En los siglos del Renacimiento y Barroco todo lo relacionado con la monarquía se festejaba suntuosamente: nacimientos de infantes o príncipes, bodas, “preñado” de las reinas, proclamaciones, visitas a ciudades o victorias militares. También las honras fúnebres de reyes, reinas y príncipes se conmemoraban con todo boato.

La organización de dichas ceremonias competía a los cabildos municipales y catedralicios, que gastaban grandes sumas en su organización. Tras ser recibida la Cédula Real en la que se informaba de la muerte y se instaba para que se conmemorase como “en semejantes ocasiones se tuviese acostumbrado hacer”, se pregonaban los lutos y se procedía a designar a los comisarios o diputados –de entre los capitulares- que eran los encargados de todo lo necesario para dicha celebración, siendo habitual que se informaran de cómo se habían realizado las honras en años anteriores, proponiéndose muchas de ellas como modelo a seguir. Tenían, además, un importante cometido: elegir a los artífices que trazarían el túmulo, máquina efímera que se erigía para la ocasión en el interior de iglesias y catedrales. Su adjudicación podría hacerse por designación directa, subasta o concurso público.

En las principales ciudades andaluzas los que ideaban estas arquitecturas eran arquitectos o maestros de obras, aunque en ocasiones se les encargaba a carpinteros, dependiendo del momento de crisis o bienestar por el que pasaban las ciudades o de las restricciones que imponía la Corte.

Estos catafalcos, túmulos, piras o capelardentes solían ser de planta centralizada, -circular, cuadrada u ochavada- y estaban divididos en pisos, dispuestos en forma decreciente, en los que se daba la clásica superposición de órdenes. En él se incluía el simulacro de tumba con las insignias reales –cetro, corona y, a veces, espada- sobre almohadones.   Estaban construidos con materiales perecederos –madera, cartón piedra y textiles-, y simulaban con pintura otros más valiosos, con el fin de intentar transformar esta arquitectura provisional en obra sólida, jugando con el equívoco y el engaño.

En estas máquinas tenían un gran protagonismo los motivos ornamentales y las imágenes simbólicas que se sobreponían a la estructura y así los pintores realizarían los dibujos y jeroglíficos, los escultores dispondrían imágenes –de bulto, realizadas en madera o pasta, o simples figuras recortadas- que representarían alegorías o antepasados del monarca y los poetas se afanarían en escribir versos laudatorios, todos ellos bajo la batuta del mentor, que era el que ideaba todo este programa simbólico con el que se ensalzaba al muerto y lo hacían aparecer como un personaje predestinado con escasas características comunes con los demás mortales. También mostraban el dolor de los súbditos por la pérdida, aunque siempre se les ofrecía una esperanza, repitiéndose la idea de que la muerte era sólo un tránsito de un reino terrenal para alcanzar otro más duradero, siendo vencida gracias a las buenas acciones, virtudes, descendencia y fama, que convierte a los soberanos en inmortales. Además, dicha máquina se acompañaba de objetos litúrgicos, y numerosas hachas, blandones y candeleros con velas.

Solían tener una gran altura, que dependería de las dimensiones de la iglesia o catedral en la que se iba a erigir. Estos espacios lúgubres veían transformado su interior con paños negros que pendían del techo y ocultaban la piedra, aunque también asientos, gradas y suelo se cubrían con terciopelos, bayetas, velos y alfombras de este mismo color.

Las características de estas arquitecturas son conocidas gracias a diversas fuentes. Las más completas y las que más noticias proporcionan son las Relaciones, textos cuya finalidad es narrar lo acontecido durante las honras fúnebres, amén de los preparativos previos, dilatándose su información hasta la conclusión de todos los eventos. Además, describen pormenorizadamente, no sin cierta ampulosidad y fantasía, las construcciones propias de estas conmemoraciones. También, en ocasiones, se ilustran con estampas que presentan plásticamente los túmulos, los jeroglíficos y/o decoraciones que les daban sentido simbólico. No obstante, otras fuentes documentales pueden aportar información sobre asuntos relacionados con las ceremonias: libros de liturgia, libros de cuentas, o actas capitulares.

Los contratos son imprescindibles ya que en ellos se puede hallar el pliego de condiciones del arquitecto o tracista en el que se suelen detallar las características de la arquitectura que se va a erigir: dimensiones, disposición de los cuerpos, elementos arquitectónicos que la conforman, colores de los mismos y la ornamentación simbólica. Y, en ocasiones, este documento está ilustrado con un dibujo en el que el artífice esboza una rudimentaria traza de lo que ha ideado o delinea un diseño con todo lujo de detalles.

Sus diseños suelen estar muy pegados a la tradición, posiblemente por el escaso tiempo de que disponían tanto para proyectarlos como para su ejecución, por lo que se reutilizaban materiales de anteriores túmulos o se imitaban elementos de construcciones pretéritas. En cuanto a las tipologías arquitectónicas de los catafalcos andaluces, aunque no existen unos modelos claramente definidos, se distinguen los de estructura turriforme -la más sencilla-, superponiéndose cuerpos de forma decreciente, o en forma de baldaquino o templete.

El boceto de túmulo más antiguo que se conserva en Andalucía, con una estructura “a lo romano”, es el que se atribuye a Pedro Machuca, realizado para conmemorar el recibimiento de los restos de María Manuela de Portugal, primera mujer de Felipe II -cuando aún era príncipe- y de los cuerpos de los infantes Juan y Fernando, hijos de Carlos V en 1549. La traza de dicho catafalco presenta muchas similitudes con el que diez años antes se erigió en este mismo lugar en honor a la emperatriz Isabel; dicha semejanza hace pensar en interferencias entre una y otra estructura pudiéndose deducir que la máquina erigida en 1549 podría ser la misma que se utilizó diez años antes para honrar la muerte de la esposa de Carlos V.

