El estanco del plomo se instituyó a mediados del siglo XVII (1646)  y hasta su reforma en 1748 se entregó a una lista de asentistas para su explotación. En la segunda fecha, la Corona adoptó la administración directa para este ramo de las Rentas generales, colocando a los funcionarios de la Real Hacienda al frente de sus establecimientos.

En un primer momento, los esfuerzos y las inversiones se concentraron en revitalizar la extracción de mineral de plomo y la obtención de metal en torno a las minas de Linares. Para ello, el Estado se terminaría haciendo cargo de la explotación directa de la mina que ofrecía mejores perspectivas (el pozo Arrayanes) y ampliaría y modernizaría  el establecimiento metalúrgico anexo en el que se fabricaban tanto el plomo en barras como en municiones. En esta época, el estanco del plomo estaba justificado, primordialmente, por su interés estratégico y su consumo militar.  

La primacía de la producción linarense se mantuvo hasta la década de 1780. En la década de 1770, el promedio anual de la producción de los hornos del Establecimiento Nacional se había situado en torno por encima de las 80.000 arrobas anuales, muy por encima de los pocos miles que se anotaban en las esporádicas fundiciones acometidas en la fábrica de Presidio (actual término de Fondón en la provincia de Almería). Sin embargo, la desordenada explotación del rico criadero de Arrayanes y la falta de resolución a ciertos problemas de desagüe, fueron haciendo bajar los rendimientos minero-metalúrgicos de la Real Fábrica linarense. En la década de 1780 el plomo producido anualmente bajaría hasta las 70.000 arrobas, para retroceder en la última década de la centuria por debajo de las cincuenta mil y seguir en caída libre hasta los poco más de veinte mil de la primera década del siglo XIX.

A la inversa, la producción de las fábricas situadas en las Alpujarras va a crecer con espectacularidad a partir de los últimos años del setecientos. En 1799 los almacenes de la Renta del Plomo en Almería ya remesaban unas cincuenta mil arrobas, que en los primeros años del ochocientos se había multiplicado por encima de las doscientas mil arrobas de plomo en barras (galápagos).

Esta transformación en la geografía del estanco nos  pone sobre la pista del intento de la Administración borbónica de adaptar su estructura y fines a las nuevas condiciones del mercado internacional del plomo. En efecto, a pesar de su carácter cerrado y reglamentista, la Renta del Plomo evolucionaría en las postrimerías del Antiguo Régimen. La crisis financiera de la monarquía y las excepcionales expectativas de la demanda exterior,  hicieron plantearse a los gestores del estanco un cambio drástico en el mismo. Para empezar, la centralización de la fabricación en el núcleo de Linares va a ir dando paso a un conjunto de Reales Fábricas distribuidas por diferentes lugares del reino de Granada: a la antigua de Presidio, se sumarán la de Alcora (Canjáyar), Baza, Órgiva, Turón y Motril.  Estos establecimientos se situaban en la proximidad de los yacimientos de galena de las Alpujarras y Sierra de Gádor y estaban obligados, desde 1788, a remitir sus producciones hasta los Almacenes que la Renta del Plomo instaló en la rada de Almería. La proximidad de estas nuevas zonas productoras al mar, les dotó de una ventaja indiscutible sobre las minas de Sierra Morena, que van a mantener, después incluso de la privatización del sector, hasta la década de 1870.

Aparte de las novedades en la localización, el estanco del plomo iría modificando sus fines y sus fuentes de ingresos. Tradicionalmente,  las fábricas nacionales, que ostentaban el monopolio en la fundición y venta del metal, estaban obligadas a abastecer primordialmente las necesidades del Ejército y de la Armada, así como las de un grupo de «compradores privilegiados» protegidos por tarifas especiales y entre los que se encontraban los industriales del ramo de la alfarería. No obstante, conforme evolucione el estanco, un tercer grupo de compradores, aquellos comerciantes que obtenían alguna de las «gracias de plomos», concedidas por Real Orden, para la exportación de los metales con destino a mercados extranjeros, irán adquiriendo una absoluta preponderancia. Así, en 1807 casi el 61 por ciento de las 220 mil arrobas de plomo reunidas en los almacenes almerienses, fueron remitidas al exterior (sobre todo a Marsella), con un valor que superó los 3,3 millones de reales.  El plomo se había convertido en uno de los ingresos más sustanciosos de las rentas del Estado y la administración de Hacienda trataba de ser sensible a las expectativas de los mercados exteriores. En Europa el metal gris alcanzaba en ese momento las cotizaciones más elevadas de toda su historia reciente: en el siglo XVIII rara vez había superado en el mercado inglés -el principal consumidor- el precio de 20 libras por tonelada, manteniéndose por lo general en torno a las 15 libras; pero en 1803 había ascendido hasta las 27, para terminar superando las 35 en 1806. Este ciclo ascendente en las cotizaciones del plomo se explicaba por tratarse de un material de demanda creciente en la fase industrializadora de aquel momento (tanto para la fabricación de tuberías y útiles, como para el tratamiento y obtención de metales o pinturas), como por su consumo creciente en la coyuntura bélica de principios de siglo.

Sin embargo, la organización del estanco se revelaría muy rápidamente como insuficiente para responder a los requerimientos del mercado. Las fábricas de la Renta se encontraban  estranguladas por la presión de las compañías de mineros que extraían cantidades de mineral muy superiores a las que ellas podían transformar (hasta el punto de que la Junta General de Comercio, Moneda y Minas dispondrá la paralización de todas las minas en octubre de 1807), por un lado, y por las presiones de los representantes de poderosas casas de comercio interesadas en aprovechar una coyuntura tan excepcional. El crecimiento de la minería y de la fabricación del plomo requería otro marco legal y, ante el incremento de la producción fraudulenta (durante la guerra de la Independencia) y las presiones de los productores y comerciantes, así como las necesidades del Crédito Público, terminarían acelerando la liberalización de la actividad minera durante el Trienio Liberal. A pesar de la fuerte reacción absolutista posterior, la fuerza de los hechos empujaría a la Monarquía a decretar en 1825 una ley minera que desamortizaba el subsuelo español y trataba de dar cauce legal a la explosión minera vivida en Sierra de Gádor y las Alpujarras durante el periodo constitucional. La  historia contemporánea de la minería española comenzaba así, con un texto legal llamado a tener una extraordinaria influencia en la conformación del sector, inspirado en el despliegue minero visible desde finales del Antiguo Régimen en el reino de Granada.

Autor: Andrés Sánchez Picón

Bibliografía

CHASTAGNARET, Gérard, L’Espagne, puissance minière dans l’Europe du XIXe siècle, Madrid, Casa de Velázquez, 2000.

NÚÑEZ ROMERO-BALMAS, Gregorio, «La minería alpujarreña en la primera mitad del siglo XIX», Boletín Geológico y Minero, 1985, pp. 92-105.

SÁNCHEZ PICÓN, Andrés, La integración de la economía almeriense en el mercado mundial (1778-1936), Almería, Diputación Provincial, 1992, pp. 92-101.