La Navidad de 1568, durante el reinado de Felipe II, estallaba la rebelión de los moriscos del Reino de Granada. Se iniciaba así un conflicto largo y cruento, conocido también como la segunda guerra de las Alpujarras, que no terminaría hasta el mes de marzo de 1571. El casus belli fueron los decretos de la Junta de Teólogos de Madrid de 1566, publicados el 1 de enero de 1567 en una pragmática dirigida a anular por completo cualquier signo de identidad cultural y tradición de origen islámico: ritos, danzas y bailes, perfumes, baños, vestidos, utilización de la misma lengua árabe hablada y escrita y todas las tradiciones moriscas que significaban una identificación clara con el Islam. Dichas medidas deben situarse en el contexto del triunfo de la política contrarreformista y confesional en la Corte de Madrid, avalada por el ascenso político de don Diego de Espinosa, Presidente del Consejo de Castilla, quien tendría en Granada como su principal factótum a Pedro de Deza, nuevo presidente de la Chancillería. No obstante, las causas de la guerra tienen raíces más profundas y de largo recorrido en el tiempo.

En primer lugar, el período transcurrido entre 1502, fecha de las primeras conversiones forzosas, y 1568, estuvo presidido por la difícil convivencia entre moriscos y cristianos viejos. Ya en 1526, con Carlos V en Granada, una junta de teólogos denunció ante el emperador el fracaso de la política de adoctrinamiento llevada a cabo con los moriscos. Sostenían que su conversión sincera y asimilación religiosa e ideológica era imposible si no iba precedida de una verdadera política de aculturación que acabase con los signos de identidad islámica. En esa ocasión las medidas de los teólogos no fueron aplicadas, ya que Carlos V concedió una prórroga de 40 años, gracias a que don Luis Hurtado de Mendoza, capitán general del reino, logró negociar con las elites moriscas la concesión de un nuevo servicio de 10.000 ducados, destinado a la construcción del palacio renacentista que hoy se contempla en la Alhambra. No en vano, los Mendoza, como intermediarios entre la Corona y los moriscos, defendieron siempre el lema “más farda que fe”, es decir, nuevos impuestos –de los que ambos actores se beneficiaban- a cambio de respetar sus costumbres y ritos. Sin embargo, con el tiempo la presión de las autoridades eclesiásticas se volvió más agobiante, conocedoras de que los moriscos practicaban el islam en secreto y solo eran cristianos en apariencia. Por otro lado, la carga fiscal se volvió insoportable para los nuevamente convertidos. A ello había que añadir el incremento de los impuestos asociados a la comercialización de la seda, cuya industria, vital para las economías moriscas, entró en crisis en esta época. Otros factores contribuyeron complicar la convivencia entre moriscos y cristianos viejos: el importante aumento de las persecuciones y confiscaciones de bienes practicadas por la Inquisición, así como medidas más selectivas que afectaron especialmente a los representantes de los grandes linajes moriscos, a los que se quitaron privilegios que, junto con la adquisición de cargos en la administración municipal y fiscal, constituían un pilar sólido en el que se sostenía el sistema de pactos con las elites neoconversas. La ruptura de ese pacto suponía un duro golpe para el mantenimiento del equilibrio y la paz social en el reino, a la vez que el incremento de las persecuciones, la presión fiscal y la aplicación de los decretos de aculturación alimentaron manifestaciones de resistencia armada, como fue el caso de las partidas de bandidos moriscos, los monfíes, que se atrincheraron en las sierras granadinas y que a la postre constituirían uno de los sectores más violentos durante la guerra de rebelión.

Todos estos factores, que culminaban con la pragmática de 1567, coadyuvaron para que se produjese la revuelta de la Navidad de 1568. La primera parte del conflicto se desarrolló en la comarca de las Alpujarras, zona montañosa poblada por una mayoría de población morisca, liderada por don Hernando de Córdoba y Válor, coronado con el sobrenombre de Aben Humeya. Desde el inicio se pudieron constatar las diferencias existentes en el seno de la comunidad morisca. Por un lado, los más radicales, capitaneados por los líderes de las cuadrillas monfíes más activas e integrados en su mayor parte por naturales de las Alpujarras, que buscarían la creación de un estado islámico dependiente del Sultán Turco. Su jefe más relevante, Faraz Aben Farax, mantenía diferencias importantes con Aben Humeya. Por otro, los moriscos más moderados, que habitaban el barrio del Albicín, en la capital, con amplia representación de los viejos linajes de la aristocracia morisca, interesados en el mantenimiento del statu quo.

