Ante la ausencia de una beneficencia pública, de una cobertura asistencial auspiciada por el Estado y de una decidida política social por parte de los poderes establecidos, se fueron generando desde instancias corporativas e individuales loables esfuerzos, aunque bastante limitados, de auxilio a mujeres necesitadas. Principalmente se solían canalizar por medio de las acciones caritativas promovidas por determinadas cofradías. En la medida de sus posibilidades, unas daban limosnas a pordioseras, instituían dotes para doncellas o distribuían comida y ropa a las menesterosas, otras ofrecían cobijo. Por lo general, las que asumían la ayuda mutua o proporcionaban un apoyo misericordioso, auxiliaban a las cofrades y viudas que lo precisaban, en especial a las que se encontraban más desamparadas. Sirvan como referencias algunas de las de Sevilla, de acuerdo con la información extraída de los Autos de la reducción hospitalaria de 1587. En la de San Onofre, del arte de la seda, según se declaraba desde la propia cofradía, las mujeres que se recogen todas son del oficio de la seda y mujeres de cofrades oficiales del dicho arte, y a estas pobres la hospitalidad que se les hace es de casa, cama y alguna limosna. En otros casos, la atención se dirigía también a mujeres que no pertenecían a la cofradía. De la de las Ánimas del Purgatorio se notificaba: En la casa hay cuatro aposentos a donde están recogidas mujeres pobres y necesitadas, y les dan aposento y cama, y cuando están enfermas les ayudan para médico y botica y dietas, y las entierran como a un hermano.  Les dan a cada una todos los domingos del año un real y en las Pascuas sus aguinaldos, y asimismo se les da a varias mujeres de hermanos difuntos pobres a cada una cuatro reales cada mes. Eran diversos los modos de socorro. La de San Eloy, de los plateros, destinaba parte del dinero que empleaba en obras de caridad a casar huérfanas (siempre que fuesen hijas de cofrades pobres) y ayudar a cuatro viudas de cofrades que lo necesitasen, dándoles ocho reales al mes. La de Nª Sª de las Mercedes proporcionaba el refugio de la casa a unas pocas, aunque si enfermaban las cuidaban durante varios días y después las llevaban a un hospital para que las curasen. En la de San Sebastián se hace hospitalidad a mujeres pobres viejas, a las cuales no se les da cama ni comida ni vestuario, porque ellas lo buscan y procuran, y lo que se les da es estando enfermas de dos a dos días un real o dos para ayuda a su sustento, y algún recado de lo que les falta para sus camas, y limosnas todas las Pascuas, a cada una dos reales en dinero, y cuando mueren haciéndoles su entierro.

Actuaciones benéficas parecidas se daban en otras ciudades. De las cofradías existentes en Córdoba, había algunas que proporcionaban una hospitalidad femenina, según se manifestaba en un informe de 1586 del obispo Pazos al rey. La de Nª Sª de la Consolación mantenía catorce camas en que viven catorce mujeres pobres. La de la Santísima Trinidad sostenía a sus expensas siete camas para siete mujeres pobres y da algunas limosnas y vestidos entre año. La de San Juan Bautista prestaba asistencia a cinco o seis mujeres pobres, a las que dan cama y alguna limosna. Lo mismo sucedía con la de Nª Sª de la Candelaria. La del Corpus Christi tenía el albergue de San Lorenzo, donde había ocho mujeres pobres que se le da casa en él. En el de Jesús Nazareno se mantenían seis camas para las pobres, en el de San Andrés asimismo había varias recogidas, al igual que ocurría en el de San Bartolomé. Por su parte, la de Nª Sª de Rocamador sostenía un hospedaje en el que estaban cinco o seis a las que se les daba casa y alguna limosna. En el de la Sangre de Jesucristo también había unas pocas acogidas, al igual que sucedía en el de San Martín y en el de Santa Quiteria, aunque de éste se reconocía que no sirve para ningún efecto y sólo está en él una mujer pobre.

