La trayectoria artística del pintor Juan Espinal Narváez (Sevilla, 20 de septiembre de 1714 – 8 de diciembre de 1783), se desarrolla entre el aprendizaje en el dinámico taller de su suegro Domingo Martínez –durante el segundo cuarto del setecientos–, y la puesta en práctica del modelo de enseñanza academicista de la joven Real Escuela de las Tres Nobles Artes de Sevilla, de la que Espinal fue Director de la clase de Pintura entre los años setenta y ochenta del citado siglo. Por tanto, en casi seis décadas de ejercicio de su oficio, pasó de interpretar las corrientes pictóricas propias del último barroco a apuntar tímidamente las maneras serenas y bellas que presagiaban el nuevo gusto del neoclasicismo. Sin embargo, unida a Espinal siempre estuvo la reforma: transgredió los límites de la tradición pictórica de su tiempo al inicio de su carrera al separarse de los postulados murillescos que tan hábilmente interpretó Domingo Martínez, y se escindió la escuela de pintura local de su herencia al morir sin encontrar dignos recreadores de su obra.

Integrado en el obrador de pintura más activo de toda Sevilla, el de Domingo Martínez (Sevilla, 1688–1749), y compañero de Andrés Rubira (†1760), Pedro Tortolero (†1767), Francisco Miguel Jiménez (1717 – 1793) y Juan José de Uceda (†1786), Espinal aprendió sobre la marcha y a fuerza de trabajo los misterios técnicos y artísticos de la práctica pictórica de la mano de los mejores referentes de la ciudad: la inspiración de Murillo –que tanta admiración suscitaba en Martínez–, las relaciones sociales y el éxito económico que cosechó el titular del taller –de los que se sirvió Espinal como yerno y heredero de su maestro–, y el esfuerzo competitivo que proporcionarían sus compañeros de obrador, algo que le reportó ser el mejor y más importante artista de su generación, el asesor de confianza de instituciones como el Ayuntamiento y el Arzobispado –contó con la confianza personal de dos cardenales: Francisco Solís Folch de Cardona (arzobispado, 1755-1775) y Francisco Javier Delgado y Venegas (arz., 1776-1781), para quien pintó lienzos como San Joaquín, Santa Ana y la Virgen y San Miguel Arcángel–, maestro de teóricos del arte como Ceán-Bermúdez, hábil intérprete de las influencias foráneas y precursor del nuevo gusto. Tanta fue su erudición que ayudó a confeccionar el memorial que el conde del Águila y Francisco de Bruna redactaron para que lo utilizara Antonio Ponz a la hora de conformar el tomo IX de su Viage de España, dedicado a Sevilla.

