Paseando por la Avenida de la Constitución de Sevilla, resulta difícil no prestar atención a un hermoso edificio al que todos conocemos como Archivo de Indias. No hay confusión posible al respecto; así reza en la fachada principal: Archivo General de Indias. No obstante, en un edificio de extraordinaria arquitectura renacentista, dominada por conceptos como simetría, equilibrio o circularidad, resulta complicado determinar cuál es esa tal fachada principal. De hecho, cabe preguntarse si efectivamente hay una. Las cuatro que tiene son prácticamente iguales y sólo la presencia necesaria de las escaleras en la entrada actual rompe un tanto la homogeneidad. Así que, si nos movemos hacia otra fachada, la que mira hacia la Catedral de Santa María, encontramos otro rótulo coronando la puerta central. Se trata de un epígrafe en piedra en el que ya no se lee Archivo de Indias, sino una famosa inscripción: “El catholico y muy alto y poderoso don Phelipe segundo rei de las Españas manzo hazer esta lonja a costa de la Unibersidad de Mercaderes de la qual hizo administradores perpetuos al prior y consules de la dicha Unibersidad. Començose a negociar en ella en 14 dias del mes de agosto de 1598 años”. La fecha señala el momento en el que el edificio, sólo parcialmente acabado por ese lado norte, empezó a funcionar. En aquel entonces, el suelo no lo pisaban los archiveros ni los investigadores. Lo recorrían los comerciantes y los ministros del Consulado de Cargadores.

El Consulado era la institución que representaba a la Universidad de los Mercaderes Tratantes en Indias (luego de Cargadores a Indias, término que al parecer cuadraba mejor con la cultura del honor de la época). Ambas realidades estaban relacionadas, pero no deben confundirse. Una cosa era la Universidad, es decir, la comunidad de los mercaderes; y otra, el Consulado, la instancia institucional que representaba a dicha comunidad, que evidentemente tendía a ser controlada por los individuos y facciones más poderosos. Indiscutiblemente, el Consulado era uno de los organismos fundamentales del comercio con las Indias. Constituía una referencia inexcusable para los comerciantes, que incluso podían dirimir pleitos allí, al poseer jurisdicción como tribunal mercantil. Y era también el interlocutor válido a través del cual la Universidad tomaba decisiones y se relacionaba con otros poderes, especialmente con la Monarquía, representada en Sevilla por la Casa de la Contratación y, en la Corte, por los Consejos del Rey, particularmente los de Indias y Hacienda.

El Consulado fue largamente ambicionado por la clase mercantil y mucho tiempo negado por la Corona. Al fin, se dio la oportunidad de su fundación en 1543, en un momento marcado por la guerra entre Carlos V y Francisco I, los apuros de la Real Hacienda y la creación del almojarifazgo de Indias. La cédula fundacional estaba firmada por el entonces príncipe Felipe, regente en Castilla y Aragón durante la ausencia de su padre, “considerando quanto a n[uest]ro seruiçio y pro e bien comun vniuersal de la poblaçion de las n[uest]ras Yndias ymporta conseruar el trato y comerçio dellas y el grand benefiçio y vtilidad que por espiriençia paresçe q[ue] se sigue en las vniuersidades de mercaderes donde ay consulados”. Pese a las buenas palabras, los primeros años fueron difíciles, marcados por las dificultades materiales y la competencia con la Casa de la Contratación. La auténtica consolidación no llegó hasta la publicación de las primeras ordenanzas en 1556, que dotaron al Consulado de un marco jurídico-institucional mejor delimitado y unas bases económicas mediante las que financiarse.  

Las ordenanzas revelaban la continuidad de un modelo que en Castilla representaban los Consulados de Burgos y Bilbao, continuadores de la tradición de los consulados de mar en el Mediterráneo. (Luego, la genealogía institucional se expandiría por América.) El alma del Consulado residía en el triunvirato formado por el prior y los dos cónsules, mercaderes escogidos entre los mercaderes mismos para gobernarlos, a través de un procedimiento selectivo indirecto por el que la Universidad designaba bienalmente un colegio de treinta electores que todos los años decidía el nombramiento del prior, los cónsules y varios consiliarios que los auxiliaban, “que usarán de los dichos oficios […] guardando el servicio de Dios nuestro Señor, y de su Magestad, y bien de esta Universidad y justicia de las partes”.   

