Alonso Cano, pintor, escultor y arquitecto granadino, representa un punto y aparte en el panorama artístico del Siglo de Oro. En él se concitan el ideal humanista de artista polifacético, el genio de carácter excéntrico y atormentado, y el paradigma de artista viajero, cuya azarosa biografía discurrió entre su Granada natal, la ciudad de Sevilla y la corte de Madrid.

Cano tuvo por primer maestro a su padre, el ensamblador y arquitecto de retablos Miguel Cano. En su taller granadino el joven Alonso aprendió a tallar la madera y tomó contacto con la tratadística arquitectónica. En 1615, siendo todavía un adolescente, marchó a Sevilla junto a su familia en busca de nuevos horizontes profesionales. Un año más tarde entró como aprendiz de pintor en el obrador del sanluqueño Francisco Pacheco, donde tuvo oportunidad de conocer al joven Velázquez y tomar contacto con los círculos intelectuales de la ciudad. Aunque la carta de aprendizaje contemplaba una estancia de cinco años en este taller, Lázaro Díaz del Valle –primer biógrafo de Cano y contemporáneo suyo– señala que apenas transcurrieron ochos meses cuando el muchacho regresó al hogar familiar, dedicándose entonces al estudio de los libros de simetría y anatomía, y a ejercitarse en el dibujo del natural.

Por lo que respecta a su faceta como escultor, desde Ceán Bermúdez se viene aceptando que Cano se formó junto al célebre Juan Martínez Montañés, pero lo cierto es que hasta el momento no existe ningún aval documental –ni tampoco estilístico– que permita corroborar este extremo. Resulta más probable, en cambio, que Cano desarrollara esta faceta creativa de forma un tanto autónoma, sirviéndose de sus naturales dotes para el dibujo, de las lecciones sobre figuración humana que había aprendido junto a Pacheco, y de los conocimientos de la técnica de talla que había adquirido en el obrador familiar.

Aunque Cano logró destacarse en las tres Bellas Artes, su principal medio de expresión fue siempre la pintura. Por esta razón su catálogo de esculturas es bien reducido, aunque en él figuran algunas creaciones verdaderamente antológicas de la estatuaria española. En realidad, su interés por el arte escultórico surgió a raíz de su actividad como tracista de retablos. En sus primeras trazas sevillanas, realizadas a finales de la década de 1620 (Retablo del Cristo de la Caída, col. privada; Retablo de la Inmaculada, Metropolitan Museum of Art), ya manifestó su voluntad de reconciliar el retablo escultórico del Renacimiento con el nuevo tipo de altar pictórico popularizado en el XVII. De este modo, Cano siempre planteó sus arquitecturas lignarias con programas figurativos mixtos, integrados por imágenes esculpidas y pintadas que a menudo dialogan entre sí, en una suerte de bel composto canesco.

Esta original propuesta alcanzó su madurez en su primer gran retablo conservado, el de la parroquia de Santa María de la Oliva, en Lebrija (Sevilla), realizado entre 1629 y 1631. En un alarde de maestría, Cano adaptó el esquema de retablo tetrástilo de un solo cuerpo y ático al angosto testero de la capilla mayor, desafiando para ello las reglas del clasicismo con la elongación de las columnas, la rotura de los entablamentos y el encabalgamiento de las pinturas realizadas por Pablo Legot. Para completar este altar, el artista talló las monumentales esculturas de la Virgen de la Oliva, San Pedro y San Pablo, policromadas por el citado Legot. En la imagen mariana, plena de dignidad mayestática, Cano se distanció de la tradición del naturalismo montañesino para trabajar en una relectura seiscentista de la clásica Madonna del renacimiento. Esta decidida apuesta por las elegantes formas del clasicismo también quedó plasmada en la escultura del príncipe de los Apóstoles, cuyo rostro barbado parece inspirarse en los retratos de los emperadores romanos. Su silueta decreciente, o en forma de huso, constituye asimismo una de las señas de identidad de la estética canesca.

Por estos años Cano también esculpió la pequeña Inmaculada del sagrario de la parroquia del pueblo sevillano de La Campana (1632), y un bello y melancólico San Juan Bautista, de tamaño cercano al natural, para el antiguo retablo mayor de la parroquia hispalense de San Juan de la Palma (1634), hoy conservado en el Museo Nacional de Escultura de Valladolid. Entre ambas obras también realizó una escultura representando a San Antonio de Padua, no identificada, que copiaba otra que al parecer había realizado Montañés para la reina Isabel de Borbón.

