Las fiestas promovidas por la Compañía de Jesús para celebrar la beatificación de su fundador Ignacio de Loyola fueron un acontecimiento de gran repercusión pública en toda Andalucía. Sirvieron, por un lado, para consolidar la presencia de la orden de clérigos en la provincia Bética; un proceso fundacional que se había llevado a cabo con no pocas resistencias. Contribuyeron, en segundo lugar, a afianzar las relaciones con las élites nobiliarias que confiaron en los jesuitas la educación de sus vástagos.  Por último, desde el punto de vista estético, asentaron un modelo de fasto religioso basado en la riqueza de los atributos que adornaban las imágenes de los nuevos beatos, y en la espectacularidad de los montajes escénicos que representaban el recibimiento del héroe en la gloria celeste.

Ignacio de Loyola, fundador de los jesuitas, fue beatificado en 1609 y la noticia de su nuevo culto celebrada en todas las casas y colegios andaluces, que formaban una tupida red de establecimientos, a lo largo de la primavera de 1610. En grandes ciudades, como Sevilla, Granada o Córdoba, las funciones de la fiesta religiosa estaban perfectamente jerarquizados. La casa profesa se ocupaba de organizar las funciones de culto, mientras que los jóvenes estudiantes de sus estudios generales, debían honrar al beato con un “ejercicio de letras”, cuando no desfilaban en forma de máscara jocosa. Las congregaciones de seglares vinculadas a la Compañía participaban asimismo de la solemnidad exhibiendo reseñas militares o montando curiosas batallas de fuegos. Y no fue inusual que algún mitrado autorizase la ceremonia como hizo el obispo de Jaén don Sancho Dávila y Toledo que acudió a Granada con rico ajuar litúrgico y un impresionante acompañamiento de criados.

En las villas señoriales que contaban con colegios jesuitas el patrocinio de la fiesta recayó, en cambio, en el señor del lugar y sus parientes más inmediatos. Don Rodrigo Ponce de León, III Duque de Arcos, fue el mecenas de las celebraciones de Marchena, su nuera doña Victoria Colonna de Toledo, marquesa viuda de Zahara, le acompañó en los cultos, mientras su nieto, el “marquesito de Zahara” protagonizó la máscara de los caballeros. Según el manuscrito de la Historia del origen y fundación del colegio de [la Asunción de] Marchena  don Pedro de Toledo, padre de la marquesa y consuegro del Duque que se encontraba en la villa ducal cuando sucedieron las fiestas, las alabó “con extraordinario aplauso” juzgando que era “obra real y de gran artificio y que tenía todos los números de la arquitectura”.

¿Exageraba el escritor al atribuir al noble gobernador de Milán que tantas jornadas gloriosas había vivido en Francia semejante elogio para una fiesta rural andaluza? No lo desmienten las ricas colgaduras que aportaron las grandes casas del entorno: el conde Palma y el marqués de Priego. Ni la liberalidad de la marquesa en la hechura del santo. Tampoco el ingenio de los artistas que levantaron en el patio del colegio la escena de San Ignacio velando armas en el santuario de Montserrat o los polvoristas que vinieron desde Sevilla a hacer los fuegos; y qué decir del elevado sermón que el padre Pedro de Urteaga  dedicó al nuevo beato.

Los piezas esenciales de una fiesta de beatificación están presentes, por tanto, en esta celebración marchenera de abril de 1610, por lo que hemos de atribuir a los jesuitas la difusión en las villas agrarias andaluzas de los hallazgos artísticos que a mayor escala estaban ensayando en Roma, en la corte del rey o en la ciudad de Sevilla. El artificio que se erigió en el patio de la casa profesa de Sevilla es un buen exponente de este repertorio que circula por todo el mundo hispánico. Consistió en el carro del triunfo de la Iglesia que capitaneado por Ignacio ascendía a los cielos donde iba a ser recibido por los cortesanos de la corte celestial, representados por los patrones y fundadores de otras religiones, colocados en las galerías altas del convento. Luque Fajardo, que describe el acontecimiento, no duda en calificarlo “una plaça de Valladolid a lo divino que es la mejor de España” [Imagen 4].

Escenografías a lo divino, que representaban los pasos de la vida del beato o de su subida a los cielos, las encontramos también en Granada. La iglesia se vistió como un cielo donde estaban San Pedro y San Pablo, además del propio Ignacio ante la visión de Jesús con la cruz al hombro. Al salir del recinto sagrado, después de los oficios divinos, los asistentes a las fiestas granadinas se topaban con la sorpresa de una batalla de fuegos entre el castillo de Lucifer y el del beato Ignacio.  Los autores de esta invención fueron los mercaderes y escribanos de la ciudad, “gente honrada de plaça” los califica el cronista, organizados en congregación bajo la advocación del Espíritu Santo. El espectáculo comenzó con un desfile de los congregantes a ritmo marcial; a renglón seguido se activó el mecanismo por el cual el rayo de Ignacio prendió fuego al castillo de Satán y sus secuaces, la Herejía, la Idolatría, el Mundo y la Carne. La fortaleza de Ignacio quedó, sin embargo, en pie, con la intención de que sirviese como arco de triunfo por donde abría de pasar el triunfo del beato Ignacio que ejecutaron los estudiantes de las escuelas menores dos días más tarde.

La finalidad pedagógica de la fiesta sacra de Granada es evidente. El sacrificio del beato Ignacio que supo resistir las tentaciones del Mundo con una vida virtuosa recibe la recompensa de su triunfo espiritual, es decir, de su ingreso en el paraíso de los justos. Así se representa, primero, en las escenas de su vida expuestas en los claustros y en la iglesia; y al terminar el día se dramatiza en forma de batalla entre las virtudes y los vicios. La idea que inspiró la fiesta de Granada fue la de Ignacio como nuevo Prometeo. Si el héroe griego que desafió a Zeus trayendo el fuego a los hombres fue castigado por su osadía, el Prometeo espiritual que acude con la luz  de la redención es premiado con la vida eterna.

Quedaba el desfile de la máscara de los estudiantes que representó el triunfo del beato Ignacio. Desfilaron dos carros y ocho cuadrillas, un esquema que se mantendrá durante todo el barroco. El carro del triunfo de la Compañía estaba presidido por un niño con la cartela IESVS, cortejado por otros dos colegiales que representaban la vida contemplativa y la vida activa  con sus insignias, una palma y una oliva, símbolo de los dos carismas de la religión. A continuación las virtudes a caballo que culminaban en la Bienaventuranza de la que ya debía gozar el santo. Finalmente el carro del héroe espiritual con Ignacio entronizado con manteo y sotana, acompañado de los mártires de la Compañía que mostraban sus estigmas y un ángel-niño que declaraba la honra que Cristo hacía a su padre.

Autor: José Jaime García Bernal

Bibliografía

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GARCÍA BERNAL, José Jaime, “La estética militante y la fiesta barroca: celebraciones jesuitas en Marchena”, en Juan Luis Carriazo Rubio y Ramón Ramos Alfonso (eds.), Las fiestas en la historia de Marchena. Actas de las XII Jornadas sobre Historia de Marchena, Marchena, Ayuntamiento de Marchena, 2008, págs. 83-112.

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