En el campo cristiano también hubo diferencias. En primer lugar, la reacción a la revuelta fue algo tardía, lo que permitió la extensión de la rebelión a territorios como el marquesado del Cenete, el valle de Lecrín, la costa granadina y algunos emplazamientos en Málaga. Don Íñigo López de Mendoza, III marqués de Mondéjar y capitán general del reino, no actuó con suficiente eficacia, tardó en reaccionar y desde el inicio vio su autoridad contestada por su enemigo, el presidente de la Chancillería don Pedro de Deza, criatura del cardenal Espinosa en la ciudad. No en vano, Deza propició la entrada en la campaña del II marqués de los Vélez, don Luis Fajardo, que mantenía tensas relaciones con don Íñigo. Mientras que Mondéjar entraría por el  valle de Lecrín con un contingente de unos 2.000 hombres que debían dirigirse a la Alpujarra granadina, el marqués de los Vélez comandaría un importante ejército, entrando por Tabernas, para contener la revuelta en el sector oriental del reino y proteger Almería.

Durante los primeros compases de la campaña militar, las fuerzas cristianas, integradas por un escaso número de soldados del sistema defensivo y una amplia mayoría de milicianos sin apenas preparación militar, tuvieron que afrontar graves problemas.  Las Alpujarras constituían una comarca montañosa y abrupta que los moriscos, habitantes de la zona desde tiempo inmemorial, conocían a la perfección. Estos, con la ventaja del terreno y el factor sorpresa, practicaron una guerra de emboscadas y escaramuzas a la que las tropas reales tardaron tiempo en adaptarse. Mientras que en el frente oriental don Luis Fajardo llevó a cabo una campaña especialmente represiva contra los rebelados, en la Alpujarra granadina el marqués de Mondéjar cosechó algunas victorias importantes, como las del puente de Tablate y Órgiva, que le permitieron asegurar la comarca, al mismo tiempo que su hijo, don Luis Hurtado de Mendoza trataba de controlar la comarca del Cenete. En el frente alpujarreño, el capitán general aplicó una estrategia mixta, consistente en medidas represivas contra los líderes radicales que habían protagonizado matanzas como las de Ujíjar, y política de pactos y acercamiento con aquellos moriscos no rebelados y que representaban el ala más moderada, con objeto de alimentar las divisiones internas en el bando morisco.

El plan fue idóneo al principio, ya que gracias a esta doble política consiguió controlar los focos insurgentes más importantes y aislar a Aben Humeya. Sin embargo, después de que Mondéjar, durante los meses de febrero y marzo de 1569 lograrse reducir la mayor parte de las Alpujarras, Aben Humeya consiguió de reorganizar sus fuerzas,  registrándose una nueva fase en la que los líderes radicales cobrarían mayor protagonismo, partidarios de establecer contactos con los turcos y de extender la rebelión fuera del marco alpujarreño, con objeto de dividir al ejército real. El conflicto, que parecía estar controlado, se volvió a activar en la primavera de 1569. En ello confluyeron varios factores. Primero, las diferencias de planteamiento estratégico entre Mondéjar y los Vélez, la extensión de la indisciplina en el ejército cristiano y la política de mano dura practicada por el presidente Deza en la ciudad de Granada contra los moriscos del Albaicín, que chocaba de lleno con la política de pactos auspiciada por el marqués de Mondéjar. Segundo y no menos importante, el pillaje indiscriminado practicado por las compañías de milicias, integradas por civiles con escasa preparación militar y sin un sueldo regular, cuyo principal incentivo era saqueo y el botín. Episodios de extrema violencia como la batalla de Félix o la toma del peñón de Inox, donde miles de mujeres y niños fueron reducidos a esclavitud, y los saqueos indiscriminados practicados por las compañías que quedaron controlando las Alpujarras, aumentaron la desconfianza de aquellos moriscos que eran partidarios de la negociación y la paz, y ayudaron a que los más radicales reactivasen la revuelta en zonas del reino donde hasta entonces apenas había tenido éxito y en las que, incluso por la fuerza, muchos moriscos se vieron empujados a apoyar la rebelión si no querían perder la vida.