En Málaga se conservan dos interesantes dibujos de túmulos que se insertaron en los contratos: el que realizó Pedro Díaz de Palacios en honor de Felipe III en 1621 y el del Príncipe Baltasar Carlos, proyectado por Cristóbal de Medina en 1646. En Sevilla, sólo se conserva una traza anónima del catafalco de Felipe IV en 1666, así como un sencillo plano de la disposición en la catedral de los participantes en dichas exequias, dibujos descubiertos y publicados por José Manuel Baena Gallé. También en Granada se ha conservado un sencillo dibujo: el del catafalco que se erigió en la catedral con motivo de las honras fúnebres de Carlos II en 1700.

No obstante, la mayoría de los túmulos son conocidos gracias a las numerosas Relaciones de exequias editadas en los siglos XVI al XVIII, en las que, como hemos apuntado más arriba, se describe el túmulo y su decoración simbólica. En muchas de ellas se inserta el grabado que permite complementar la información que ofrece el relator. No obstante, en ocasiones, estas estampas difieren en algunos aspectos de las descripciones, por lo que es posible que algunos de ellos no reproduzcan fielmente los originales.

La mayoría de los grabados de túmulos conservados se realizaron en las ciudades de Sevilla y Granada. La nómina comienza con el que se erigió en Sevilla en honor de Felipe II en 1598, obra de Juan de Oviedo, al que Cervantes dedicó el famoso soneto que comienza así: “Voto a Dios que me espanta esa grandeza…”. No obstante, la estampa que lo describe plásticamente no se incluyó en ningún documento contemporáneo, sino en un libro de viajes de 1741.

El siglo XVII el parco en grabados de túmulos; no obstante es necesario destacar que los tres ejemplares que se han conservado ilustran catafalcos dedicados a reinas. Estas piras, de igual modo que en los de príncipes y reyes, se presentan como escaparate de sus cualidades: amante esposa, madre piadosa, discreta gobernadora, viuda ejemplar…; estas son algunas de las “bondades” que adornan a las reinas españolas, según se lee en las oraciones y sermones fúnebres y así también lo señalan los mentores que ideaban los programas iconográficos de los túmulos. Dos de las estampas pertenecen a los túmulos que se erigieron en honor de Isabel de Borbón en 1644 en Granada; recordemos que desde 1558, con motivo de las honras de Carlos V, los cabildos eclesiástico y civil rompieron su colaboración, celebrando desde entonces las exequias de forma separada: el primero en la Capilla Mayor de la catedral y el segundo en la Capilla Real. Ambos grabados fueron realizados por Ana Heylan, miembro de una destacada familia de grabadores. En Sevilla, en los últimos años de la centuria, se grabó el catafalco de María Luisa de Orleans en 1689.

En el setecientos se multiplican las relaciones en las que se insertan las estampas de los túmulos, que presentan escasas novedades estructurales, decorativas y simbólicas con respecto a la centuria anterior, caracterizados por una teatralidad y un recargamiento ornamental extraordinarios así como un complejo programa iconográfico para ensalzar la memoria del fallecido. Así lo podemos apreciar en los catafalcos granadinos de Carlos II (1700), Luis I (1724), Felipe V (1746), Bárbara de Braganza (1758) y Fernando VI (1759), o los sevillanos que honraron la muerte de Luis XIV (1715), Felipe V (1746), Luis XV (1774) y Luis XVI (1793).

No obstante, la escenografía ritual funeraria fue decayendo paulatinamente, tendiendo hacia un mayor clasicismo aunque sin desdeñar la teatralidad, como podemos comprobar en los dos túmulos que se erigieron en Sevilla en honor de Carlos III (1789), el primero, financiado por el ayuntamiento, erigido en la catedral y el segundo, construido a expensas de Real Academia de Medicina y Ciencias en la iglesia del convento de la Merced.

El ocaso de dichos monumentos es palpable en algunos de finales de la centuria, como se puede comprobar el que se erigió en la Capilla Real granadina en honor de Carlos III en 1789. Era una sencilla gradería de planta cuadrada y forma piramidal rematada por el simulacro de tumba, cubierto por un paño de negro bordado con escudos reales. Esta sencilla estructura también fue utilizada en catafalcos anteriores como el de Carlos II en el Puerto de Santa María (1700) o el de la reina María Amalia de Sajonia en Antequera (1761).

Autora: Reyes Escalera Pérez

Bibliografía

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CAMACHO MARTÍNEZ, Rosario y ESCALERA PÉREZ, Reyes (coords.), Fiesta y simulacro. Catálogo de la Exposición, Madrid, Junta de Andalucía, 2007.

CRUZ CABRERA, José Policarpo, “Arquitectura efímera y exequias reales en Granada durante la Edad Moderna. La ritualización de la muerte como Instrumentum regni”, en LÓPEZ-GUADALUPE MUÑOZ, Juan Jesús (ed.), Memoria de Granada. Estudios en torno al Cementerio, Granada, Emucesa, MMVI, 2006, pp. 199-246.

CUESTA GARCÍA DE LEONARDO, Mª José, “Del túmulo de Carlos II al túmulo del Delfín de Francia: tránsito en imágenes por la Guerra de Sucesión en Granada”, Imago. Revista de emblemática y cultura visual, nº 2, 2010, pp. 79-94.

ESCALERA PÉREZ, Reyes, La imagen de la sociedad barroca andaluza. Estudio simbólico de las decoraciones efímeras en la fiesta altoandaluza. Siglos XVII y XVIII, Málaga, Universidad y Junta de Andalucía, 1994.

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