Hacia finales del siglo XVI, el Consulado había logrado consolidarse de una manera envidiable. Construyó la gran lonja, recibió la dedicatoria de la Suma de tratos y contratos (1569) de fray Tomás de Mercado, OP, y comenzó a administrar diferentes derechos mercantiles, especialmente la avería. Controlándola, el Consulado pasó a ejercer sobre el sistema de flotas y armadas una influencia equiparable a la de la Casa, si no frecuentemente mayor. La época de los asientos de avería fue importante pero complicada. Trajo la hostilidad del Cabildo de Sevilla, numerosos enfrentamientos con mercaderes extranjeros y, a la postre, relaciones muy difíciles con la Corona, que durante el reinado de Felipe IV desarrolló tales exigencias fiscales para la guerra exterior que derrumbó los registros oficiales y el comercio de Sevilla. La experiencia no sobrepasó el ecuador del siglo XVII. Durante la década de 1650, el Consulado dejó de verse capaz de administrar una tasa tan problemática, abocada definitivamente a una drástica reforma en 1660.  

Durante las décadas finales del siglo, el Consulado simbolizaba a la perfección el enroque del sistema de monopolio. Con un poder económico muy mermado, quedó en manos de varias camarillas de comerciantes vascos, los únicos súbditos de la Corona de Castilla que todavía mantenían una relativa fortaleza empresarial. Sólo la colaboración financiera con la Monarquía perpetuaba aquel privilegio institucional en Sevilla, mientras las principales potencias europeas, especialmente las del norte, mostraban su preferencia por Cádiz. Al fin, en 1717, Felipe V decretó que el Consulado pasara a Cádiz junto con la Casa de la Contratación. La decisión generó inacabables protestas en la antigua sede. De hecho, durante buena parte del XVIII Sevilla disputó a Cádiz el control de las elecciones consulares, conservó una Diputación de Comercio y en 1784 logró la creación de otro consulado. El traslado a Cádiz sólo pudo verificarse lentamente.

El Consulado experimentó así una especie de división durante mucho tiempo y manifestó una querencia por Sevilla superior a la Casa. Únase a ello que el modelo de Cádiz como gran puerto de comercio era diferente al de Sevilla. Entre otras cosas, se encontraba bastante menos controlado institucionalmente por la Monarquía. Así que el Consulado no significó para Cádiz tanto como para Sevilla ni dejó allí un rastro histórico tan fuerte. No obstante, no cabe desmerecer un ápice de su importancia. La larga matrícula de comerciantes apuntados revela una conexión con los sectores más dinámicos del empresariado gaditano en el XVIII y la rica diversidad de éstos. Los formaban miles de individuos procedentes de todos los rincones de España, de la América hispana y, por supuesto, de numerosos países de foráneos: franceses, holandeses, ingleses, irlandeses, flamencos, italianos, alemanes, etc.     

A diferencia de la Casa, el Consulado sobrevivió al Libre Comercio y el hundimiento de la Carrera de Indias, aunque en un contexto económico menos agraciado. El Consulado siguió existiendo hasta bien entrado el siglo XIX, aunque después su recuerdo parece esfumarse en Cádiz. Sin embargo, no hay que dejarse vencer por las apariencias. Falta un edificio tan emblemático como la Lonja, pero el Museo de Cádiz conserva una huella pequeña pero preciosa del paso del Consulado por la ciudad. Se trata de un cuadro llamado La Pentecostés (c. 1630), firmado por la mano maestra de Francisco de Zurbarán. La obra presidía la Sala del Consulado en Sevilla y, después, siguió haciéndolo en Cádiz hasta que en el siglo XIX ingresó en los fondos del nuevo templo provincial de la cultura. Ante él, los mercaderes imploraban a Dios que, al igual que a los Apóstoles, les infundiese el Espíritu Santo para tomar buenas decisiones. Al contemplarlo ahora, podemos imaginar un hilo que, a través de los siglos, ha unido a los cargadores a Indias del siglo XVII en Sevilla, los de Cádiz en el XVIII y, finalmente, nosotros mismos.

Autor: José Manuel Díaz Blanco

Bibliografía

BUSTOS RODRÍGUEZ, Manuel, Cádiz en el sistema atlántico. La ciudad, sus comerciantes y la actividad mercantil (1650-1830), Madrid, Sílex-Universidad de Cádiz, 2005.

GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, Antonio, La Carrera de Indias. Suma de la contratación y océano de negocios, Sevilla, Algaida, 1992.

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RUIZ RIVERA, Julián, El Consulado de Cádiz. Matrícula de comerciantes, 1730-1823, Cádiz, Diputación, 1988.

VILA VILAR, Enriqueta, El Consulado de Sevilla de mercaderes a Indias: un órgano de poder, Sevilla, Ayuntamiento, 2016.      

VV.AA., La Casa Lonja de Sevilla. Una casa de ricos tesoros, Madrid, Ministerio de Cultura-Caja San Fernando, 2005.