La Corona, tras la incorporación de los maestrazgos de las Órdenes Militares castellanas -Órdenes de Santiago, Calatrava y Alcántara- bajo su control a fines del siglo XV, fue la responsable de conceder los honores de estas instituciones. No obstante, el Consejo de Órdenes desde su fundación acometió, entre otras funciones, la labor de comprobar la idoneidad de los pretendientes siendo el responsable de admitirlos, en caso de un veredicto favorable, o reprobarlos cuando los aspirantes no reunían las exigencias estipuladas por las Definiciones y Establecimientos de estas corporaciones nobiliarias. Se empleó, en gran medida, en la certificación de la pureza de sangre y nobleza, actuando como un auténtico instrumento de discriminación social. Mascareñas en la elaboración de las Definiciones de Calatrava afirmó que la labor del Consejo de Órdenes era la de “conservar a España su nobleza; acrisolar la pureza de las familias; calificar legítimamente las personas; distinguir el principal del plebeyo y el lustroso del mecánico”. Se había establecido como el principal tribunal ante el que se probaba la nobleza, ya que ni siquiera haber sido examinado por la Inquisición suponía garantía de pureza –según criterio del Consejo de Órdenes-, ya que hallamos casos en los que fueron reprobados aspirantes que eran familiares del Santo Oficio por falta de limpieza.

El hábito, para quienes habían experimentado un vertiginoso ascenso social en condiciones un tanto sospechosas ante sus coetáneos, adquirió un extraordinario valor para disipar cualquier género de duda y sospecha sobre su pasado. Por esta razón encontramos a individuos que incluso formando parte de la nobleza titulada como condes, marqueses o duques vestirán, a posteriori, el hábito de una de las Órdenes Militares castellanas legitimando de esta manera sus orígenes. Algunos ejemplos los encontramos en las figuras del jerezano Miguel Pavón Fuentes que, en 1707, recibió el título, con ciertas sospechas de venalidad, de marqués de Casapavón y un año después ingresó en la Orden de Santiago, y del almeriense Francisco Rodríguez Chacón quien obtuvo, previa compra por valor de 22.000 ducados al monasterio de San Isidoro de León, el título de Castilla de marqués de Iniza en 1730 para, posteriormente, vestir el hábito de la orden jacobea en 1740.

Por tanto, quien ostentaba un hábito de las Órdenes Militares castellanas alardeaba de haber recibido un parecer favorable en las pruebas efectuadas por el Consejo de Órdenes, con todo lo que esto llevaba aparejado: ser noble –limpieza de sangre y oficios-, hombre acaudalado al poder sufragar las costosas pruebas y los gastos para la obtención del hábito y, además, ser fruto de un matrimonio legítimo. En algunos casos para la aprobación definitiva de las disquisiciones y el posterior despacho del título de caballero sería necesaria una dispensa de la Santa Sede. El rey optaba por la solicitud de estas dispensas papales en situaciones como la de falta de legitimidad, oficios dudosos o ante pretendientes con edad inferior a la mínima establecida, es decir, para mitigar faltas menores. Sin embargo, en los casos en que fueron necesarias estas dispensas, debido al secretismo de las pruebas, el reconocimiento del caballero no se vio afectado pues si Roma locuta, causa finita.

Junto a la dimensión social stricto sensu del hábito -entendida como elemento de segregación-, cumplían estas distinciones una función de cariz político-social pues actuó –la concesión de hábitos-, ya en periodo moderno, como instrumento de la Monarquía para recompensar servicios sin suponer desembolso alguno sobre el habitual maltrecho erario. Por ende, simbolizaba ser digno de haber servido a la Corona bien personalmente bien a través de un pariente. Esa doble distinción a la que nos referimos se refleja en las palabras de un procurador de las Cortes de Castilla, en relación a la insignia que los caballeros de las Órdenes Militares llevaban en sus hábitos, que muy acertadamente recogió Domínguez Ortiz: “a todas las personas que las vemos nos dan a entender dos cosas; la primera, a saber, sin conocerle, que es hombre noble el que la trae, y limpio [de sangre]. La segunda que la mereció él, o sus pasados con servicios, lo cual es de mucha importancia por ser servidos los reyes de tales personas”.

Además de las razones esgrimidas por las que resultaron tan codiciados los insignes mantos hallamos otras a considerar. Por un lado, encontramos la cuestión del disfrute de una jurisdicción exenta, es decir, beneficiarse de los privilegios e inmunidades jurídicas del fuero de los caballeros. Los motivos económicos también estuvieron presentes, aunque, en nuestra humilde opinión, no serían determinantes, ya que vestir el hábito no era condición sine qua non para el disfrute del beneficio de una encomienda, pues se podía conferir en calidad de administrador con goce de frutos permitiendo percibir sus rentas sin haber recibido el hábito. No olvidemos que incluso numerosas mujeres llegaron a disfrutar de las rentas que producían las encomiendas. En definitiva, colocarse el hábito significaba un notable ascenso en la escala de la jerarquía nobiliaria castellana y demostraba públicamente pertenecer a una distinguida institución, satisfaciendo así las aspiraciones de poder, riqueza, prestigio y privilegio de un importante sector de la sociedad.

Durante los siglos XVII y XVIII las zonas de donde eran originarios la mayor parte de caballeros de las Órdenes Militares castellanas comprenden las actuales Andalucía, Madrid y Castilla León. La proporción de caballeros naturales de estas áreas geográficas en las centurias señaladas se mantuvieron, de manera global, en torno a la mitad del total de los miembros de estas nobles corporaciones, es decir, que la mitad de los caballeros que eran ennoblecidos con las insignias de estas instituciones habían nacido en alguna de estas zonas. Este alto porcentaje es comprensible dado que eran muy populosas y, en el caso de Madrid, por ser además sede de la Corte.

Centrándonos en el caso que nos ocupa, es decir, el de caballeros de las Órdenes Militares castellanas naturales de Andalucía destaca que una alta proporción de ellos procedía de una ciudad. Una tercera parte de los caballeros andaluces que ingresaban en una Orden castellana eran naturales de Sevilla. Probablemente, la razón de la abundancia de sevillanos se deba a un conjunto de motivos como una mayor riqueza, una poderosa y numerosa oligarquía, mayor ambición de promoción social y la presencia de importantes familias acaudaladas de comerciantes arraigadas en la ciudad. En el polo opuesto a Sevilla respecto al número de aspirantes que ingresaron en alguna de las Órdenes castellanas, nos encontramos con los caballeros de Almería y Huelva. En estas zonas su representación fue meramente testimonial. No obstante, en las actuales provincias de Granada y Córdoba también hubo una importante presencia de caballeros de hábito de Santiago, Calatrava o Alcántara, resultando en estos dos casos unos valores, aunque inferiores, no muy distantes a los de caballeros de Sevilla. En un escalón inferior se encontrarían el resto de las actuales provincias, con proporciones muy similares entre sí, es decir, la de caballeros naturales de Málaga, Jaén y Cádiz.

Autor: Domingo Marcos Giménez Carrillo

Bibliografía

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