Existían hermandades que estaban especializadas en una peculiar modalidad caritativa. Muestra significativa la ofrecía la de la Misericordia de Sevilla, cuya labor se orientaba fundamentalmente a conceder dotes para muchachas humildes que pretendieran casarse o ingresar en un convento. Las aspirantes a recibirlas eran investigadas y seleccionadas por los miembros de la agrupación antes de que se hicieran efectivas las ayudas. Se hallaban establecidas claras limitaciones, pues solo podían beneficiarse las que cumplieran ciertos requisitos laborales y que mostraran una forma de vida recatada y bondadosa. Como el cura Morgado puntualizaba en su Historia de Sevilla (1587), a las jóvenes que pretendían conseguir los ajuares que la hermandad ofrecía se les exigía que hubieran servido a gente honrada, por lo menos durante dos años, que fueran vírgenes, necesitadas, honestas, recogidas, de buena fama y que estuvieran bautizadas. Expresamente quedaban excluidas las negras, las mulatas, las indias y las moriscas. En definitiva, tras una cuidadosa selección cualitativa de las chicas que solicitaban una dote, únicamente la percibían las contadas doncellas que la merecían según el estricto criterio que se seguía para otorgarla. Entre las candidatas no se encontraban las muchas adolescentes y mozas que por su pobreza y precariedad de vida se veían obligadas a deambular en busca de sustento, a pordiosear públicamente, a trabajar en oficios infames o a prostituirse.

La iniciativa individual propició a su vez la creación de establecimientos hospitalarios femeninos. Utilizando de nuevo como muestra la capital de la Giralda, en 1666 se erigió el refugio del Santo Cristo de los Dolores, conocido como Beaterio del Pozo Santo, instituido por Ana de Trujillo y la madre Beatriz Jerónima con la pretensión de albergar a mujeres que estuviesen impedidas y desamparadas. Según se indicaba en el capítulo segundo de la Regla que se le otorgó en 1681, se hallan en esta ciudad de Sevilla personas, principalmente mujeres, tan enfermas, tan impedidas y desamparadas que se ha visto morirse muchas, consumidas de su misma miseria, enfermedades incurables y desamparo. Esta ha sido la causa por la que algunas personas piadosas han solicitado que se haga esta hospitalidad para remedio de semejante gente. Las que pretendían ser acogidas debían reunir dos requisitos esenciales: estar impedidas de tal modo que no pudiesen andar, con o sin muletas, y no contar con quien las cuidase. Si una de estas dos exigencias faltaba, no podían ingresar. Así pues, no era un centro asilar plenamente abierto, sino bastante restringido a un muy determinado tipo de paciente, característica propia por lo demás de casi todos los institutos caritativos existentes por entonces.