El estilo pictórico de Espinal se correspondía plenamente con el gusto mayoritario en el periodo 1750-1770, entre la desaparición de Martínez y los primeros pasos de la Real Escuela. Por un lado había asimilado plenamente las maneras de su maestro, las grandilocuentes, con un punto de encorsetamiento y rigidez, del pleno barroco –deudoras del peso significativo de la obra de Murillo más temprana, la de mayor naturalismo–, pero por otro quiso continuar la última labor de Martínez en pos de la recreación de un modo un tanto más ligero, concreto y sencillo en el mensaje, que no en la forma. Se estaba dando paso así a la pintura del último barroco que en la obra de Espinal cuajó, precisamente, gracias al alejamiento formal de la pintura de Murillo y contando, cada vez más, con las aportaciones foráneas del rococó francés e italiano. Sin embargo, como la temática y objetivo de las mismas no servían, en esta época y de forma mayoritaria, a un estamento cortesano, Espinal se sirvió de otras referencias para dotar a sus composiciones de unos caracteres más individualistas, dinámicos y expresivos encontrados en la pintura de Valdés Leal. Ejemplos de todo ello se pueden observar en las pinturas de las Santas Justa y Rufina del Ayuntamiento de Sevilla y en la Virgen del Carmen de la capilla de San Onofre de la misma ciudad, de similitudes interesantes. Por una parte, el tratamiento de los rostros, que aparecen redondeados, bien enmarcados por cejas curvas y con ojos bajos o discretamente entornados, es una de las señas de identidad de Espinal, pero resulta deudor, por su nobleza, de algunos retratos franceses, que seguramente conocería por medio de copias o estampas, como el de Madame Bergeret, conservado en la National Gallery of Art de Washington y realizado por Boucher en 1741. Otra característica similar en otros cuadros es el cuello largo y refinado con una levísima hendidura en su base, manifestada con claridad en las pinturas que tratamos. Un detalle que lo despega de la tradición local es el entorno de las figuras. No aparecen de pie, sino sentadas; no sostienen la Giralda, sino que la torre se ve al fondo de la composición como un mástil sobre una pequeña isla de casas que representa la urbe oscura y rodeada de cierto halo de misterio. Esta opción elegida por Espinal no deja lugar a dudas sobre su distancia del ideal murillesco. La inclusión de los personajes secundarios no aporta belleza o argumento a los cuadros, sino que refuerza, con su expresividad, la idea que se quiere plasmar. En el caso de las Santas Justa y Rufina unos ángeles de cierto valdesianismo las coronan con hojas laurel y en el de la Virgen del Carmen las ánimas parecen, claramente, las de unos pecadores con pocas posibilidades de redimirse. Todo presenta dudas de irrealidad, como el recuerdo dejado por un sueño.

Verdaderamente ese estilo, que se ha dado en llamar durante décadas, «estilo de Espinal», y que ha servido para englobar no solo su producción, sino la de los numerosos pintores de su tiempo inspirados por ella, debió resultar especialmente atractivo para las instituciones y particulares más poderosos, que le reclamaron una y otra vez que pintase para ellos con ese elegante sentido del cromatismo –en el que se compaginaba la claridad y la sombra–, con su dibujo ágil y pincelada suelta, ligera y un tanto enfática que no acaba por perfilar los contornos y consigue dotar de vida a la mayoría de las figuras, encuadradas, por otra parte, en esos fondos de arquitecturas o paisajes presentados, las más veces, bajo una capa de neblina, como si al difuminarlas consiguiese apartarlas de la propia realidad representada en el primer plano del cuadro.

En la nueva institución de enseñanza Espinal el puesto de Director de Pintura, y lo ejerció hasta su muerte en 1783, teniendo a su antiguo compañero en el taller, Francisco Miguel Jiménez, como su Teniente de Dirección, y allí desarrolló la enseñanza de discípulos como Juan de Dios Fernández (1745 – 1801) y José Alanís (c. 1750-1810).

De su hacerse eco de las nuevas corrientes pictóricas y de su tímido avance en pos de un cierto academicismo se tienen buenas muestras en dos pinturas de notable interés: Venus y Vulcano del Museo de Bellas Artes de Sevilla y la Alegoría de la pintura sevillana de la Real Academia de San Fernando de Madrid. La primera, seguramente realizada para la Real Escuela y posteriormente traspasada al Museo en la centuria decimonónica, estuvo registrada en el Inventario de las pinturas requisadas por los franceses en 1810, según la conocida publicación de Gómez Imaz, figurando en el mismo como «original de Espinar». El clima envolvente es un tanto opaco, tan propio de Espinal, y pretende manifestar el calor y los reflejos de la fragua del dios herrero, así como dar una buena muestra de la plasmación anatómica de los personajes: Vulcano, de cuerpo musculado, sudoroso y enrojecido, y Venus, rodeada de un aura de belleza a la que contribuye el foco de luz que cae discretamente sobre ella, la palidez rosada de su piel, el escorzo de la pierna izquierda extendida hacia delante como si estuviese copiado directamente uno de los yesos de esculturas clásicas que poseía la Real Escuela, y sobre todo –y esto lo compromete con el «bello ideal» del neoclasicismo mengsiano–, la condición en que están dispuestos sus ropajes, ya que, por un lado, caen lánguidos y, por otro, están ejecutados a base de finas pinceladas que lo diferencian de los rotundos y pesados, en comparación, de las Santas Justa y Rufina vistas con anterioridad. El lienzo de la Alegoría de la pintura sevillana, aunque se ha especulado con la posibilidad de que fuera un cuadro enviado a dicha institución en los años en los que comenzaba la escuela de dibujo sevillana y estaba necesitada de amparo académico y financiación regia, parece más probable, a tenor de alguna noticia documental donde se detallan los envíos de Espinal –»una fig.ª pintada al olio sentada por el Natural; Otra copiada por la estatua griega de mercurio», un cuadro que debió realizar en el enigmático viaje a Madrid en 1777, en el que debió tomar nota de las últimas tendencias que allí se practicaban.

