Nació en Florencia en 1476, hijo de Lazzaro di Pietro, panadero de oficio. Fue según Vasari discípulo de Domenico Ghirlandaio, trabajando en Roma junto a Pinturicchio en el Appartamento Borgia entre 1492 y 1494. Según ha documentado Cecilia Filippini, en 1503 abriría  taller durante tres años junto al pintor Antonio di Stefano en la localidad florentina de San Lorenzo. Cinco años después se encuentra nuevamente en Roma, trabajando con Miguel Ángel en la bóveda de la Capilla Sixtina. Nada se conserva de lo que consignó Vasari como obra suya. Venturi le atribuyó la talla de unas puertas en el baptisterio de Pistoia, discriminando su intervención en el Appartamento Borgia: la Dialéctica en la sala de las Artes Liberales y la Adoración de los Magos en la de los Misterios. Más recientemente, Sricchia Santoro ha puesto en su haber un homogéneo grupo de pinturas que lo revelarían como un seguidor de Piero di Cosimo que fue evolucionando seducido por el  pujante estilo de Andrea del Sarto, acreditando asimismo el conocimiento de las primeras Madonne romanas de Rafael. Estas obras serían la Madonna del Pozzo (Florencia: Uffizi), una Virgen con el Niño y San Juanito (Schloss Vaduz, Sammlungen des Fürsten von Liechtenstein), tres tondos con el mismo tema (dos en los Uffizi y el tercero en Perugia, col. Ranieri di Sorbello), dos Sagradas Familias (Viena: Kunsthistorisches Museum y Florencia: Galleria dell’ Academia) y el Templo de Hércules (Florencia: Museo del Palazzo Davanzati).

Lázaro de Velasco, arquitecto, miniaturista y traductor de Vitrubio, describió a su padre como “hombre alto, enxuto, cenceño, rubio y blanco”, calificándolo como “excellentíssimo pintor y primo escultor”, hijo asimismo de escultores y hermano de Francisco el Indaco, al que valoró como excelente pintor, escultor y arquitecto.

Consta en España a partir de 1520, quizá con Pedro Machuca, atraído por el mecenazgo imperial desplegado en Granada. Ese mismo año se documenta en Jaén, contrayendo también entonces matrimonio con Juana de Velasco, hija del entallador Juan López de Velasco. Desde octubre Torni figura en la capilla real, dando muestras para distintas realizaciones mobiliarias: la pintura de la caja del órgano, la talla de la cajonería y reja de madera de la sacristía. Gómez-Moreno le atribuyó además los diseños de las  filateras de las bóvedas, de la sillería del coro y de las puertas de la sacristía. Sus grutescos reaparecen también en la portada de la inmediata Lonja, obra de García de Pradas. En febrero de 1521 contrató la realización del retablo de la Santa Cruz y, junto a  Pedro Machuca, la restauración de las tres tablas de la Pasión de Dierick Bouts que debían colocarse en su primer cuerpo y la pintura al óleo de otras siete. El retablo ha llegado hasta nosotros desprovisto del segundo cuerpo, amputado en 1753 cuando se instaló en la capilla de San Ildefonso. Está estructurado por columnas adosadas recamadas de candelieri salvo el tercio inferior, según solución adoptada por Andrea Sansovino en los mausoleos de los cardenales Sforza y Basso Della Rovere. Las columnas, con traspilastras en los extremos, están sobrealzadas por elevados pedestales que sirven para articular el banco del retablo. Lo corona un frontispicio semicircular con remate palmiforme, seguramente incompleto. Tanto los pedestales como el friso se decoran con fantásticos grutescos tributarios del bagaje ornamental de Pinturicchio. De las pinturas atribuidas a Jacopo se conservan in situ la Última Cena y Pentecostés, quedando descontextualizada el Encuentro con los discípulos de Emaús. La Cena, completamente al margen de la composición y del electrizante clímax gestual de la de Leonardo, distribuye novedosamente a los comensales en semicírculo, en  una mesa en forma de U deducida de versiones de Ghirlandaio (Badia di Passignano,  conventos di Ognissanti y san Marco), de las que también dependen soluciones tradicionales como la generalizada desconexión emocional de los comensales, la representación de san Juan recostado en el pecho de Cristo o el aislamiento de  Judas sentado al otro lado de la mesa. Algunas de las figuras evidencian claramente la sugestión por los elegantes esquemas miguelangelescos de la Sixtina. La calidad de Pentecostés resulta muy inferior a las otras dos pinturas, saldándose con una defectuosa definición perspectiva de la arquitectura que deja en evidencia la descompensación entre figuras y espacio, la incapacidad para mostrar a los trece protagonistas que participan del milagro o la ambigua posición de la Virgen que, por la desproporción entre sitial y atril, parece también orante, aunque como es preceptivo en la iconografía del tema está sentada. Los tipos fisionómicos de los apóstoles no encuentran tampoco equivalencia en los idealizados rostros de los de la Cena. Es seguramente obra de algún colaborador. La admiración por Masaccio, como advirtieron Gómez-Moreno y Calvo Castellón, está muy presente en los monumentales cánones de los protagonistas del Encuentro de Emaús, como en el realismo fisionómico de los discípulos, del que sin embargo queda indemne el rostro idealizado de Cristo. La gesticulación de las manos da lugar a un atento estudio de los drapeados, con airosos despliegues de las telas, teñidas ya con los colores de la maniera. La escena transcurre ante un paisaje crepuscular que se aleja mediante la confluencia de oportunas ortogonales.

