las mujeres debían ser instruidas en las herramientas básicas del conocimiento –lectura, escritura, aritmética-. Aunque los resultados a fines del siglo eran muy escasos, en gran medida por la ausencia de una política estatal que, desde una perspectiva integral, enfrentara la problemática de la enseñanza, si hubo algunas realizaciones. Indicios de estos cambios son las fundaciones docentes de iniciativa privada que se hacen en algunas localidades andaluzas a lo largo del XVIII. Entre ellas, podemos citar las que promovieron los esposos Arriaga-Arteaga en Isla de León (San Fernando) en la segunda mitad del siglo XVIII (Fundación del Hospicio de San Francisco de Asís y sus Escuelas abiertas a todo el vecindario y Fundación de un convento de religiosas de La Enseñanza para niñas pobres). Esta última, establecida en 1760, materializó un proyecto educativo que el matrimonio venía madurando desde una década antes, eligiendo a las llamadas Monjas de la Enseñanza (primer Instituto religioso de dedicado a la educación de las mujeres y fundado por Juana de Lestonac en 1607) para que enseñasen gratuitamente a todas las niñas que quisieran a coser, leer y escribir. Posteriormente, la propia María Ana de Arteaga, ya viuda, fundaría en Cádiz, en 1783, una Escuela pía para niñas pobres dotándola de unas ordenanzas muy precisas. Otras fundaciones privadas en Jerez (fundación de un Hospicio por parte del canónigo Messa Xinete en 1746, con la finalidad de impartir formación profesional a niñas), El Puerto de Santa Mª (Escuela para niñas asociada al Hospicio de la Providencia, fundada por el presbítero Juan Rodríguez de Palma, en 1753) o Puerto Real (Fundación de Escuela de niñas de las hermanas Fernández Brecedo, en 1774) y diferentes fundaciones docentes establecidas en distintas localidades del resto de España, se hacían eco de este incipiente cambio de mentalidad. Aunque en la mayoría se insistía en el aprendizaje de labores de aguja, quehaceres domésticos y formación religiosa, también empezaba a darse entrada tímidamente a la instrucción en “el noble arte de leer, escribir y contar”. Mientras tanto, en los siglos anteriores, ante la precariedad de las escuelas de primeras letras, otros espacios se desvelaron con posibilidades para que las mujeres adquirieran conocimientos y proyección pública a través de los mismos. Tanto en la Corte como en las casas de aristócratas y gentes acomodadas hubo mujeres dedicadas a formarse en distintas disciplinas, generalmente en los llamados estudios humanísticos, bajo la dirección de un tutor. A pesar de los obligados formalismos y cautelas por parte de las que se adentraban en este territorio, en principio, prohibido para ellas, la historia de las mujeres viene recuperando nombres propios y trayectorias vitales de las que destacaron por su formación. Mujeres doctas y mujeres escritoras, a las que la historiografía ha llegado a través del estudio de sus bibliotecas y sus escritos. Estos van sacando a la luz prácticas de cultura escrita en las que se hacen visibles no sólo los saberes o la capacidad creadora de estas mujeres, sino también, en ocasiones un pensamiento innovador y cuestionador del orden social imperante acerca de los roles sexuales en materia de formación. Este prescribía para ellas el silencio y la reclusión en las actividades propias de su sexo, circunscritas en la representación normativa a lo doméstico, y que, no tenían nada que ver, según el pensamiento que se abre paso durante el Renacimiento, ni con la ciencia ni con cualquier otra actividad literaria que trascendiera hacia lo público. Por estas mismas razones, la opinión dominante fue durante gran parte de estos siglos que la inmersión de las mujeres en el mundo de la cultura escrita, había de ser ligera y debía estar siempre tutelada por las normas y sus valedores (tutores y confesores). Los humanistas como Luis Vives (La instrucción de la mujer cristiana, 1524) o fray Luis de León (La perfecta casada, 1583), entre otros insistirían en un modelo de mujer lectora claramente orientada a sus funciones domésticas y sociales, recomendándoles en exclusiva libros morales y devocionales y descartando la literatura de ficción –sentimental, libros de caballerías- y toda aquella lectura de calado y profundidad supuestamente poco apta para las mujeres.
