Durante las guerras de Granada, soldados ingleses se pusieron a las órdenes de los reyes Isabel y Fernando para ayudar, como otros contingentes germánicos, a las mesnadas castellanas y aragonesas. Tras la rendición de la ciudad granadina a comienzos de 1492, la aportación de este cuerpo de guerreros, en particular sus afamados arqueros, no se convirtió en un asentamiento permanente o una estancia prolongada en tierras andaluzas. Sin embargo, pocos años después, la intensa actividad mercantil generada en torno a los puertos del Mediterráneo y Atlántico actuó como foco de atracción de inmigración de esta comunidad norteña, lo que contrasta con las áreas del interior donde la presencia inglesa fue exponencialmente escasa. En los distintos enclaves costeros, distintos grupos de comerciantes comenzaron a establecer sus contactos e intercambios de productos. El centro de sus redes de negocios giró en torno a Sevilla, Cádiz y Málaga, cuya conexión con los puertos de Londres, Southampton, Bristol y Plymouth fue adquiriendo mayor entidad durante todo el siglo XVI.

Sin llegar a las cifras de la comunidad irlandesa existente en las zonas costeras andaluzas, el número de ingleses fue en aumento durante la Edad Moderna. Su principal fuente económica fue el comercio marítimo y todo cuanto estuvo vinculado con dicho sector. Conforme avanzaba el Quinientos, su representatividad fue en aumento. En 1517, los mercaderes ingleses que operaban en Sanlúcar de Barrameda pidieron al duque de Medina Sidonia, su principal valedor, la cesión de unos territorios aledaños a las atarazanas para la construcción de una casa y una capilla a sus expensas y bajo el patrocinio de los obispos de Londres, Winchester y Exeter. Merced a la disposición de un cónsul católico de su nación, se estableció en ella la cofradía de San Jorge, implicada activamente en la vida de la ciudad y sus celebraciones sacras.

La comunidad inglesa se fue afianzando en este clave, beneficiándose de los privilegios que les concedió el aristócrata andaluz. Derivado de ello, se desarrolló la Andalusian Company, compuesta por el cónsul de la nación y doce asistentes. Sin embargo, como consecuencia de la entronización de Isabel I, el volumen de comerciantes católicos se vio reducido notablemente. En 1590, coincidiendo con la estancia gaditana del padre Robert Persons, se autorizó a este jesuita inglés la conversión de los espacios concedidos a la corporación de San Jorge en una residencia o colegio para la formación de seculares de su nación que, instruidos en los parámetros tridentinos, se embarcarían en la misión que la Compañía de Jesús desarrollaba en su reino. Regida por un prepósito inglés, este centro contó con una aportación regia de 2.000 ducados, concedida ex profeso por Felipe II al padre Persons. Junto a esta concesión, la residencia se financiaría con el cobro de los aranceles a los navíos ingleses que negociaban en el puerto sanluqueño, algunas rentas propias y las limosnas del propio duque de Medina Sidonia y particulares, tanto connaturales como irlandeses. El edificio sufrió distintas ampliaciones e intervenciones a lo largo del siglo XVII, contando entonces con el ornato de un retablo del flamenco Peter Relingh y una Virgen de factura napolitana.

El jesuita Persons completaría esta iniciativa fundacional en 1592 con la institucionalización del colegio de los Ingleses o de San Gregorio Magno de Sevilla. Su objetivo era la formación de misioneros que se aplicarían posteriormente en la predicación y defensa del catolicismo en Inglaterra, insertos en la empresa catequética que desarrollaba la Compañía de Jesús. Con la apertura del seminario de los irlandeses veinte años después, comenzó a darse cierta competencia en cuanto a sus patrocinadores locales y eclesiásticos. No obstante, el centro actuó como catalizador de las fluctuaciones experimentadas en el seno de la comunidad como revela la irregularidad en el número de matriculados.

Muchas veces confundidos con irlandeses, entre los ingleses afincados o transeúntes en las ciudades y puertos andaluces también se incluyeron algunos escoceses disimulados. Tras la guerra de Sucesión española, se añadió un condicionante adicional, al englobarse la comunidad bajo la denominación de británicos tras la Union Act de 1707. Las autoridades españolas tuvieron dificultades en su identificación patronímica. La castellanización de los nombres o la indefinición de su naturaleza, inconsciente o deliberada por las ventajas que les podría reportar la adopción de una nación u otra, embarazan su estudio y la valoración del alcance de su integración socioeconómica y cultural en la España moderna.

El consulado inglés contó con agentes en Sanlúcar de Barrameda, Sevilla, Cádiz y Málaga en distintos momentos. Las problemáticas surgidas en torno a la persona que fungía el oficio provocaron la aparición de diferencias jurisdiccionales anglo-españolas a este respecto. Mientras los comerciantes católicos abogaban por un cónsul de su confesión, Jacobo I se mostró partidario de designar a un anglicano. En respuesta al nombramiento del protestante Francis Cottington, el monarca Felipe III designaría al jesuita James Wardsworth. Esto dio lugar a la simultaneidad de cargos al frente del consulado general de Andalucía entre 1612 y 1613.

