Los abundantes factores negativos que incidieron sobre Andalucía en el siglo XVII dibujaron escenarios de drama pero, pese a ellos, la población fue capaz, hasta cierto punto, de superar las sucesivas crisis demográficas del periodo. En el balance demográfico se estancó el crecimiento del interior, en contraste con el desarrollo pujante del litoral que configura un nuevo modelo de distribución poblacional que perduró largo tiempo.

En la centuria se produjo la unificación poblacional del Oriente y Occidente andaluz, que se igualaron en un homogéneo modelo socioeconómico tras la instauración definitiva del modo de vida castellano que puso fin a la peculiar “sociedad mixta” existente hasta entonces en la Andalucía del Reino de Granada hasta fines del siglo anterior. La negativa repercusión de la salida de los moriscos se mantuvo por tiempo, marcando la decadencia de comarcas como las Alpujarras, las tierras de Guadix y Baza, el Almanzora o la sierra de Ronda. Para tales sitios, junto con otros, la repoblación puesta en práctica para suplir el déficit demográfico fue claramente insuficiente. Por añadido, la segunda expulsión de moriscos realizada en el periodo de 1609 a 1610 se sumaría a la anterior salida forzosa con nuevas pérdidas que, en el caso del Reino de Granada, se aproximó a las 2.000 personas que embarcaron desde Málaga y Almuñécar; y con especial incidencia en los territorios de Sevilla, Córdoba y Jaén, con la salida de 25.000 moriscos de un censo total de 30.000. En particular, en la ciudad de Sevilla afectó a unos 7.500 útiles moriscos, lo que se une con los primeros síntomas de estancamiento de la hasta entonces gran urbe andaluza.

Andalucía sufrió una fuerte incidencia de las sucesivas crisis de mortalidad, que quebraron la evolución poblacional. Las epidemias se extendieron afectando a grandes áreas territoriales en tres grandes ciclos: 1598-1602, 1647-1652 y 1678-1679. El primer periodo, llamado de la “peste Atlántica”, se inició en el verano de 1598 afectando de Este a Oeste, y de modo desigual a los cuatro reinos, e incluso traspasando al Norte de África. Su incidencia resultó grave para determinados núcleos urbanos, como Málaga, Sevilla y Córdoba, mientras que en el extremo Oriental andaluz fue más moderada. La capital hispalense, la ciudad más poblada de Andalucía, escapó de la peste en el inicio epidémico, pero no pudo contener su efecto ya en el verano de 1602 y sufrió la brutal pérdida de 10.000 almas. Aun así, el balance de la primera crisis para Andalucía resultó más moderado que otras regiones españolas. En general, como en otros casos similares, el contagio fue más intenso en los núcleos urbanos mejor comunicados que el medio rural donde era más difícil propagación. Hubo villas que permanecieron al margen de la epidemia -caso de Iznalloz o Mojácar-, y la peste apenas afecta a comarcas alejadas de las principales rutas de comunicación, aunque también estas sufrieron un fuerte retroceso debido al desgaste de su modelo socioeconómico.

La crisis de los años centrales fue la más grave de la centuria. Volvió a castigar, con mayor dureza, a la Andalucía Occidental. De su temible acción dejó abundantes ejemplos, como el caso de Córdoba, a la que castiga en 1649 y donde causó -a decir del doctor Martín de Córdoba- entre 7.500 y 13.700 muertos.  Sevilla en dicho año alcanzó una mortalidad de tal magnitud que los contemporáneos citan cifras imposibles, pues la Casa de Contratación informó que “pasarán de cien mil los que han muerto de tres meses a esta parte (y) muy pocas casas o ninguna ha perdonado la enfermedad”. Y Sevilla, frente a su anterior esplendor del XVI, ya no superó en mucho tiempo la cifra de los 80.000 habitantes.

El siguiente ciclo, de 1678-1679, siguió en gravedad al anterior, pero se trasladó el azote a las ciudades y comarcas orientales. Para Granada significó la más virulenta epidemia, siendo el su epicentro desde donde se irradió a otros lugares, causando en múltiples sitios una gran pérdida de vidas. La propia ciudad granadina sufrió la cifra de fallecidos más alta de todo el siglo: más de 5.000 entierros en los dos años.

Junto con las epidemias, las sucesivas crisis agrarias contribuyeron al deterioro poblacional. El siglo XVII se caracterizó en Europa por la cambiante climatología de valores extremos e incidió de modo directo sobre la variable demográfica, y la que no escapó Andalucía. A los largos periodos de sequía le siguieron centurias con años de malas cosechas y se extendió el hambre, forzando un éxodo de los campesinos hacia las ciudades, donde tampoco lograron mejorar sus condiciones de vida. Antes al contrario, confiaron su supervivencia a la ineficaz caridad pública, ose arrastraron a la práctica de la delincuencia. La expresión del descontento popular fueron las numerosas sublevaciones populares por causa de las escasas subsistencias o de la gravosa fiscalidad impuesta, en el marco de un ineficaz sistema y por la incompetencia de unas autoridades corruptas.