Obviamente esto no quiere decir que las mujeres aceptasen estas prohibiciones impuestas por la ideología patriarcal dominante, aunque una básica incursión cuantitativa sobre niveles de alfabetización evidencia el impacto de estas limitaciones. Las escasas cifras que poseemos sobre niveles de alfabetización, posesiones de bibliotecas y prácticas de lectura, indican que frente a unas políticas educativas negativas respecto a las mujeres, durante el XVI hubo una presencia minoritaria pero creciente de estas en ámbitos relacionados con la lectura y escritura. La propia insistencia que la pastoral de la Iglesia y los moralistas hacen en el rechazo a las “mujeres sabias” son un indicio claro de que las prohibiciones no se cumplían con la unanimidad requerida. También parece que conforme nos adentramos en la segunda mitad del XVI la situación cambia, el panorama social se enrarece en el ambiente generalizado de sospecha que propicia la Contrarreforma, y la educación femenina confinada en el estricto marco del hogar familiar quedará limitada a ciertos ambientes cultos y/o con capacidad económica. Durante esta época, aparte de estos hogares privilegiados, los conventos serán uno de estos espacios donde las niñas recibían formación, en general una formación religiosa y en los valores morales requeridos en una mujer cristiana. No obstante en ellos también tuvieron lugar experiencias relacionadas con el arte, la música y la cultura escrita. En este último aspecto tanto de lectura como de escritura. La producción de poemas, villancicos y pequeñas piezas de teatro para ser leídas, cantadas o representadas con motivo de distintas celebraciones religiosas fue habitual. También la práctica de la música y no sólo limitada a la asistencia al coro y a los oficios religiosos. Sin embargo, en los conventos destacará un tipo actividad a la que se le presta actualmente una especial atención: la escritura autobiográfica que, bajo el soporte formal de las famosas Vidas, constituye una rica fuente para el estudio de la escritura femenina, toda vez que, al menos en el caso de España y sus territorios de Ultramar, no parece haber una tradición significativa de escritura autobiográfica femenina al margen de la conventual. El Libro de la Vida de Teresa de Jesús, escritora mística y reformadora del Carmelo, fue el modelo, en el que se inspiraron cientos de monjas de uno y otro lado del Atlántico para escribir sus autobiografías espirituales, escritas supuestamente por mandato del confesor. Pero en los conventos también se dio otro tipo de escritura que, envuelta en un halo de prudencia como requería el ambiente de ortodoxia reinante, es interpretado en la actualidad por la teología feminista como prueba de un esfuerzo reivindicador por parte de las propias mujeres de su papel en la Iglesia. Son escritos de teología, en muchas ocasiones apoyados en fuentes escriturarias marginadas por el pensamiento oficial, que contienen una interpretación de la historia del cristianismo donde el papel de las mujeres resulta relevante. Es el caso del escrito de la sevillana Valentina Pinelo, monja en el convento de San Leandro de Sevilla entre fines del XVI y comienzos del XVII, cuya obra (Libro de las Alabanzas y Excelencias de la Gloriosa Santa Anna, 1601) se aleja de los modelos hagiográficos al uso para reivindicar, la genealogía femenina de Jesús y el papel de las mujeres en la Historia de la Salvación.
La falta de datos cuantificables sobre niveles de alfabetización, los pobres porcentajes de alfabetización femenina que arrojan las series de las que se dispone, especialmente para el mundo rural y los grupos sociales más desfavorecidos, así como una excesiva confianza, por parte de la historiografía, en la capacidad de transposición a la realidad inmediata de los mensajes que limitaban el acceso de las mujeres al conocimiento, fundamentó durante un tiempo una imagen desoladora de los niveles de formación de las mujeres. La utilización de nuevos indicadores ha permitido en los últimos años dibujar un panorama más matizado, confirmando, además, que el mundo de lo escrito fue percibido por las mujeres como un espacio abierto de posibilidades a las que no deseaban renunciar.