En abril de 1569 se iniciaba un nuevo período, marcado por la internacionalización de la guerra. Las divisiones entre el generalato cristiano, la escasa eficacia demostrada por las tropas concejiles y el temor a que el sultán Selim II, cuya amenaza se había dejado sentir en el Mediterráneo occidental, prestase una inminente ayuda militar a los moriscos rebelados, convencieron a Felipe II de la necesidad de actuar con mayores recursos el conflicto. Ese mismo mes decidió enviar al reino de Granada a don Juan de Austria como general en jefe del ejército real, asesorado por el duque de Sessa y don Luis de Quijada. La revuelta cobraba una nueva dimensión, pues a fines de abril se extendería a las comarcas malagueñas de Bentomiz y Vélez. No obstante, una maniobra decisiva para el desarrollo de la campaña fue ordenar el envío de tropas del tercio desde Italia, cuya llegada a inicios de junio de 1569 a Torrox y Torre del Mar, al mando de Luis de Requesens, fue fundamental para frenar la extensión de la revuelta a las sierras malagueñas.

Durante el verano de 1569 la guerra se recrudeció. Aben Humeya consiguió depurar a los sectores más moderados mediante asesinatos y se hizo con la fortaleza de Serón, emplazamiento estratégico para controlar el paso hacia la zona del altiplano y llegar a Baza. En su esfuerzo por extender la guerra al flanco oriental del reino, logró encadenar algunas victorias importantes y reforzar su ejército con oficiales otomanos.  A ello contribuyeron también las diferencias y la descoordinación entre don Juan de Austria y el marqués de los Vélez en la dirección de la guerra, y las discrepancias en el seno del alto mando en la ciudad de Granada, donde se produciría la caída política de don Íñigo López de Mendoza, el único que apostaba entonces por una salida negociada al conflicto. Mondéjar fue llamado a la Corte en septiembre, para no volver a ejercer el cargo de capitán general del reino. Sin embargo, Aben Humeya no consiguió extender con éxito la revuelta al litoral almeriense. Cuando intentó de establecer contactos con don Juan de Austria para negociar su rendición y obtener garantías para él y su familia, sus cartas fueron interceptadas. El otrora rey de los moriscos fue acusado de traición por sus opositores y asesinado a fines del mes de septiembre. Le sucedió su primo, coronado con el sobrenombre de Aben Aboo, representante de la facción más radical de los rebelados. El nuevo líder era partidario de otorgar nuevos cargos y más poder a los oficiales turcos que Selim II había enviado al reino granadino para adiestrar y mejorar la operatividad del caótico ejército morisco. El giro de los acontecimientos beneficiaba a la Sublime Puerta, ya que al sultán le convenía que una contienda como esta, en el mismo corazón de la Monarquía Católica, se prolongase y de ese modo debilitase la capacidad de intervención militar de Felipe II en el Mediterráneo.