En 1630, Cottington recalaría de nuevo en Sevilla. En esta ocasión lo hacía como legado inglés en la firma del tratado de paz de Madrid que pondría fin a la guerra anglo-española. La discreción que procuraba el baronet inglés no se correspondió con el esplendor de su recibimiento. Por orden del conde-duque de Olivares, la ciudad se engalanó para la ocasión, alojando a la comitiva en el Real Alcázar donde mantuvo encuentros con los distintos representantes municipales y las élites locales. Durante los cuatro días que duró su estancia, se sucedieron los banquetes, las fiestas y piezas teatrales, así como la visita a distintos lugares destacados de la urbe hispalense, entre ellos, el colegio de su nación.

Conforme avanzaba el siglo XVII, el número de ingleses avecindados en las principales ciudades de Andalucía se vio incrementado, aunque a un ritmo muy lento, detectándose en paralelo cifras muy reducidas de matrimonios mixtos. No obstante los datos recogidos en los padrones, su presencia debió ser cuantitativamente mayor si se tienen en cuenta los naturales que arribaban en sus puertos para comerciar y no registraban su asentamiento permanente. Esta estacionalidad estuvo determinada, en gran medida, por factores exógenos. Por un lado, la diferencia religiosa condicionó las relaciones socioeconómicas inglesas. Los acuerdos de comercio con la monarquía de España reportaron ventajas sustanciales en los negocios de la comunidad inglesa, pero la condición de católicos facilitaba en mayor grado su operatividad e inserción en las redes locales. Por el contrario, estas nuevas oportunidades también se vieron acompañadas de enfrentamientos y disputas con las autoridades españolas. Acusados de herejía o bajo sospecha de serlo, distintos tripulantes, marinos y comerciantes ingleses fueron investigados y procesados por el Santo Oficio. Por el otro, durante el transcurso de los conflictos armados anglo-españoles, el bloqueo comercial fue una de las primeras consecuencias, lo que obstaculizaba o interrumpía los negocios. Cuando se daban tales circunstancias y se sucedían los embargos, comenzaban a surgir actividades contrabandistas. En ese sentido, los ingleses fueron conocidos en los siglos modernos por sus prácticas corsarias y el recurso a la piratería como fuente de subsistencia en aguas atlánticas. Todo ello derivó en confiscaciones, agresiones, represalias sobre los bienes, apresamiento de barcos y cargamentos, así como acusaciones mutuas que, a la postre, también lastraron las propias transacciones legales.

A partir de 1704, dos años después de un infructuoso ataque a la bahía de Cádiz, la plaza de Gibraltar fue conquistada por ingleses y neerlandeses en nombre de Carlos III de Austria. El reconocimiento formal de su cesión a Gran Bretaña en el tratado de Utrecht reportó a la corona Estuardo el control del Estrecho y convirtió el enclave en base naval de su flota en el Atlántico, dada su situación en el paso natural al Mediterráneo. Asimismo, el acuerdo rentabilizó los privilegios mercantiles indianos y también le fue concedido el asiento de negros y el navío de permiso. La actividad mercantil en Málaga se centró en la exportación de vino, si bien fueron múltiples los productos que se intercambiaron en los puertos andaluces. El aceite, la lana y los cítricos coparon las principales exportaciones gestionadas por firmas inglesas. La llegada de la flota de la plata hizo de Cádiz un puerto estratégico en el comercio ultramarino desde el último tercio del siglo XVII, aunque el privilegio formal lo adquiriría en 1717 con el traslado institucional de la Casa de la Contratación desde la decadente Sevilla.

El interés inglés para controlar el área de influencia gaditano se remontaba dos siglos atrás, cuando distintos ataques navales en su bahía dañaron las infraestructuras costeras, caso del bombardeo de Francis Drake de 1587. Incluso, llegó a ser saqueada y tomada temporalmente durante la expedición del conde de Essex (1596). El potencial de Cádiz haría de su puerto el epicentro mercantil de una colonia inglesa que iría en aumento desde finales del siglo XVII con la aparición de compañías y pequeñas sociedades con pocos individuos. En la centuria siguiente su consolidación fue acompañada del afianzamiento de sus firmas y el establecimiento de redes clientelares, de paisanaje y de familiaridad. Dedicados a distintas actividades económicas, en su mayoría vinculadas con el mar, fue significativa su escasa integración social y avecindamiento. La institucionalización de la British Factory como corporación para la protección de los intereses de los comerciantes oriundos de las islas Británicas, así como la administración de los ingresos consulares consolidaron el prestigio y poder económico de un emporio mercantil articulado por sus naturales que, pese a los envites de las guerras de fines del Setecientos y durante la era napoleónica, perviviría hasta bien entrada la Edad Contemporánea.

Autora: Cristina Bravo Lozano

Bibliografía

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