El comercio exterior andaluz de la Edad Moderna ha sido tradicionalmente estudiado poniendo el acento en su desarrollo a partir del descubrimiento de América y, concretamente, en la circulación de metales preciosos que dicho acontecimiento produjo. Por razones obvias, esta perspectiva motivó que se priorizaran los estudios sobre el monopolio de Sevilla, única ciudad con licencia para participar en los tráficos americanos. Las investigaciones sobre el comercio de metales preciosos americanos conectaron la concentración de riqueza originada por dicho desarrollo comercial con el atraso económico secular atribuido a la región andaluza, que, según algunos, no supo aprovechar las posibilidades que le brindaron los tráficos americanos debido a que no poseía sectores alternativos sobre los que invertir los capitales generados, ni un tejido social emprendedor que supiera aprovechar los beneficios. Una visión del comercio exterior andaluz centrada en los tratos americanos suponía marginalizar otras rutas comerciales, como las interiores, caracterizadas por su enorme fragmentación debido a la escasez de vías de comunicación, pero también por un gran desarrollo debido al aumento considerable de la producción que experimentaron ciertas zonas agrícolas mediante la extensión de la superficie cultivada. Asimismo, el enfoque referido prestaba poca atención a las rutas comerciales que enlazaban Andalucía con el continente europeo, a pesar de la singular importancia que tuvieron las relaciones comerciales de esta región con Europa desde la época medieval.

La escasa articulación de sus mercados internos no impedía que Andalucía mantuviera lazos comerciales muy dinámicos con el Viejo Continente que, por un lado, le proporcionaba materias primas y bienes manufacturados y, por otro, se erigía en un mercado en el que vender los productos andaluces y americanos que llegaban al puerto de Sevilla. El seguimiento del comercio exterior que el área andaluza mantenía con Europa es posible gracias al estudio de los datos que registraron las aduanas situadas estratégicamente en diversas ciudades, sobre todo en el litoral andaluz hasta penetrar en el extremo oriental, hacia el antiguo reino de Murcia, aunque también existían puestos aduaneros en el interior, en ciudades como Jerez de la Frontera y Sevilla. Dichas aduanas conformaban el llamado “Almojarifazgo Mayor”, una imposición fiscal que la Monarquía Hispánica cobraba por las importaciones y exportaciones. El origen de este sistema arancelario se remontaba al siglo XII, época en la que abarcaban el territorio ocupado por Al-Ándalus y aquellas ciudades que eran gobernadas por distintos soberanos.  

La importancia del comercio exterior con Europa para el abastecimiento de las colonias ultramarinas y de la población de la península era perfectamente percibida por el gobierno de la Monarquía Hispánica y explica que, en ciertas ocasiones, la Corona facilitara la introducción de mercancías extranjeras a pesar de las máximas mercantilistas con las que habitualmente han sido identificados los Estados de época moderna. Estas máximas suponían la aplicación de medidas proteccionistas para favorecer los productos locales y evitar la venta de mercancías extranjeras que causaran la salida de metales preciosos del reino. Sin embargo, bien por razones prácticas o bien por razones tácticas, fueron aplicadas raramente de manera sistemática. Así por ejemplo, en 1548, y a pesar de las regulares imposiciones fiscales establecidas sobre los productos extranjeros, las Cortes de Castilla aprobaron ciertas disposiciones para facilitar la importación de paños foráneos como medida para frenar el alza de precios. En realidad, los derechos arancelarios ya referidos se mantuvieron siempre bajos hasta su elevación en 1566, lo que facilitaba la entrada en el espacio andaluz de las materias primas y manufacturas del norte europeo necesarias, no solo para atender la demanda creciente de la región andaluza en un período de clara expansión poblacional y económica, sino también para procurar el abastecimiento del mercado americano. Entre ellas, destacaban los paños, el trigo, el cobre o los pertrechos navales, estos últimos procedentes sobre todo de los Países Bajos rebeldes y cuya deficiencia en España justificaba que su importación fuera consentida por las autoridades regias. Por otro lado, las naciones septentrionales demandaban a España e Indias productos como la sal, la cochinilla, el aceite, el vino, la seda, las especias, la lana y, sobre todo, la plata.

