El glorioso San Pedro… doctrinando a los casados… les dice que honren a sus mujeres y a ello les incita, diciendo varones que sois maridos y juntamente vivís con vuestras mujeres, dadles honra discretamente, como a vaso más enfermo (I Epístola de San Pedro, 3,7).
El concepto de Buen Amor, referido a los cónyuges, en Los Tiempos Modernos bebía de la tradición clásica. Mezclaba Aristóteles – esencialmente Oeconomica-, Tito Livio –Las Décadas-, Valerio Máximo –Dichos y hechos notables– o Plutarco en sus Obras Morales recogiendo las vidas y hechos memorables de los hombres de la antigüedad. Añadía las enseñanzas del Antiguo Testamento, con sus ejemplos de buenas y justas mujeres, incluía la tradición patrística (San Jerónimo, San Agustín, Santo Tomás) y culminaba, en sus bases, reiterando las epístolas de san Pablo y san Pedro. Siendo el primero de ellos, el citado como Apóstol, en mayúsculas, las alusiones a las exhortaciones del segundo, menos conocidas (y menos usadas por los historiadores modernistas), coincidían en la esencia del concepto de Amor transmitido a la Modernidad y, sobre todo, interesadamente recordado por los moralistas del Quinientos y Seiscientos en quienes nos basaremos. Hombre y mujer unidos en santo matrimonio –ratificado como sacramento en el Concilio de Trento, pero defendido como tal en concilios anteriores- imaginados y conceptuados en escala jerárquica. Si la cita que antecede a estas reflexiones –pertenecientes al sacerdote Joan Estevan y editadas a fines del XVI, usan de la expresión “mujer…como vaso más enfermo”, traduciendo así, a su entender y en su contexto, la también usada “más débil”, no ponía en duda el cuidado protector del hombre/ marido hacia la esposa, sus justificaciones –la inferioridad y dependencia de la mujer desde su creación bíblica- se mantendrían con el tiempo, y –lo que es más importante- se asumían casi prácticamente sin discusión. Señalaré dos términos esenciales en la epístola de san Pedro: la mujer “vaso” o depósito de generación; y su debilidad (“más enfermo”, más débil). El primero de los vocablos aludía a la misión de las mujeres en su conjunto, destinadas a la procreación, entre otros menesteres de igual valor (crianza, educación de las hijas y conservación del patrimonio genético), y resaltaba su consideración de ser pasivo: depósito en donde los varones “confiaban” su –expresiones de los moralistas- “precioso licor”. El segundo –ya citado- recordaba dos obligaciones: la de los esposos de cuidar (espiritual y materialmente) de la mujer y de su prole, y la de las esposas de obedecer en todo a sus maridos, honrándoles, esto es, otorgándoles la estima debida.
Pero ¿y el Amor? Ya el denominado “Debate de la perfección de los estados” rechazado como tal- en lo que a posibilidades de debate se refiere en el ámbito católico- había ratificado la superioridad del celibato en tanto orientación del Amor Divino. Pero, dejando a un lado tales gradaciones y el triunfo de la virginidad, las consideraciones de los moralistas –aleccionados tras el Concilio de Trento y el Catecismo Romano para párrocos (1ª edición en lengua vulgar en 1566)-, sabían de sus destinatarios: los jóvenes en primer lugar. Ante todo, las doncellas. Unos y otras que confundían en su provecho las inclinaciones de los denominados –en plural- amores torpes, y que aún a comienzos del XVII pudieran perseguir su triunfo en la realización de matrimonios sin consentimiento paterno, a veces realizados clandestinamente. Si la literatura los rechazaba usando para ello de historias trágicas, la casuística moral y los conocidos Libros de Avisos les recordaban la invalidez de los contraídos de forma clandestina, sin las amonestaciones, los testigos y la presencia del párroco a la faz de la iglesia. De todo ello una cosa importa: Aquello no era Amor, eran Amores movidos por las pasiones y los impulsos, desestimados como “Enamoramientos” y “desordenados” como las acciones y los movimientos irreflexivos. Y no sólo por la peligrosidad que suponían (para el orden familiar y social) las uniones nacidas desde la “carne”, entre contrayentes “desiguales”, también por la propia naturaleza del afecto o la inclinación. Porque el Amor conyugal entendido como Buen Amor respondía a un ordenamiento divino, el seguimiento del precepto bíblico “creced y multiplicaos”, un orden “santo”, un estado loable considerado sólo en su finalidad. Independientemente del “deleite” que generase, que en ello los moralistas más alejados de la realidad polemizaban. Y con sus pesadumbres. Ya lo “avisaban” los sacerdotes desde el púlpito: que el matrimonio suponía “sustentar mujer y sufrir marido…doctrinar hijos… instruir familia y mantener casa y honra” (J. Estevan., Orden de bien casar y Avisos de casados., Bilbao, 1595)
El Amor conyugal, el Buen Amor, se orientaba a la virtud y se alejaba de los “excesos” que –volvemos a los clásicos- tantas tragedias y desgracias habían ocasionado desde la Antigüedad, atestiguando historias de héroes castigados y de culpas heredadas. Así, los atributos del afecto verdadero incluían la templanza, la discreción, consideraban su orientación al mandato divino, y huían de la “desmesura” como de una suerte de “idolatría”. ¿Qué eran, si no, las “delicias sensuales” cuando éstas entretenían en demasía a los cónyuges? Porque el matrimonio, siendo amparo de la concupiscencia, perseguía su remedio: “que el matrimonio no sólo fue instituido para oficio, pero también para remedio, porque el varón se satisfaga en su propia mujer y la mujer en su propio marido sin que caigan en pecado con los ajenos” (J. Estevan., Orden de bien casar y Avisos de casados., Bilbao, 1595). Los moralistas seguían de nuevo a san Pablo: el matrimonio entendido como remedio a la concupiscencia: una concepción que mantendrían –por su afición paulina y agustiniana- los reformados protestantes. Con algunas variantes, pero igual entendimiento. Un “honesto júbilo” dirían algunos reformados, en referencia a los placeres sensuales, que no habría de distraer de las orientaciones básicas del Amor conyugal. Porque, aun no siendo sacramento, el matrimonio en las Iglesias protestantes, no se dudaba de su carácter sagrado y querido por Dios (H. Bullinguer., The Christian state of matrimony, Londres, 1541).
