El 31 de marzo de 1492 los Reyes Católicos cursaban el decreto para la expulsión de los judíos de Castilla y Aragón, animados por el objetivo de lograr una ansiada unificación religiosa, como base que contribuyera a su proyecto de centralización. El decreto conllevaba, por un parte, la desaparición de los dominios hispanos de un elemento discordante con los principios inspiradores de la nueva monarquía y, sobre todo, suponía el intento de solucionar el problema representado por muchos judíos convertidos que, pese a su cristianización, continuaban apegados al credo mosaico, practicándolo en la clandestinidad. De hecho, la propia provisión regia de 1492 advertía del riesgo que entrañaba el contacto entre judíos y conversos, pues ese roce, esa familiardad en el día a día, propiciaba la judaización de los neófitos ante el incentivo de sus antiguos hermanos de fe.
Previamente, diversas medidas habían tratado de remediar este delicado asunto sin demasiado éxito. Las masivas capturas inquisitoriales de criptojudíos no conseguían detener la progresión de las herejías, que pululaban con una potencia arrolladora y, a ojos de los inquisidores, complicada de contrarrestar. El pesimista panorama que se divisaba obligó así a desarrollar una urgente política de segregación, de profilaxis social, que resucitó, preceptos pasados actualizándolos como la obligación hebraica de llevar señales identificativas en sus vestimentas (Cortes de Madrigal de 1476) o de vivir en barrios separados de los cristianos (Cortes de Toledo de 1480).
El torrente de marginación continuó con una serie de expulsiones de alcance local, a modo de anticipo de la decisión que se tomaría en 1492. La primera y más significativa de estas deportaciones parciales afectó, en 1483, a los judíos de la Baja Andalucía, un área donde la fuerte represión inquisitorial hacia los judaizantes había evidenciado sin reservas –así se reputó por los contemporáneos– cuán perniciosa resultaba la cohabitación de los numerosos nuevos cristianos con los reductos de confesión judía. De ahí que fueran los inquisidores quienes, con el asentimiento de los monarcas, promovieran esta deportación. Fue el 1 de enero de 1483 cuando se publicó en las diócesis de Cádiz, Sevilla y Córdoba un precepto inquisitorial que conminaba a los judíos residentes en ellas a trasladarse a otros lugares del reino. Para ello disponían de un brevísimo lapso de tiempo, que luego el Consejo Real amplió en seis meses, además de garantizar el derecho de propiedad de los afectados sobre los bienes inmuebles que debían abandonar. Esto indujo a algunos proscritos a pensar que la expulsión era, en realidad, provisional. De hecho, no pocos de ellos se establecieron en localidades próximas, como Segura de la Sierra, Burguillos, Badajoz o Llerena, esperanzados en un inminente regreso que finalmente no se produjo. Por lo demás, las condiciones del destierro no divergieron en esencia de las que se aplicarían en 1492: protección regia hacia los exiliados, libre disposición de sus bienes privados, etcétera. En marzo de 1491, el Consejo Real concedió a los propietarios de bienes una especie de licencia, a efectos prácticos una orden, para vender sus posesiones a intermediarios, con lo cual las expectativas de un posible retorno futuro se esfumaron totalmente. La medida de 1483 vino a acentuar el crepúsculo del hebraísmo en el sur peninsular. En 1484 la judería de Sevilla era un simple recuerdo, como también lo fueron poco después las de Jerez, Moguer y Córdoba.
Ahora bien, la persistencia del criptojudaísmo y el fracaso, por ende, de la normativa antedicha demandaban una solución de mayor rotundidad. Isabel y Fernando, asesorados por “perlados e grandes e cavalleros […] e de otras personas de çiençia e conçiencia”, y tras hondas deliberaciones, decretaron en la primavera de 1492 la emigración forzosa e inapelable de los hebreos de ambas Coronas, con independencia de su sexo, edad y naturaleza. Junto con ellos, y en tanto que la aplicación de la medida sobrepasaba el ámbito hispano-peninsular, extendiéndose a la totalidad de los dominios regios, también los judíos de las posesiones insulares de Aragón (Baleares, Sicilia, Cerdeña) hubieron de expatriarse, como asimismo harían sus correligionarios de los distintos territorios que, con el tiempo, iban a incorporarse a la Monarquía (Rosellón, Nápoles o América, donde no se les admitió). No obstante, ciertas áreas de la Península Ibérica se mantuvieron al margen, ya por carecer de población mosaica –fruto de las matanzas y huidas previas, así como de las preexpulsiones en el valle del Guadalquivir–, ya por encontrarse sometidas a la potestad de otros soberanos –caso de Navarra y Portugal, en las que los desalojos, sin embargo, no tardarían demasiado en producirse–.
Se abrió un plazo hasta el 31 de julio para consumar el destierro –aunque finalmente se prorrogaría hasta comienzos de agosto–, sancionándose con pena de muerte y confiscación de bienes a los judíos infractores. Del mismo modo, se fijaron castigos para los súbditos del reino que asilaran y ampararan a quienes debían marcharse. A lo largo de los cuatro meses en que había de hacerse efectiva la orden, los monarcas garantizaban a los expulsados protección frente a ataques y también la íntegra disposición de sus bienes muebles e inmuebles. Por ello se dispuso por prescripción regia que se liquidaran todas las deudas con judíos y que estos pudieran vender sus pertenencias y finiquitar sus transacciones con equidad. Sin embargo, ante el poco tiempo previsto, se cometieron abusos y fueron frecuentes los casos de propiedades malvendidas a un precio muy por debajo del correspondiente o de negocios abandonados en manos de representantes cristianos. Con todo, se convinieron algunos recortes en lo relativo a la libre disponibilidad de los patrimonios, en particular, la imposibilidad de sacar metales preciosos, armas y caballos. Hubo, eso sí, quienes esquivaron esta prohibición mediante el contrabando o con la complicidad interesada de oficiales reales o nobles, un desafuero intolerable frente al cual la Corona no permaneció impasible.