También surgieron hospitales específicos de mujeres. El caso más paradigmático quizás fuese el hispalense de las Cinco Llagas, vulgarmente llamado de la Sangre. Fundado por doña Catalina de Ribera en 1500, se destinó para el recogimiento y atención de mujeres necesitadas que padeciesen males curables. No admitía hombres, tampoco mujeres con enfermedades incurables o contagiosas. En su Constitución primera de 1503, que se mantendría vigente a lo largo de todo el siglo, se especificaba que se han de recibir mujeres enfermas para que fuesen curadas administrándoles todo lo que fuese necesario para su salud. Un principio esencial que imperaba en el recinto era la rígida separación de sexos, es más, había verdadera obsesión por evitar que las acogidas se comunicaran de forma asidua con cualquier hombre, hasta el punto de que el hospital se convertía en una especie de clausura femenina: Porque la conversación de los hombres con las mujeres es peligrosa, mayormente en tiempos de soledad y oscuridad, mandamos que de aquí adelante ningún hombre por ningún respecto more dentro del hospital ni tenga entrada para él en ningún tiempo, salvo cuando fuere llamado por alguna necesidad. En consecuencia se dictaminaba que ningún varón pudiera permanecer ni habitar en el edificio, excepto los especialmente autorizados, a saber, el cura-capellán y el sacristán. Incluso se señalaba expresamente que el lugar donde ellos morasen debía estar totalmente separado de la sala de las mujeres, indicación que volvía a repetirse cuando se mencionaba el sitio en el que el mayordomo debería estar durante su estancia en la casa. Es más, la parte del inmueble que albergaba a las pacientes, el denominado como «cuerpo mayor», ubicado hacia el interior del edificio, debía estar aislado mediante puertas, que tendrían las correspondientes cerraduras y llaves. El temor a la contaminación masculina llegaba casi a la obsesión, repitiéndose una y otra vez en el estatuto la prescripción de que no hubiera hombres en el recinto. El criterio de exclusión no se basaba tan sólo en el sexo, pues tampoco serían admitidas aquellas enfermas que padeciesen algún tipo de mal contagioso o sufriesen dolencias incurables. Especialmente prohibida estaba la entrada a las que hubieran contraído la lepra o que tuvieran «bubas», enfermedades «malditas» y que se creían transmisibles. Otras limitaciones venían impuestas por la modesta dotación inicial hecha por la fundadora y las reducidas dimensiones de la casa de intramuros de la calle Santiago en que se ubicó en un principio, lo que condicionó que no se pudieran albergar y mantener a más de una quincena de pacientes. A mediados de siglo tales circunstancias se modificaron favorablemente. La primitiva fundación del hospital fue continuada y notablemente ampliada por don Fadrique Enríquez de Ribera, hijo de Dª Catalina. Se construyó de nueva planta, extramuros, un magnífico edificio y se le dotó con cuantiosas rentas. Ello posibilitó un aumento considerable de la oferta asistencial. En las postrimerías de la centuria, cuando el centro gozó de su mayor esplendor, se pudo atender a un centenar de enfermas.

Por lo común las constituciones hospitalarias marcaban claras restricciones en cuanto al tipo de dolencias y pacientes que les eran propias. Determinados males quedaban excluidos del tratamiento sanitario, por ejemplo la tuberculosis. Al igual que sucedía en muchas otras ciudades, en Sevilla las mujeres con tisis, tanto las que ciertamente la sufrían como las sospechosas de tenerla, que en gran número pululaban por la capital y lugares cercanos, no eran admitidas en los hospitales al ser considerada contagiosa y por el temor que infundían. Las tísicas, con llagas en los pulmones o en el pecho, se veían además abandonadas por sus familiares y parientes, encontrándose en el mayor de los desamparos. Ante este estado de cosas, el arzobispo D. Jaime de Palafox decidió fundar un hospital para auxiliar a tales enfermas. El nuevo centro abrió sus puertas en 1698. Fue agregado al hospital del Espíritu Santo, donde por cierto se atendía a las sifilíticas. Quedó bajo la advocación de Nª Sª la Virgen Santa María de las Desamparadas. Se le dotó con treinta mil reales de vellón anuales y dispuso en sus inicios de veinte camas.

Se paliaba así en parte una de las numerosas deficiencias que presentaba el entramado asistencial de la época. Pero la demanda de atención hospitalaria seguía superando con creces la oferta. Gran cantidad de mujeres, menesterosas, con achaques y dolencias, se encontraban sin protección ante la pobreza y la enfermedad. Muchas eran las que necesitaban ayudas, pocas las que lograban obtenerlas.

Autor: Juan Ignacio Carmona García

Bibliografía

ARANDA DONCEL, Juan, “Cofradías y hospitales en Córdoba a finales del siglo XVI”, CEIRA, 2, Madrid, 1991.

CARMONA GARCÍA, Juan Ignacio, Las redes asistenciales en la Sevilla del Renacimiento, Universidad de Sevilla, 2009.

FRANCO RUBIO, Gloria: “Asociacionismo femenino en la España del siglo XVIII: Las  Hermandades de Socorro de Mujeres”, Cuadernos de Historia Moderna, nº 16, 1995.