A partir de entonces la guerra se desarrolló en dos focos: la baja Alpujarra y el altiplano granadino. En la baja Alpujarra, el duque de Sessa logró controlar el avance morisco en Órgiva y en el Valle de Lecrín, muy cerca de la capital. En el altiplano quedaba el marqués de los Vélez con un ejército que ponía sitio a Galera. Sin embargo, don Juan de Austria, que había logrado una importante victoria en Guéjar Sierra, decidió avanzar con su ejército hacia la comarca y apartó del mando al marqués de los Vélez, quien no ocultaría su profunda desafección por considerarse maltratado, dado el enorme esfuerzo que había realizado para movilizar tropas y recursos propios al servicio de la Corona. El hermanastro de Felipe II se lanzó a la conquista de Galera a fines de enero de 1570, sitio que alcanzó elevadas cotas de crueldad y que marcaría el inicio de serie de victorias en el campo cristiano, como la exitosa conquista de Serón. Empero, todavía quedaron focos de resistencia en la comarca de las sierras malagueñas, a lo que se unió la llegada de nuevos refuerzos enviados por el Imperio Otomano, que propiciaron algunos éxitos aislados del bando morisco, como la toma de Castel de Ferro. Fue entonces cuando El Habaqui, líder del sector moderado, consiguió convencer a Aben Aboo de que solo podía producirse una salida negociada al conflicto. Inició conversaciones de paz con don Juan de Austria y declaró el 13 de mayo la rendición de la mayoría de los líderes moriscos. Sin embargo, los cabecillas más radicales, apoyados por los turcos, se resistieron y convencieron de nuevo a Aben Aboo de continuar con la guerra. El Habaquí fue asesinado, terminándose así con la posibilidad de una rendición negociada. La campaña dio sus últimos coletazos con la persecución de los restos del descompuesto ejército morisco en las Alpujarras, mediante expediciones de cuadrillas de soldados que dieron rienda suelta a su odio contra los moriscos, practicando saqueos y racias de una violencia extrema. Con el licenciamiento de las tropas reales en noviembre de 1570 y la salida de don Juan de Austria y don Luis de Requesens del reino, para dirigir la flota de la Santa Liga contra el Imperio Otomano, se producía el final del conflicto, cerrado definitivamente con el asesinato de Aben Aboo el 13 de marzo de 1571 a manos de sus propios hombres, quienes entregaban su cabeza a las autoridades granadinas.

Sin duda, la rebelión de las Alpujarras marcaría un antes y un después. En el plano militar, sirvió para replantear en adelante toda la política y la estrategia defensiva de la Monarquía de Felipe II, registrándose a partir de la década de 1570 y hasta fines del XVI un importante programa de reformas que buscaban fortalecer el cinturón de defensa peninsular y propiciar la formación de un ejército de reserva, la milicia general de Castilla, que debía estar preparado para su movilización en casos de emergencia. La misma guerra evidenció las carencias de la administración castellana en este punto. Aquella fue especialmente compleja por las características orográficas del territorio donde se desarrolló y mucho más costosa y larga de lo que se había previsto inicialmente. La zona era un territorio montañoso que los naturales conocían muy bien, propicio para el desarrollo de escaramuzas y emboscadas. Por ello buena parte de la campaña se desarrolló como una “guerra de guerrillas” a pequeña escala en la que el terreno fue un actor fundamental, que determinó la prolongación del conflicto. En las operaciones militares de represión participaron tanto tropas de milicias, integradas por civiles sin sueldo, cuyo principal incentivo era el botín y el saqueo de las aldeas moriscas, como tropas profesionales pagadas por la Corona, en su mayoría tercios procedentes de Italia, mucho más disciplinados, mejor armados y más eficaces en el desarrollo de una guerra de guerrillas y de cuerpo a cuerpo. Por otro lado, se tuvieron que movilizar importantes contingentes armados en diferentes sectores del reino, lo que conllevó una evidente complicación en la logística -transporte de tropas y avituallamiento- y un importante gasto financiero durante la contienda, que fue asumido no solo por la Corona, a través de sus pagadores del ejército, sino también por señores como el marqués de los Vélez, con una gran capacidad y contactos para movilizar tropas. Durante la fase final de la contienda, cuando ya se había controlado la mayor parte del territorio, adquirieron gran protagonismo las cuadrillas de soldados, que tenían como misión  perseguir  y reducir los restos insurgentes del ejército morisco. Estas estaban integradas en gran medida por parientes de “mártires” cristianos que habían sido asesinados por los moriscos y, en lugar de  guiarse por los planteamientos y tácticas militares de la época, dieron rienda suelta a su odio exacerbado mediante una violenta campaña de asesinatos y saqueos indiscriminados, llevados principalmente por su sed de venganza y sin ningún control por parte de los oficiales militares.