Particularmente conflictivo resultó el tema de los contratos y débitos donde estuvieron implicados hebreos, ya como acreedores o como adeudados de cristianos. Para Isabel y Fernando la solución a la heterogénea casuística que se les presentó por esta razón llevó a la creación de comisiones ex professo, para solventar los litigios con una urgencia inviable a través de los cauces judiciales ordinarios, además de a dictar pautas específicas que evitaran la retardación del proceso y reafirmaran la imagen de los reyes como garantes de la legalidad. Admitieron de este modo los pagarés de cristianos –convenientemente avalados– como numerario para cancelar las deudas hebraicas con otros empresarios e incluso con la administración; los pagamentos en especie por parte de la minoría; el apoderamiento a terceros, encargados de cerrar los negocios pendientes de los desterrados, etcétera.
Las costas andaluzas sirvieron de salida por vía marítima para los judíos, preferentemente para los radicados en la corona de Castilla y, sobre todo, en su sección más meridional. Los puntos de embarque para los sefardíes del reino de Granada –y para los que, sin serlo, quisieran usarlos– se fijaron en Málaga, Almuñécar y Almería. La única forma de evitar aquel trance consistía en pasar por la pila bautismal. Aunque parece ser que la mayoría permaneció fiel a su credo, una pequeña parte, con frecuencia de extracción más acomodada, aceptó la mutación religiosa, probablemente porque tenía más que perder. Sin descartar otros destinos menos representativos (Italia, Inglaterra, Flandes), los expulsados andaluces emigraron preferentemente a Portugal y al norte de África (Marruecos, Argelia y Tunicia), dada su proximidad geográfica.
En general, la experiencia de quienes cruzaron las fronteras hispanas fue, cuando menos, desagradable y calamitosa, no solo por haber sido apremiados a enajenar sus bienes sin otra alternativa que la de resignarse ante los excesos perpetrados, sino también por los percances de sus viajes -onerosos costes, abono de peajes, robos, crímenes, etcétera-, y el colofón de una desabrida bienvenida en sus lugares de destino, tanto por parte de cristianos y musulmanes como de los judíos allí residentes. Estas penalidades inclinaron a muchos a retornar a suelo hispánico, aunque debían hacerlo como nuevos cristianos, presentando certificados probatorios de su bautismo o notificando su deseo de cristianizarse. Sabemos que, en las postrimerías de 1492 e inicios de 1493, arribaron a las playas de Málaga unas naves venecianas con judíos que pretendían reingresar como cristianos y daban fe de los padecimientos soportados desde el edicto general de deportación. Asimismo interesantes nos resultan las peripecias de varios grupos de hebreos, mayormente andaluces, quienes, en veinticinco buques comandados por Pedro Fernández Cabrón, eligieron la ruta a Orán desde Cádiz y El Puerto de Santa María: la inviabilidad de alcanzar el litoral por el bloqueo del corso los empujó a retroceder hacia Arcila pero, a causa de los contratiempos del clima, debieron desplazarse a Cartagena y Málaga, donde centenares de ellos demandaron el bautismo –según el párroco de los Palacios, Andrés Bernáldez, cuatrocientas personas renunciaron al judaísmo en el emporio malagueño–; los restantes llegarían finalmente a Arcila para proseguir casi todos ellos hasta Fez.
Así las cosas, todo apunta a que hubo más conversiones tras la expulsión –con los retornos– que en el ínterin planeado por el decreto de 31 de marzo, seguramente por causa del clima de exaltación religiosa imperante en los primeros momentos, cuando las contrariedades del exilio todavía no habían hecho mella en los espíritus.
Autora: Lorena Roldán Paz
Bibliografía
ALCALÁ GALVE, Ángel (ed.), Judíos. Sefarditas. Conversos. La expulsión de 1492 y sus consecuencias. Ponencias del Congreso Internacional, Ámbito, Valladolid, 1995.
BEJARANO ROBLES, Francisco, “La judería y los judíos de Málaga a fines del siglo XV”, Boletín de Información Municipal, 10, 1971, sin paginar.
BEL BRAVO, María Antonia (coord.), Diáspora sefardí, Mapfre, Madrid, 1992.
LADERO QUESADA, Miguel Ángel, “Después de 1492: los ‘bienes e debdas de los judíos’”, en Romero, E. (ed.), Judaísmo hispano. Estudios en memoria de José Luis Lacave Riaño, vol. II, Madrid, Junta de Castilla y León-Diputación Provincial de Burgos-The Rich Foundation-CSIC, 2002, pp. 727-747.
LADERO QUESADA, Miguel Ángel, “Dos temas de la Granada nazarí”, Cuadernos de Historia. Anexos de la Revista Hispania, 3, 1969, pp. 321-345.
MÉCHOULAN, Henry (dir.), Los judíos de España. Historia de una diáspora (1492-1992), Valladolid, Trotta-Fundación Amigos de Sefarad-Sociedad Quinto Centenario, 1993.
SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis, La expulsión de los judíos de España, Madrid, Mapfre, 1991.
SUÁREZ FERNÁNDEZ, Luis (ed.), Documentos acerca de la expulsión de los judíos, Valladolid, CSIC-Patronato Menéndez Pelayo, 1964.