El dinamismo alcanzado por Écija a lo largo de la Edad Moderna queda patente en el impulso demográfico experimentado por la ciudad y en la frenética actividad constructora. Con una población de en torno a 20.000 habitantes, llegó a ser la tercera ciudad más poblada de Andalucía tras Sevilla y Córdoba. Un desarrollo incuestionable que denota la función central ejercida por dicho enclave en la consolidación de un abigarrado tejido urbano en la zona de la Baja Andalucía estrechamente vinculado al desarrollo del emporio mercantil sevillano uno de los mayores núcleos de almacenamiento y distribución de todo tipo de productos y de difusión novedades en la Europa de los siglos XVI y XVII.
El notable desarrollo urbano experimentado a lo largo de la Edad Moderna por la zona de la Baja Andalucía se vio estimulado por los intensos lazos establecidos no sólo con América sino también con los principales núcleos mercantiles europeos. El papel de Écija en este entramado mercantil y su decidida participación en la empresa americana abren todavía amplias posibilidades para la investigación. Los trabajos de Magdalena Canellas o de Antonio López sobre la numerosa emigración astigitina a las Indias o la relevante participación de Écija en el abastecimiento de todo tipo de productos agrícolas para atender a las necesidades de las numerosas flotas y armadas que salían anualmente de Sevilla así parecen atestiguarlo. Por su parte Enriqueta Vila y Antonino Vidal han logrado poner de manifiesto a partir de la documentación almacenada en el Archivo de Protocolos de Sevilla y en el Archivo Municipal de Écija cómo la mayoría de los poderosos comerciantes de lana afincados en dicha ciudad actuaban como agentes o mantenían estrechos vínculos con las principales casas mercantiles sevillanas dedicadas al comercio con América.
El notable impulso demográfico experimentado por la zona del Bajo Guadalquivir corrió paralelo a un importante aumento de la producción agraria y a la creación de un complejo entramado de relaciones entre las principales ciudades de la zona gracias a la eficaz acción desplegada por un buen número de pequeños comerciantes y acarreadores. Y todo ello a pesar de las medidas obstruccionistas impulsadas por determinados gremios que, como ha advertido Collantes de Terán, se esforzaron por asegurar el abasto de determinadas materias primas mediante un riguroso control de la reventa y la regatonería como mejor mecanismo para entorpecer su exportación. Estos avances en el transporte y el acarreo de mercancías dotaron de mayor flexibilidad y resistencia a las economías campesinas lo que, sumado a las masivas llegadas de trigo, primero siciliano y más tarde báltico, permitieron una notable evolución y diversificación de los cultivos. La recomposición de las redes comerciales en la Baja Andalucía se benefició también del aumento de la demanda de los grupos privilegiados (aristocracia, alto clero y patriciado urbano) cuyas nuevas formas de sociabilidad exigían de un fácil acceso a toda una gama de productos de lujo a mejores precios que los producidos en la zona y de una distribución de sus excedentes agrarios en las mejores condiciones como único modo para poder compensar el paulatino endeudamiento al que les abocaba la competencia suntuaria. Écija, estratégicamente situada en la ruta entre Sevilla-Córdoba-Madrid, no tardó en convertirse en el principal mercado ordenador de la Campiña desde donde se redistribuían los productos agrarios de ciudades como Osuna, Lora del Río, Palma o La Rambla. Mientras la producción cerealera experimentó una fuerte reducción, pasando de ocupar las dos terceras partes del suelo cultivable a tan sólo la mitad de la superficie, para finales del siglo XVII la vid y, de manera especial, el olivo experimentaron un espectacular crecimiento estimulados por la potente demanda de vino y aceite procedente de los mercados europeos y americanos.
El aceite no tardó en convertirse en uno de los grandes atractivos del mercado astigitano como pone de manifiesto el interés de algunos de los principales hombres de negocios de la época y la permanente presencia de comisarios reales en la zona. Bernardo López Belinchón, en su bien documentado estudio sobre las redes comerciales y los mecanismos de ascensión social utilizados por el comerciante judeoconverso portugués Fernando de Montesinos, ha subrayado la importancia que para el buen funcionamiento de sus actividades mercantiles y financieras tuvo el control ejercido sobre la distribución de las partidas de aceite de una comarca que tenía en Écija su centro neurálgico. Al igual que ocurría con las lanas, y gracias a la acción de toda una red de intermediarios y al control de algunas de las principales rentas de la zona, como las salinas de Andalucía, Montesinos canalizaba dichos productos agrarios hacia los puertos andaluces desde donde eran embarcados hacia los Países Bajos.