En lo que se refiere a las razones tácticas que justificaron una laxa aplicación de los principios mercantilistas, no hay duda de que la política comercial de la Monarquía Hispánica dependió de los acontecimientos que se sucedían más allá de sus fronteras, convirtiéndose, por un lado, en un instrumento de presión política sobre las naciones rivales y, por otro, en un medio para apoyar a las naciones amigas, sobre todo a partir de la década de 1580 y hasta 1648. Prueba de ello fue la fundación del llamado “Almirantazgo de los Países Septentrionales”, institución con sede en Sevilla y fundada en 1624 para favorecer el comercio con las naciones septentrionales “amigas” (alemanes y flamencos), en detrimento de aquellas que, en aquellos años, se hallaban en abierto conflicto con la Monarquía Hispánica, como las Provincias Unidas e Inglaterra .

Es conocido el debate sobre si los embargos comerciales y los mayores controles e impuestos sobre las mercancías de potencias enemigas fueron medidas verdaderamente útiles para la lucha contra el enemigo o si, por el contrario, constituyeron instrumentos poco efectivos que en nada consiguieron minar el poder del adversario. Mientras que una parte de la historiografía refiere el fracaso de este instrumento como medida de presión, otra ha revalorizado el papel de esta política. Según estos últimos, la competitividad de las naciones extranjeras por hacerse con el estatuto de «nación privilegiada» en los tratados internacionales firmados con el monarca Católico es más que indicativa del alcance y de las repercusiones negativas que estas incautaciones y controles podían tener para los mercaderes de naciones enemigas.

De hecho, las naciones septentrionales se percataron de que, para obtener ventajas comerciales, no era suficiente tener precios competitivos o poseer el monopolio de distribución de un producto del que España era deficitario: además de recurrir a estrategias de contrabando en determinadas plazas (el puerto de señorío de Sanlúcar de Barrameda destacó en este sentido), se hacía necesario obtener un tratamiento de favor por parte de la política mercantil de la monarquía; un privilegio especial que eximiera a los comerciantes de estas naciones de las restricciones impuestas sobre la comercialización de determinadas mercancías, de los controles de sus naves o del pago de tributos arancelarios. De ahí que en los futuros tratados entablados por la Monarquía Hispánica con distintas potencias, estas últimas procuraran por todos los medios la introducción de las ya mencionadas “cláusulas de nación más favorecida” que suponían concesiones exclusivas en ámbito comercial a los aliados del soberano Católico. Algunas de estas cláusulas las hallamos en el tratado de Navegación de 1634 (con Inglaterra), en los firmados con las Provincias Unidas en Münster y la Haya en 1648 y 1650, respectivamente, o en el establecido con Francia en 1659.

La competencia entre las distintas naciones por obtener un tratamiento de favor de la Monarquía Hispánica que les permitiera un acceso privilegiado a sus mercados cristalizó en varios conflictos. En este sentido, destacó la guerra entre las Provincias Unidas e Inglaterra, desarrollada en varias fases desde mediados del siglo XVII, por el dominio de las rutas comerciales oceánicas y de los tráficos de plazas caracterizadas por su dinamismo económico, como Cádiz, Málaga o Sevilla, fundamentales por sus lazos con otros centros mediterráneos como Livorno. A finales del siglo XVII, y después de diversos enfrentamientos entre las potencias septentrionales interesadas en los mercados hispánicos, Inglaterra se erigió en triunfadora, obteniendo importantes ventajas comerciales que se materializaron en los tratados de 1667 y 1670. Las cláusulas favorables a Inglaterra contenidas en dichos tratados se mantuvieron prácticamente sin grandes cambios hasta la firma, en 1802, del tratado de Amiens entre Inglaterra y Francia y los aliados de esta última: España y la república bátava.

El estatus de nación privilegiada obtenido por Inglaterra a finales del siglo XVII motivó que, en adelante, Francia, las Provincias Unidas o las ciudades hanseáticas intentaran alcanzar los mismos derechos que los británicos sin conseguirlo plenamente. A pesar de ello, a partir de 1713, la llegada de los Borbones al trono de España tras la Guerra de Sucesión justificó la concesión de ventajas comerciales a Francia que podían llegar a equipararse a las disfrutadas por Inglaterra. Aunque la posición inglesa continuó siendo predominante sobre la exhibida por el resto de las naciones, no hay duda de que las importaciones francesas fueron un elemento fundamental del comercio exterior andaluz de aquellos años, especialmente en la plaza gaditana.

Autora: Yasmina Rocío Ben Yessef Garfia

Bibliografía

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