Este último punto es esencial para entender que la guerra de rebelión morisca reunió todas las características de una verdadera conflagración civil en territorio peninsular. En ella se radicalizaron hasta límites insospechados los odios acumulados durante más de sesenta años hacia los cristianos viejos por parte de una población mayoritaria pero marginada y explotada económicamente, del mismo modo que se alentaron los viejos odios y resentimientos de la población cristiano vieja contra sus vecinos moriscos, acusados de ser falsos cristianos y una verdadera “quinta columna” del Turco. Desde el principio se declaró la guerra abierta, con disposiciones tan importantes como la de octubre de 1569, cuando, como nos recuerda Luis del Mármol Carvajal, se declara “guerra a fuego y sangre” contra los rebelados y se concede campo franco a todos los cristianos que colaboren en sofocar la revuelta, a cambio de la promesa del botín íntegro de las capturas de moriscos. La utilización del botín como incentivo para las tropas cristianas dejó la puerta abierta a una auténtica guerra de saqueo y contribuyó a radicalizar aún más los niveles de violencia en el conflicto. Es cierto que las autoridades trataron de limitar estos desmanes, pero no fue suficiente y se vieron totalmente desbordadas, incapaces de mantener el orden social, produciéndose así la pérdida del control de la violencia legitimada por parte de la Corona, rasgo característico de los conflictos civiles.

Episodios como las matanzas de cristianos viejos de Ujíjar, donde numerosos religiosos y civiles cristianos viejos fueron pasados a cuchillo y sometidos a sacrificios, son un ejemplo de los resentimientos y los viejos odios acumulados por los moriscos contra sus vecinos a lo largo de años. Este tipo de masacres, como la producida tiempo después en Andarax, sirvieron para alimentar aún más la sed de venganza de los soldados y civiles cristianos viejos contra los naturales del reino y constituyeron la excusa perfecta para las masacres contra los moriscos, producidas desde los primeros compases de la revuelta. La matanza de más de un centenar de moriscos en las cárceles de la Chancillería en marzo de 1569, las represalias de Mondéjar contra los rebeldes en el Peñón de las Guájaras, la violencia con la que actuaron las tropas del marqués de los Vélez en Félix, la toma del peñón de Inox o la sangrienta conquista de Galera a manos de don Juan de Austria –donde se produjeron miles de muertos- son claro ejemplo de ello.

En el ámbito social y demográfico el balance de la guerra fue catastrófico. A las muertes producidas en campaña, hay que añadir la destrucción de gran parte del territorio y la represión y expulsión de sus naturales. A pesar de que las autoridades castellanas conocían muy bien las disensiones internas en el bando morisco, no quisieron tener en cuenta estos matices a la hora de aplicar su política de “pacificación” del territorio, aun conociendo la existencia de un importante contingente de “moriscos de paces”, que no se habían rebelado contra Felipe II. Desde la Corte, la rebelión fue conceptualizada como delito de lesa majestad divina y humana. Los moriscos rebelados fueron tachados de traidores e infieles, por lo que quedaba legitimada, desde el punto de vista legal, la esclavitud de los moriscos levantiscos -a excepción de los niños menores de 10 años-.  Sin embargo, las medidas de represión no solo afectaron a los rebelados, también al resto de los moriscos que no apoyaron la revuelta. En febrero de 1571 fueron deportados en masa, repartidos por Castilla y vieron confiscados sus bienes, que a la postre serían repartidos entre nuevos pobladores procedentes de diferentes puntos de Castilla, al objeto de repoblar aquellas áreas que se vieron más afectadas por la expulsión. La salida forzosa de los moriscos del reino de Granada representaba el fracaso de la política de asimilación emprendida por la Monarquía desde principios de siglo y preparaba el camino para la futura expulsión de todos los moriscos de España, decretada en 1609 por Felipe III. Y, lo más importante, conllevó un grave proceso de despoblamiento de regiones donde la mayoría o la totalidad de la población era morisca, y el inicio de un período de crisis económica en el reino, cuya tierra, como recordaba Diego Hurtado de Mendoza, había quedado “despoblada y destruida”. La política de repoblación de Felipe II no solucionó el problema y el territorio tardaría mucho tiempo en recuperarse del impacto social, económico, religioso y cultural de lo que, al decir de los cronistas más importantes del conflicto, fue una auténtica guerra civil. La más importante producida en suelo peninsular en el siglo XVI.

Autor: Antonio Jiménez Estrella

Bibliografía

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2019-01-17T10:15:19+00:00

Título: Portada de la Historia del rebelión y castigo de los moriscos del reyno de Granada, de Luis del Mármol, edición de 1600, Málaga. Fuente: Fundación Carlos Ballesta López. Luis del Mármol Carvajal, testigo de [...]