Lázaro de Velasco asigna también a su padre el grupo de la Anunciación, de composición piramidal, esculpido en piedra e instalado sobre la portada de la sacristía. La acción, fascinante en su propia simplicidad narrativa,  transcurre en un tempo lento e maestoso presidida por una calma gestual y una ponderada elegancia en las posturas: aceptando con una dignísima gravedad la salutación de Gabriel, la Virgen se vuelve sobre sí misma, describiendo una tan compleja como ágil rotación resuelta con esa habilidad sin esfuerzo que Castiglione en El Cortesano definiera como sprezzatura y que, por extensión, reconocemos en las mejores manifestaciones de la maniera. La repolicromía que luce el grupo a base de carnaciones oscuras y tonos lisos, acentúa groseramente los rasgos fisionómicos.

Gómez-Moreno le atribuyó el Entierro de Cristo del Museo de Bellas Artes de Granada, en madera de nogal policromada, obra maestra de la escultura del Renacimiento en España. Aunque más recientemente se han valorado otras autorías, la confrontación con la citada Anunciación y con la gestualidad de algunos de los apóstoles de la Última Cena, no deja lugar a la duda sobre su responsabilidad, independientemente de la segura colaboración de otros escultores como Jerónimo Quijano. Procedente de una capilla del claustro grande del monasterio de San Jerónimo, pudo presidir la capilla mayor de la iglesia, panteón del Gran Capitán.  De  hecho el grupo escultórico está concebido para una instalación adosada al muro,  ya que las figuras presentan hueca la parte posterior, sin que tampoco fueran esculpidas las piernas de las situadas tras el sarcófago. Haciendo gala de una sólida cultura clasicista, Jacopo Torni traba las figuras en una composición cerrada de gran compactibilidad describiendo una parábola que enmarca el cadáver de Cristo. La concepción estática del grupo, la sabia concatenación de sus personajes y la severa contención gestual de sus dolientes, lo alejan de las versiones quattrocentescas o contemporáneas de Niccolò dell’Arca, Guido Mazzoni, Agostino de Fondulis o Alfonso Lombardi. En tal sentido, su carácter es esencialmente toscano, muy próximo compositiva e iconográficamente al Entierro de Cristo de Giovanni della Robbia (entre 1500-1510) en la florentina iglesia de san Salvatore al Monte. El expresivo gesto de la Virgen está deducido de una composición de Rafael grabada por Marcantonio Raimondi, mientras que los exóticos atuendos que lucen José de Arimatea y Nicodemo  remiten a la figuración de Pinturicchio. Las cabezas de este último y de san Juan, literales traducciones laocontianas, presentan una volumetría y una coherencia plástica inalienables del conocimiento de la estatuaria antigua y de la mejor tradición escultórica del quattrocento. La figura de María Magdalena resulta fascinantemente ambigua  en su abstraída expresión y en el gesto de la mano deslizándose narcisista por una crencha de su rubia cabellera.  En la imagen del yacente  se impone magnífica la cabeza, con la boca entreabierta y unos impactantes ojos de mirada exangüe a través de unos párpados descolgados, expediente que encontramos en estatuas sepulcrales del quattrocento, pero también en crucificados relacionados con la autoría de Verrocchio. El atenuado dolor del rostro que mantiene intacto el ethos clásico constituye un equilibrado compromiso entre el patético expresivismo de cuño nórdico y la apolínea belleza del Cristo de la Piedad de Miguel Ángel, del que infundadamente se hace depender este, de una frágil estructura ósea y muscular desinteresada por la  formalización de un canon heroico. El sarcófago, que suscribe una tipología de extracción anticuaria muy difundida en la Roma de la segunda mitad del siglo XV por la bottega de Andrea Bregno, exhibe un interesante muestrario de grutescos endeudado con el que Pinturicchio había desplegado en Roma, deducido a su vez de los programas ornamentales de la Domus Aurea.  La policromía, atribuida a Alonso de Salamanca, es rica en oros, estofados en relieve y escalfados, como analizó Sánchez-Mesa.