La riqueza agraria de Écija, que según advertía el Diablo Cojuelo a don Cleofás en el libro de Luís Vélez de Guevara debería ser considerada como “la más fértil población de Andalucía”, se ponía asimismo de relieve en el importante cinturón de huertas que, en torno al río Genil, rodeaba la ciudad. Frutas y hortalizas que eran también exportadas a Sevilla y a las que se añadía el cultivo de un buen número de plantas destinadas a la industria textil como el lino, el cáñamo y, de manera especial, el algodón. Ello nos permite entender los esfuerzos desplegados por la Corona por introducir en la zona nuevos cultivos procedentes de Ultramar. De este modo, por una real Cédula emitida desde el Consejo de Indias, se dio órdenes en 1587: “para que se siembren en aquellas tierras –entre las que se incluía a Guadix y a Murcia- pues parecen aptas para ello, la semilla del añil, traída de Nueva España”.
Ahora bien, el más atractivo de los productos agrarios distribuidos desde la comarca ecijana era, sin lugar a dudas, la lana cuya alta calidad servía para abastecer de materias primas de gran calidad no sólo a los principales centros textiles de la Baja Andalucía sino, de manera creciente, a los más exigentes productores de tejidos de lujo de los Países Bajos e Italia. La actividad ganadera se vio ampliamente favorecida gracias, en gran medida, al fuerte ascendiente logrado por el Concejo de la Mesta local integrado por los grandes propietarios de ganado que, por una Real Pragmática de 1580, obtuvieron la obligación de volver a pastos todas las tierras que lo habían sido 20 años antes con objeto de frenar el masivo proceso de roturación. Aunque para ello contaron con el apoyo de los gremios locales, que pretendían controlar así la escalada de los precios de la lana, la debilidad de la manufactura astigitana y la creciente demanda procedente del exterior, que era alentada por aquellos sectores que basaban su ascendiente económico y social en el control de las actividades agropecuarias y que, no en vano, dominaban el poder concejil, explica la ausencia de medidas protectoras en defensa del textil local. Écija acabó por convertirse en uno de los principales nudos de redistribución lanar de la península lo que aumentó sobremanera su atractivo en los mercados internacionales. Además de la lana derivada de su propia cabaña, los famosos lavaderos de la ciudad se abastecían también de lana procedente de otros lugares en especial de Extremadura. Los lavaderos de Écija, que no tardaron en superar a los de Córdoba, estaban controlados por una poderosa comunidad de hombres de negocios de origen flamenco afincados en la ciudad y que, en muchos casos, disponían incluso de una carta de naturalización lo que les permitió acceder al gobierno municipal. Los Becquer, los Banders, los Conique, los Antonio, los Biven, los Taisnier, los Libert o los Lamberto, que ejercían un control casi monopolístico sobre este tipo de actividades, mantenían una residencia permanente en la ciudad sin dejar por ello de entretener vínculos estrechos con otros miembros de su familia residentes en Sevilla o con otras firmas no sólo flamencas sino también genovesas o judeo-conversas portuguesas. Los beneficios que reportaba el negocio de dicha materia prima para la economía astigitana la convirtieron en una presa atractiva para el siempre necesitado fisco real. La Monarquía procedió a todo tipo de expedientes para extraer crecientes recursos no sólo de la distribución sino también del tratamiento al que debía ser sometida. En 1646, habiendo aceptado la ciudad de Écija la concesión de una contribución adicional destinada a cubrir el donativo solicitado por don Luis de Haro para servir al ejército con 2.000 fanegas de trigo y 14.000 ducados, se optó por recaudar dichas sumas mediante la creación de un nuevo gravamen de 1 real por cada arroba de lana lavada. El concejo de la ciudad, a petición de Justo Lamberto y Pedro Molinar, aceptó la medida siempre y cuando el arbitrio se cobrase sobre la lana lavada y no sobre la por lavar lo que permitiría mantener la posición de Écija como núcleo de depósito de las lanas procedentes de la comarcas vecinas y entorpecería todo intento de desplazar los lavaderos a la vecina villa de la Palma. En otras ocasiones la corona llegó a embargar la lana preparada en sus puertos con objeto de presionar a los hombres de negocios involucrados en este lucrativo negocio para que, a pesar de la situación de bancarrota por la que atravesaba el fisco, procedieran a remitir los fondos necesarios en alguno de los múltiples escenarios bélicos en los que se hallaban comprometidos los Habsburgo. En enero de 1652, en pleno esfuerzo bélico por la recuperación de Dunquerque, varios comerciantes, entre ellos Fernando Montesinos y algunos miembros de la familia genovesa Lomelín, fueron forzados a suscribir, de manera proporcional a la cantidad de lana que poseían, un asiento para proveer con 850.000 escudos al ejército de Flandes como única forma para poder obtener las licencias necesarias para desbloquear el secuestro de sus lanas y poderlas sacar del reino. En 1658, los hijos de Fernando Montesinos y Sebastián Cortizos se encontraron ante una tesitura semejante. Como han puesto de relieve Carlos Álvarez Nogal y Carmen Sanz, en esta ocasión, Cortizos logró arrancar un permiso para que se le permitiesen exportar 210 sacas de lana lavada que tenía depositadas en un almacén de Sevilla. Licencia que, de manera harto sospechosa, parecía coincidir con la concesión de un asiento de 300.000 escudos de plata situado en diversas partes de Europa. No es de extrañar que, a partir de ese momento, Sebastián Cortizos terminase por convertirse junto a Andrea Piquenotti en el principal asentista de la corona lo que constituía la prueba de que la lana constituía un producto estratégico para adquirir una posición de fuerza en las finanzas internacionales y que de su exportación dependía gran parte de los capitales que necesitaba la corona para mantener el sistema de los asientos y poder mantener su posición de primera potencia.