Otros factores negativos contribuyeron al desgaste poblacional, caso del mantenimiento de la maquinaria de guerra por su alto coste en una centuria crítica para la Monarquía Hispánica por la continua necesidad de hombres para el ejército. Andalucía, tierra de ciudades en las que levantar ejércitos, hubo de aportar en reclutas y movilizaciones una importante proporción de su población a lo largo del siglo. Ejemplo de ello fueron los más de 20.000 granadinos que partieron en el siglo XVII para los diversos frentes; su número representó una elevada pérdida para una ciudad que apenas superaba los 40.000 habitantes. Además, a las adversidades se unieron otras salidas como la emigración a Indias -clandestina o legal- que sirvió de escape ante las duras condiciones materiales del periodo.

El extenso litoral andaluz recibió el mayor empuje demográfico del periodo, siendo un ejemplo más del movimiento centro-periferia que afectó al conjunto de la Península Ibérica. En Andalucía el crecimiento se debió a diversos hechos; un ejemplo fue el auge azucarero de la producción de la caña, con su consiguiente fuerte demanda de mano de obra, produciéndose la ampliación de tierras de cultivo en zonas como el delta del Guadalfeo del litoral abderitano. Allí se formaron nuevas vegas -excelentes por su calidad productiva-, debido al depósito de materiales tras el arrastre fluvial de los sedimentos erosionados en la montaña. Fue en Adra donde el aumento alcanzó la mayor intensidad: recibió nueve inmigrantes por cada vecino viejo. El territorio de la hoy Almería -partiendo de la despoblación absoluta, como consecuencia de la expulsión morisca- incrementó el número de nuevos pobladores como en ningún otro lugar de Andalucía e incluso de Castilla. La denominada “segunda repoblación almeriense”, no organizada desde el poder central -si bien demandada reiteradamente por instituciones como el Cabildo almeriense-, ejerció un poderoso efecto llamada sobre áreas próximas como el vecino Reino de Jaén. La ciudad de Almería es un buen modelo de progreso, ya que frente a sus problemas iniciales (como fueron el deterioro por abandono de su fértil vega o la actividad pirática que creaba un clima de inseguridad y dificultad para el comercio), cambió de signo demográfico en el siglo, recuperando su nivel de población, creciendo hasta superar la crisis. Prueba de ello fue la necesidad de ampliar el casco urbano, creándose nuevas parroquias con el fin de asistir a la nueva feligresía. Pero no se trata de un caso aislado: los datos muestran una intensa actividad poblacional en sitios como Olula del Río, que creció hasta cuadruplicarse; Albox, que se le aproxima; Níjar, que duplica sus efectivos; o Tahal, Roquetas y Vícar.

En la costa atlántica, Cádiz destaca por un empuje demográfico que la aleja de la crisis del interior. La ciudad manifestó su vitalidad pese a sufrir ciertas epidemias de orden menor, junto con carestías y factores adversos como los vientos huracanados, los terremotos e, incluso, el intento de asalto inglés. El siglo XVII es anticipo de la siguiente centuria, una etapa de auge que será conocida como el siglo de oro gaditano. Diversos hechos, beneficiosos para su economía, motivaron que un gran número de mercaderes extranjeros decidieran en el siglo XVII trasladar sus negocios de Sevilla a la Bahía, estimando sus mejores condiciones y posibilidades de comunicación. Como consecuencia, Cádiz multiplicó por siete su población, en un espectacular salto en el cual alcanzó los 40.000 pobladores  en el año de 1700. La pugna con Sevilla por la capitalidad de la Carrera de Indias fue muy dura. Sevilla, paso a paso, iría perdiendo fuerza pese a conservar el aparato burocrático del comercio, pasando Cádiz a convertirse en el verdadero centro del comercio. El golfo gaditano recibió también el empuje demográfico. Pese a una crisis localizada en determinadas localidades, su población se duplica en el Puerto de Santa María gracias a la comercialización del vino y la presencia de grandes mercaderes; reactivándose también en Sanlúcar, y aumenta con notable fuerza en San Fernando.

En el interior de Andalucía el panorama resultó bien distinto. Las ciudades de Granada y Córdoba fueron tan solo un mal reflejo de la enorme fuerza y vitalidad que alcanzaron en siglo anterior. El Reino de Jaén, deudor también del esplendor del Renacimiento, sufrió con la pérdida poblacional de sus grandes asientos y con las crisis de Alcalá la Real o en la propia capital jiennense, pero, en especial, por las espectaculares regresiones en algunas de sus localidades: Andújar vivió un retroceso de más de un tercio, Úbeda y Cazorla perdieron la mitad de su población; Baeza, la más dramática, alcanza el inquietante valor de perder casi dos tercios del total de sus habitantes. El caso del Reino de Sevilla fue, asimismo, dramático para su capital, ya que no logró superar la crisis hasta bien entrado el siglo XVIII, convertida en la ciudad modelo de la picaresca de aquel tiempo y la más violenta del periodo. Así, por ejemplo, en mayo de 1652 se dio el levantamiento del barrio de la Feria, que agrupaba a los tejedores. Por el contrario, las importantes agrovillas de su territorio supieron compensar, en cierto grado, las adversidades que pesaron sobre su demografía, resistiendo la crisis, e incluso creciendo en determinados casos, pues en las localidades de Jerez, Carmona, Utrera, Écija y Osuna, aun con dificultades, el siglo XVII no significó una catástrofe para su población.

Autor: Francisco Sánchez-Montes González

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