Precisamente por todo ello no parece posible que, si pintó hasta un par de años antes de su muerte y teniendo la paga asegurada de la Real Escuela «muriera pobre y enfermo» como apunta Ceán-Bermúdez en el desagravio historiográfico de su Diccionario. Los datos demuestran que murió, por el contrario, en el apogeo de su carrera, como acreditado profesor del arte de la pintura y como hábil intérprete de las nuevas tendencias, que tímidamente empezó a añadir a sus obras de los últimos años, como denuncian, además, algunas de las formas equilibradas y un tanto frías de lienzos como los que realiza para el comerciante onubense Manuel Rivero. Esto último lo prueba la correspondencia que Alonso de Mena mantiene con la familia Rivero en relación a una serie de lienzos que había sido enviada por Espinal para decorar el oratorio de su villa. Ante las críticas que hace la familia a la falta de sangre y realismo de las pinturas, Mena responde, quizá por boca de Espinal, «que los más célebres pintores han huido de ensangrentar las santas imágenes del Redentor por lucir más su destreza en la pintura de la carne natural y organización que con las heridas y cardenales se confunden», poniendo como prueba la pintura de Morales, Murillo o Cano donde nunca se hallará sangre ni cardenales porque «se omite por sabido».

Desgraciadamente, el ejemplo y altura de miras de Espinal respecto al devenir de la pintura sevillana no fue seguido por discípulos notables. Su hijo Domingo Espinal, abrazó la carrera eclesiástica y aunque colaboró con su padre en la labor de decoración del techo de la escalera del Palacio Arzobispal, fue uno de los muchos sevillanos que pereció en la epidemia de fiebre amarilla de 1800. Influyó en otros muchos artistas, como compañero y profesor de la Real Escuela, pero nadie asumió su estilo ni sus ideas, perdiéndose así el rico bagaje que traía Espinal, desde la tradición de Murillo y Valdés Leal, hasta los métodos de aprendizaje y plasmación artística de su maestro Domingo Martínez, al que sumó la originalidad de su genio a la hora de enfrentarse con temas conocidos, como si fuera la primera vez que se abordaban en la pintura sevillana.

Autor: Álvaro Cabezas García

Bibliografía

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CABEZAS GARCÍA, Álvaro, «Venus y Vulcano de Juan Espinal: precisiones sobre su iconografía y medio artístico», Revista de humanidades, nº 26, 2015, pp. 11-32.

PERALES PIQUERES, Rosa María, “Juan Espinal”, Arte Hispalense, nº 24, 1981.

PERALES PIQUERES, Rosa María, “Influencia de Murillo en las Vírgenes de Juan Espinal”, Archivo Hispalense. Revista histórica, literaria y artística, nº 195, 1981, pp. 123-128.

VALDIVIESO, Enrique, “Tres nuevas obras de Juan Espinal”. Laboratorio de Arte: Revista del Departamento de Historia del Arte, nº 1, 1988, pp. 163-167.

VALDIVIESO, Enrique, “Una serie pictórica de la vida de San Ignacio de Loyola por Juan Espinal”, Laboratorio de Arte: Revista del Departamento de Historia del Arte, nº 13, 2000, pp. 391-402.