A pesar de todo, las sucesivas bancarrotas de la corona, los apresamientos arbitrarios de mercancías y las dificultades de la Monarquía para recompensar del modo que lo había hecho hasta el momento a sus principales prestamistas impulsaron una inevitable retirada de los hombres de negocios extranjeros de los mercados españoles. En este panorama, Sebastián Cortizos aparecía como una excepción más aún cuando a partir de la década de 1650 se dispararon las acciones de la Inquisición en contra de las comunidades de origen judeo-converso residentes en la Monarquía. Proceso que se vivió de manera notable en Écija donde, en 1655, tuvo lugar un aparatoso auto de fe en la plaza mayor en el que fueron llevados ante el tribunal 5 varones y 2 mujeres acusados de criptojudaísmo. El permanente estado de guerra había contribuido, por lo tanto, de manera notable a la creciente dependencia con respecto a los proveedores extranjeros y al imponente aumento de las comunidades de hombres de negocios extranjeros en la península y a su paulatina integración en el seno de las elites locales. La guerra en el exterior y los recursos fiscales ofrecidos por las ciudades andaluzas corrieron en paralelo a un proceso de cierre oligárquico que permitió reforzar el sostén de las élites andaluzas a la política imperial de la corona. El trabajos de Juan Ramón de La Calle Gotor, Norberto Castilla y Zsafer Kalas en torno a la formación de milicias en las ciudades de Écija y Carmona ponen de relieve la activa contribución de dichas ciudades al esfuerzo militar de la corona y documentan el envío de efectivos allí reclutados para actuar en ocasiones como las de Fuenterrabía en 1638, Portugal y el frente de Aragón a partir de 1640 o Cádiz y el norte de África. Ya con anterioridad, y como prueba la presencia de Miguel de Cervantes en Écija entre 1587 y 1592 en calidad de comisario general de la provisión de las galeras reales que supondría incluso su encarcelamiento por requisar partidas de trigo y aceite pertenecientes a la iglesia, tenemos testimonios de la participación de Écija en las cada vez más exigentes necesidades militares de la Monarquía. Con motivo de la Guerra de Sucesión y como ha puesto de relieve el trabajo de José Calvo Poyato, Écija no sólo mostró su alto grado de fidelidad a la causa borbónica sino que aportó asimismo fondos y soldados. Écija respondió a las sucesivas peticiones de hombres de modo especial en el crítico periodo de 1709 a 1710 y tuvo que sufrir la presencia de los alojamientos militares hasta 1713.
Por último, no queremos dejar de mencionar la importancia de Écija como núcleo de difusión de ideas y novedades en su área circundante y, gracias a la acción de su poderosa comunidad foránea allí afincada, también en el resto de Europa. Écija era una de las principales postas para el imponente flujo de noticias que utilizaba la vía del correo establecido entre la Corte donde radicaba el Consejo de Indias y las ciudades de Cádiz y Sevilla. Como ha subrayado Renate Pieper, las ciudades andaluzas jugaron un papel crucial a la hora de difundir las primeras noticias procedentes de América que eran canalizadas a través de una tupida red de avisos y papeles sueltos (tanto impresos como manuscritos) en los que se comunicaban las últimas novedades. No es de extrañar que fuese un médico astigitano, Antonio Colmero Ledesma quien diese a conocer las cualidades y propiedades de unos productos que, como el chocolate se difundiría desde la Monarquía Hispánica al resto de Europa durante la segunda mitad del siglo XVII. Por su parte, la nutrida comunidad flamenca residente en Écija contribuyó a difundir en España la influencia cultural de los Países Bajos gracias a su interés por la distribución de láminas y otros objetos y cuadros de paisajes. Vínculos que ponen de manifiesto cómo Écija, lejos de ser un núcleo esencialmente agropecuario, constituía un centro de primer orden a la hora de aportar recursos, mercancías y efectivos militares y humanos fundamentales para el buen funcionamiento del sistema imperial hispánico. Una monarquía global que sustentaba su ascendiente en unos abigarrados entramados urbanos y en el notable peso local.
Autor: Manuel Herrero Sánchez
Bibliografía
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