La primera conquista fue el aprendizaje de las herramientas básicas para el conocimiento y este, para la población en general, había de producirse en la Escuela. Para el siglo XVIII, los censos de finales de la Centuria –especialmente el Censo de Godoy de 1797- señalan una disparidad significativa en los niveles de escolarización por sexos. La ratio niños/niñas por número de escuelas y número de escolares es notoriamente más baja para el sexo femenino. La relación de uno a tres parece imponerse de forma general, aunque los primeros datos cuantitativos que pueden obtenerse de los censos de la segunda mitad del siglo XVIII, en población infantil-juvenil hasta los 13 años, también sugieren una cierta mejora –el número de niñas escolarizadas entre 1768-69 (censo de Aranda) y 1787 (censo de Floridablanca) crece-. Respecto a los niveles de alfabetización, por lo que sabemos, en España eran similares a los del centro y norte de Europa, aunque a finales del XVI se observa un estancamiento que no se solventará hasta la segunda mitad del XVIII. El nivel de riqueza, la condición de mujer y la localización en el medio rural actúan como elementos discriminatorios.
Ante la inexistencia, para gran parte del periodo moderno, de formación reglada y, por tanto, para las historiadoras, de datos sobre posibles contenidos curriculares femeninos, algunas prácticas sociales como los certámenes o “Academias literarias” y “ejercicios literarios” celebrados en estos siglos y en los que participaron mujeres pueden ayudar a reconstruir posibles itinerarios curriculares. Las Academias literarias, frecuentes en los siglos XVI y XVII, y presentes en los programas de las fiestas y celebraciones públicas han permitido rastrear la maestría de poetas andaluzas como Cristobalina Fernández de Alarcón, que participó en las justas programadas para la celebración de la beatificación de Teresa de Jesús en Córdoba, en 1615, o el reconocimiento público de dramaturgas como la sevillana Ana Caro Mallén, que se halla entre los protagonistas de la gran fiesta literaria organizada por la Academia de Ingenios del Buen Retiro en la Corte, en 1637. Los exámenes públicos, de los que queda constancia en los folletos que fueron impresos constituyen, asimismo, otra valiosa fuente de información, en general para el siglo XVIII. En estos exámenes públicos los jóvenes mostraban su conocimiento en diversas materias, posibilitando la identificación de aquellas cuyo estudio era preferente en la época. Por lo que sabemos de los celebrados en Madrid entre 1632 y 1844, sus protagonistas son mayoritariamente estudiantes masculinos de centros docentes tanto oficiales como privados. En algún caso, sin embargo, se examina a estudiantes mujeres (examen de las hijas e hijos de los duques de Osuna en 1797). En estos casos, y de acuerdo con la mentalidad dominante, la mujer culta en cuestión era considerada una especie de “raro ejemplar” y, en ocasiones, exhibida como tal. Este fue el caso de una gaditana, Rosario Cepeda y Mayo, de cuyo “Ejercicio literario público” da cuenta un folleto editado para recordar el evento. Nacida en Cádiz en 1756, con 12 años, se presentó a unos exámenes que pasó brillantemente. El derecho a la educación se convertiría, a fines del XVIII, en una demanda habitual de las pioneras del feminismo (Olympe de Gouges, Declaración de los derechos de la Mujer y la Ciudadana, 1791 y Mary Wollstonecraft, Vindicación de los Derechos de la Mujer, 1792), pero conviene no olvidar a muchas otras mujeres que les precedieron en el convencimiento de que la formación era una herramienta fundamental de su liberación.
Autora: María José de la Pascua Sánchez
Bibliografía
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LÓPEZ CORDÓN, María Victoria, “La fortuna de escribir: escritoras de los siglos XVII y XVIII”, Isabel MORANT (dir.,), Historia de las mujeres en España y América Latina. Vol. II El mundo moderno, Madrid, Cátedra, 2005, pp. 193-234.
PASCUA SÁNCHEZ, María José de la, “Las fundaciones docentes en la España del siglo XVIII a través de los protocolos notariales gaditanos”, Gades, 18, 1988, pp. 109-134.