Tras la conquista de Granada, y a medida que se fue consolidando la ocupación del territorio, los Reyes Católicos decidieron incorporar a la Corona las fortalezas del antiguo Reino Nazarí, conformándose así, hacia 1492, una amplia red de fuertes interiores y costeros, fruto de un proceso de incorporación progresiva que se había gestado a lo largo de todo el siglo XV. Las fortalezas regias entraron a formar parte del nuevo sistema defensivo articulado en el Reino de Granada. En este entramado militar, compuesto de una primera línea de alerta costera de torres vigía y estancias y de varias compañías de fuerzas de infantería y caballería, localizadas en los principales núcleos de población costera, las fortalezas constituían una red independiente y consignada en un presupuesto aparte, cuyo objetivo era albergar algunas guarniciones permanentes de soldados, destinadas a vigilar a la población de naturales –mudéjares, más tarde moriscos- en los principales núcleos de población del interior, controlar las principales vías de comunicación y reforzar la defensa de los enclaves más estratégicos de la costa.

Sobre el papel, las fortalezas debían asumir una función militar, como núcleos de guarniciones militares y zonas de almacenaje de armas, munición y artillería bajo control real. Por ello, los Reyes Católicos mantuvieron la titularidad de la gran mayoría de castillos del territorio y, por medio del régimen de tenencia, usaron las alcaidías de fortalezas como mercedes regias, a fin de gratificar los servicios prestados por representantes de la media y alta nobleza, cortesanos y miembros de la administración regia, que habían colaborado con hombres y armas en la guerra. A cambio de los honores, el prestigio y el salario que el cargo llevaba incorporado, los alcaides, una vez habían realizado el correspondiente pleito homenaje que certificaba la entrega de los alcázares –la Corona nunca cedía el castillo, sino su gobierno-, estaban obligados a residir en ellos, velar por su conservación, guarda y mantenimiento. A pesar de la reducción experimentada por el presupuesto de defensa durante los primeros diez años de conquista, y del abandono de casi una veintena de fortalezas carentes de utilidad, el presupuesto destinado al pago de las alcaidías de fortalezas representaba una parte muy importante del gasto militar, en torno a los 5.000.000 maravedís, que procedían de diversas rentas. La cifra nos da una idea del papel que los fuertes granadinos jugaban en el engranaje defensivo de la Monarquía y también su relevancia respecto del conjunto de fortalezas que los reyes mantenían en territorio castellano, incluida la Baja Andalucía. No en vano, en 1509, de 62 tenencias de fortalezas reales pagadas en toda la Corona de Castilla, 43 estaban en el Reino de Granada, consignadas incluso en un libro aparte en la Contaduría del Sueldo (véase la tabla).

Si bien una parte importante de las fortalezas eran costeras y radicadas en zonas estratégicas, con una función claramente militar, otras muchas, que habían ocupado un lugar relevante en la antigua frontera con el Reino Nazarí, se mantuvieron en el interior, desprovistas ya de significación defensiva. Además, en el caso de los fuertes del litoral, se registró también un cierto desequilibrio en su reparto geográfico. Entre Estepona y Adra hubo una alta concentración de fortalezas costeras, sin embargo, desde allí a la frontera con el Reino de Murcia, en gran medida por la defensa natural que ofrecía el Cabo de Gata y el mayor nivel de despoblamiento de la zona, solo se mantenían las de Almería, Níjar, Vera y Mojácar (véase el mapa). Otro problema derivaba de la propia concepción de las alcaidías como mercedes regias, ya que un problema enquistado fue el absentismo de la mayoría de los alcaides, mal crónico y denunciado por el Consejo de Guerra y la Capitanía General del Reino. En los nombramientos de los alcaides se establecía que debían residir obligatoriamente en las fortalezas, velar por su conservación y mantener las guarniciones de defensa fijadas por la Corona. Sin embargo, y salvo en el caso de la fortaleza de Málaga, gobernada por los Manrique de Lara durante todo el Antiguo Régimen, y la de la Alhambra, ocupada por los Mendoza -por ser sede de la Capitanía General hasta 1567- con alguna interrupción hasta principios del XVIII, la mayoría de los alcaides practicaron el más absoluto absentismo y delegaron sus funciones en tenientes muy mal pagados y escasamente motivados para ejercer su trabajo. Este absentismo derivó en un mal estado de conservación de las fortalezas, la pérdida de buena parte de sus pertrechos, abastos y municiones y el incumplimiento en el mantenimiento de las guarniciones de mayor importancia estratégica para la defensa costera. Este último punto era esencial, porque desde 1509 estaba dispuesto que una serie de fortalezas -Vera, Mojácar, Níjar, Almería, Adra, Salobreña, Almuñécar, Nerja, Vélez Málaga, Bentomiz, Fuengirola, Marbella y Gibraltar, incluida ésta última en la jurisdicción del capitán general-, estaban obligadas a mantener un número de peones fijo para su defensa y reforzar las tareas de vigilancia del litoral. Sin embargo, las inspecciones evidencian que la norma fue papel mojado, a pesar de iniciativas como las del capitán general del reino, de no pagar el sueldo a aquellos alcaides que no cumpliesen el decreto, o el establecimiento, de modo regular a partir de 1520, del cargo del visitador de fortalezas. Este último era un oficial de la Corona, facultado para inspeccionar, tomar cuenta y razón de las armas, artillería, municiones, pertrechos, bastimentos, bienes raíces y personal militar vinculado a los castillos. Gracias a la documentación que se ha conservado de las visitas realizadas por estos oficiales, conocemos con cierto detalle el estado de conservación y la evolución de las fortalezas granadinas, especialmente las del litoral. Los datos aportados para el siglo XVI, período en el que el Reino de Granada todavía ocupaba un papel muy importante en la estrategia defensiva mediterránea, son bastante reveladores. Por ejemplo, la visita de 1534, realizada por Diego de Padilla, mostraba que ninguno de los alcaides cumplía con el número de peones que tenían asignado y que fortalezas como las de Adra, Albuñol y Castel de Ferro presentaban un mal estado de conservación, que en el caso de las de Mojácar y Vera llegaba a ser pésimo. Informes como el de 1534 se fueron repitiendo en visitas posteriores, algo especialmente grave en un período en el que la amenaza del corso turco-berberisco estaba muy presente en todo el litoral mediterráneo. A pesar de la inclusión de una cláusula en 1543 que, como requisito para cobrar el salario, establecía la obligación de residir a los alcaides – o en su defecto de un teniente bien pagado-, del mantenimiento de sus guarniciones y de su correcta conservación, este tipo de problemas continuaron registrándose y muchas de ellas pasaron por una situación de abandono y ruina.