En ello los teóricos –los humanistas , los intelectuales, los teólogos, los escritores y la mayoría de los pastores y doctores de la Reforma- andaban de acuerdo: desde el humanista Vives años atrás, anterior al Concilio, sospechoso de las acciones nacidas en la voluntad de los sentidos, defensor siempre de la idea del amor de los entendimientos, del afecto nacido del pensamiento filosófico. Abogado del amor/ amistad entre los esposos, de los cónyuges que cimentaron su amor en la moderación, y lo acrecentaron en la templanza. Porque el amor –entendamos entonces los amores- eran “peligroso veneno que nos priva de nuestros ojos y nos arrastra y nos conduce, una vez cegados, por mil precipicios y abismos y nos sumerge generalmente en un torbellino funesto” (J.L. Vives., Instrucción de la mujer cristiana. Brujas 1523-1528). No hacía sino recurrir a las Escrituras. La lectura de los Salmos era fuente reiterada en la descripción de los amores “bestiales”; allí las referencias a las acometidas del mulo o el animal, y su identificación con el amor sensual, se escenificaban, de este modo: “No seas cual caballo o mulo sin sentido/ rienda y freno hace falta para quebrar su brío” (Salmos, 31, 9). La brida, espejo metafórico de la templanza, distinguía –aun en los esposos- el Buen Amor de los amores torpes; que el carnal –vuelvo a Vives- era “ficticio, perverso imitador del amor verdadero y que debería denominarse pasión mejor que amor”.
Para su triunfo convenía de la elección acertada en el concierto matrimonial. La semejanza –entendida en el genio y carácter de los futuros cónyuges- constituía la condición básica. En mayor medida que el orden social (no olvidemos que tratamos de cuestiones morales), una naturaleza parecida aseguraba –decían- la convivencia. Y así dejaría escrito el humanista valenciano: que la semejanza era el “vínculo más fuerte del amor”. Que fuese producto de una misma crianza y educación, y que la elección habría, por lo mismo, de pertenecer a los padres, en cuya obediencia se honraba el cuarto mandamiento de la Ley de Dios, no era sino su lógica consecuencia. El matrimonio entre iguales, y por lo mismo concertado, cimentaba las bases del Buen Amor.
Autora: Mª Luisa Candau Chacón
Bibliografía
BRANDERBENGER, Tobías, Literatura de matrimonio. (Península Ibérica, siglos XIV- XVI), Zaragoza, Pórtico, 1997.
CANDAU CHACÓN, María Luisa, “Los Libros de Avisos, fórmula de adoctrinamiento en la Edad Moderna. España e Inglaterra”, en CANDAU CHACÓN, María Luisa (ed.), Las mujeres y el honor en la Europa Moderna, Huelva, Universidad, 2014 Pp. 29-83
CANDAU CHACÓN, María Luisa, “El amor conyugal, el buen amor: Joan Estevan y sus Avisos de casados”, en Studia historica. Historia Moderna, nº 25, 2003, pp. 311-349.
DE LA PASCUA SÁNCHEZ, María José, “Entre la civilidad y la guerra de sexos: el poder del amor en el Mundo Moderno”, en CANDAU CHACÓN, María Luisa (ed.), Las mujeres y las emociones en Europa y América. Siglos XVII – XIX, Santander, Universidad de Cantabria, 2016, pp. 441-467.
MORANT DEUSA, Isabel, Discursos de la vida buena, Madrid, Cátedra, 2002.
Título: Los desposorios de la Virgen, Bartlomé Esteban Murillo (1617-1682), óleo sobre lienzo, 76 x 56 cm. Fuente: Londres. The Wallace Collection. Como ejemplo de la plasmación del Buen Amor, los desposorios de la Virgen de [...]