Historiográficamente, la valoración de Jacopo Torni se enfrenta  con  el problema de la discriminación de sus realizaciones personales respecto de las de sus colaboradores y sucesores. Así el Calvario de la iglesia de la Magdalena de Jaén que se le atribuyó en un principio, se reconoce hoy como una realización de Jerónimo Quijano. Es también el caso de los Crucificados granadinos de San Agustín (convento del Santo Ángel Custodio) y de las Misericordias (Convento de la Concepción), cuyas macilentas anatomías y el desgarrador realismo de sus fisonomías contradicen la  coherencia formal y la compostura clasicista de las obras del escultor florentino. En la iglesia de San Jerónimo también se confunde su intervención y la de Siloe, mientras que en la catedral de Murcia, de la que fue nombrado maestro mayor en abril de 1522, la identificación de su labor está comprometida tanto por la intervención de Francisco Florentino, su antecesor en el cargo, como por la de su sucesor Jerónimo Quijano.

Por el testimonio de Lázaro de Velasco conocemos su intervención en la iglesia del monasterio de San Jerónimo en Granada, cuya capilla mayor había cedido el emperador para panteón de Gonzalo Fernández de Córdoba en 1523, formalizándose el patronazgo en mayo de 1525. Se trata de una obra de diseño más que una empresa constructiva en sentido estricto, a la que Jacopo pudo hacer frente mediante un  competentísimo dibujo, ponderado ya por Vasari, con el que rescató y reformuló muchas de sus experiencias culturales. Más allá de la transformación de su interior, supuso la radical renovación del lenguaje arquitectónico en Granada, inalienable desde entonces de la modernidad del clasicismo italiano.  Los altos pilares góticos fueron sustituidos por un novedosísimo orden colosal de pilastras y traspilastras corintias que, desprovistas ya de los candelieri que cajean las del primer cuerpo de la torre de Murcia, resultan más ortodoxas, idénticas a las traspilastras del retablo de la Santa Cruz. La vocación ornamental de Jacopo reaparece en los monstruos vegetalizados que formalizan las volutas en los capiteles y, sobre todo, en la decoración del friso con parejas de guerreros barbados y desnudos, armados de hachas y con las extremidades inferiores vegetalizadas, sustituidos a la altura del capitel por bustos frontales de dramáticas expresiones. Siguiendo sus diseños se rehicieron también los arcos de las capillas hornacinas de la cabecera del templo, con arcos de medio punto de intradós casetonado y roscas muy molduradas que incluyen decoración robbiesca, sobre parastas decoradas con sendos clípeos en el fuste, expediente de ascendencia lombarda utilizado también en la torre de la catedral de Murcia. Aunque recientemente atribuidos a Siloe, quien concluyó la iglesia a partir de 1528, resultan indudables realizaciones del Indaco los dos retablos pétreos del crucero en forma de serliana. El del lado de la epístola está sostenido en los extremos por ménsulas jónicas y en el centro por un magnífico prótomo de león alado entre delfines vegetalizados, característicos de su bagaje ornamental. Además reencontramos en ellos los personalísimos capiteles con máscaras angulares que, con el precedente del edículo de la Anunciación Cavalcanti de Donatello, también utilizó el Indaco en la catedral murciana. Al exterior, en la cabecera de la iglesia, se reconoce historiográficamente su intervención hasta el entablamento con  friso decorado con carnosas hojas sobre cartones y, asimismo, en las dos rígidas figuras de guerreros tenantes de la heráldica del Gran Capitán. La muerte del artista florentino en Villena el 27 de enero de 1526, abortaría su intervención en San Jerónimo, sustituyéndolo Diego de Siloé, que remataría la iglesia a partir del entablamento  y dotaría de escultura los dos retablos del crucero.

Autor: Miguel Ángel León Coloma

Bibliografía

CAMPOS PALLARÉS, Liliana,“Un recorrido por la pintura de Jacopo Torni: características e hipótesis en torno a ella “,

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GÓMEZ-MORENO MARTÍNEZ, Manuel, Sobre el Renacimiento en Castilla.  I.  Hacia Lorenzo Vázquez.  II.  En 1a Capilla Real de Granada, Granada, Fundación Rodríguez Acosta, 1991.

HERNÁNDEZ PERERA, Jesús, Escultores florentinos en España, Madrid, 1957.

LEÓN COLOMA, Miguel Ángel, “Torni, Jacopo. L’Indaco Vecchio. Florencia (Italia), 1476 – Villena, 27.I.1526. Arquitecto, escultor y pintor florentino”, Diccionario Biográfico Español, Madrid, 2009-2013, s. v.

SRICCHIA SANTORO, Fiorella, “Del Franciabigio, dell’Indaco e di una vecchia questione”, Prospettiva, 71, 1993, págs. 12-33

VENTURI, Adolfo, Storia dell’arte italiana, vol. VII, 2, Milán, 1913.