La situación de las fortalezas granadinas se complicó aún más tras la rebelión de los moriscos y su expulsión, ya que numerosas áreas quedaron despobladas y no volvieron a recuperar su potencial demográfico con la repoblación cristiano-vieja. Además, desde 1574 el capitán general de la costa del Reino de Granada –nueva denominación dada al cargo-  solo tenía jurisdicción y competencias sobre las fortalezas del litoral, quedando fuera de su alcance algunas como la Alhambra o Guadix, de gran importancia, y que a partir de entonces serían inspeccionadas muy esporádicamente. Las numerosas inspecciones que se conservan para el último cuarto del siglo XVI, realizadas por el visitador Francisco Salido de Herrera, y las desarrolladas en la centuria posterior, cuando el territorio granadino ya ocupaba un lugar secundario en la estrategia militar y defensiva de la Monarquía, revelan que los problemas registrados desde principios de siglo se convirtieron en crónicos. Solo Fuengirola y Marbella, junto a las de la Alcazaba y Gibralfaro en Málaga, presentaban un estado de conservación aceptable. Sin embargo, en el resto el panorama era desolador: absentismo de los alcaides, ausencia de tenientes delegados y de las guarniciones fijadas por la norma de 1509, usurpación de tierras, bastimentos, armas, pertrechos y todo tipo de bienes vinculados a las fortalezas para su mantenimiento, acuciantes necesidades de obras de remodelación y reedificación de fuertes como los de Castel de Ferro, Salobreña, Almuñécar, y estado ruinoso de muchas de las fortalezas del interior, como Ronda, Sedella, Loja, Purchena, Moclín, Lanjarón, Mondújar, Albuñol, Guadix o Alhama, con algunas excepciones como la Alhambra, de especiales características por su condición de real sitio, ciudadela con más de 200 vecinos y espacio con jurisdicción privativa en la capital del reino, o la de Baza, en manos de los Enríquez de Guzmán.

No obstante, conviene advertir que el absentismo de los alcaides no fue el único factor que coadyuvó al deterioro y mala conservación de las fortalezas del reino. El problema de los atrasos acumulados en la libranza de salarios fue especialmente grave, pues sirvió a los alcaides de excusa perfecta para el incumplimiento de sus obligaciones. Por otro lado, los bienes que se confiscaban a los moriscos que huían al norte de África –renta que desapareció con la expulsión- y el tercio del sueldo que se descontaba a los alcaides desde 1496, fueron insuficientes para consolidar una fuente de financiación fija que permitiese sufragar las obras de conservación y reparación de las fortalezas con holgura. Solo algunas en ciudades como Granada o Málaga, donde se  aplicaron rentas municipales  o dinero procedente de las penas de cámara, contaron con ese dinero, siempre insuficiente. Por último, la propia naturaleza del oficio, considerado más que un cargo militar, una merced regia y una fuente de salarios para  nobles y miembros de la corte, agravó aún más el problema. Muchas de las alcaidías de fortalezas fueron patrimonializadas o enajenadas por una, varias vidas o por juro perpetuo de heredad a particulares por vía venal, durante los siglos XVI y XVII, permitiendo la formación de linajes de alcaides que transmitían sus oficios generación tras generación, sin ningún criterio de idoneidad o experiencia militar en su provisión. Este conjunto de factores, junto con la pérdida del valor defensivo y estratégico del Reino de Granada a fines del XVI, contribuyeron a incentivar aún más el abandono, el absentismo y la pérdida de la función militar de muchas de estas fortalezas, tanto de interior como costeras, en un sistema defensivo que desde fines del siglo XVI y a lo largo del XVII pasaría por importantes problemas de financiación y un déficit crónico. Este problema se intentó arrostrar en la centuria borbónica con iniciativas como la campaña venal de concesión de cargos y rangos del ejército llevada a cabo en época de Carlos III, a cambio del compromiso de reedificar o construir nuevas torres y baterías defensivas en el litoral, pero apenas afectó a los antiguos castillos. A fines del Antiguo Régimen, las fortalezas del Reino de Granada, muchas de ellas en estado de ruina y abandono, eran solo las reliquias de una antigua frontera de piedra.

Autor: Antonio Jiménez Estrella

Bibliografía

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