En la recta final de su etapa sevillana, Cano recibió el encargo de realizar el pequeño retablo de San Juan Evangelista para la iglesia del monasterio de Santa Paula (1635-1638), que sigue en líneas generales el esquema planteado en Lebrija. Se trata de una interesante obra de colaboración, con esculturas atribuidas a Montañés y José de Arce, y que antes de ser expoliado también contó con pinturas de Cano y Juan del Castillo.

A comienzos de 1638, Cano recibió la invitación del conde duque de Olivares para entrar a su servicio como pintor de cámara, por lo que marchó a Madrid. En estos primeros años en la Corte, el artista se dedicó fundamentalmente a pintar y a enseñar, pues fue nombrado maestro de dibujo del príncipe Baltasar Carlos. Sin embargo, su suerte cambió en 1643, pues en este año su protector cayó en desgracia y al poco tiempo el artista fue acusado de asesinar a su segunda mujer, María Magdalena de Uceda, por lo que fue torturado e interrogado por la Inquisición. Sobrepasado por los acontecimientos, Cano huyó a Valencia y buscó refugio espiritual en la cartuja, quizás con la intención de tomar los hábitos, aunque al cabo de un año regresó a Madrid, donde proyectó nuevos retablos y trabajó en diversas obras públicas y privadas. Entre ellas destaca el arco efímero que diseñó para engalanar la puerta de Guadalajara con motivo de la entrada de Mariana de Austria el 15 de noviembre de 1649, que fue decorado con cuatro alegorías florales realizadas en pasta y telas por el propio Cano.

En 1652, el artista regresó a Granada tras ser nombrado racionero de la catedral, lo que le permitió crear escuela con una serie de jóvenes talentos granadinos que se acercaron a él. Para la catedral, además de pintar la famosa serie de la vida de la Virgen, diseñó un original facistol de coro, coronado por una hornacina que debía albergar la soberbia esculturita de la Inmaculada (1655-1656). En esta obra cumbre, Cano logró definir uno de los tipos inmaculistas de mayor fortuna en el arte español, insistiendo en los perfiles en forma de huso y en un inteligente uso de los colores planos. Tal fue su impacto que los canónigos decidieron entronizarla en la sacristía, por lo que el artista tuvo que realizar una nueva escultura para el facistol: la encantadora Virgen de Belén (1656).

Fuera del ámbito catedralicio, Cano trabajó en el magno proyecto de la iglesia conventual del Ángel Custodio, desaparecida durante la guerra de la Independencia. El templo fue levantado en la década de 1650 siguiendo trazas del racionero, quien también se ocupó de pintar el ciclo de la vida de la Virgen que decoraba sus muros, de esculpir en piedra el Ángel Custodio que presidía la portada (hoy en la clausura conventual), y de tallar en madera cuatro monumentales santos para las ochavas del crucero: San José, San Antonio de Padua, San Diego de Alcalá y San Pedro de Alcántara (ahora en el Museo de Bellas Artes de Granada). Estos santos fueron realizados con asistencia de Pedro de Mena, pero suponen un notabilísima muestra de la praxis canesca, en una calibrada ecuación de idealismo y naturalismo.

La asunción de éstos y otros encargos, el escaso compromiso de Cano con la catedral y su incapacidad para ordenarse como presbítero, agotaron la paciencia del cabildo, que acabó suspendiéndole su ración. Para lograr su readmisión, el artista marchó a Madrid en 1657 con el propósito de reclamar su prebenda ante el rey. La reina Mariana de Austria aprovechó esta nueva estancia de Cano en la Corte para encomendarle la hechura de un Crucificado de tamaño natural, el famoso Cristo de Lecároz, que tuvo como primer destino la iglesia del monasterio benedictino de Montserrat, en Madrid, aunque hoy se conserva en la iglesia de San Antonio de Pamplona.

Restituido en el cargo, Cano regresó triunfante a Granada en 1660. Allí concluyó el ciclo de la vida de la Virgen para la capilla mayor de la catedral, y también realizó algunas otras obras de escultura de pequeño y gran formato. Entre las primeras cabe mencionar el pequeño San Antonio de la iglesia de San Nicolás de Murcia (1666-1667), muy cercano a otra escultura de análogo sujeto conservada en el Instituto Gómez-Moreno de Granada. La bella Santa Clara del monasterio granadino de la Encarnación también pertenece a este género de pequeñas imágenes devocionales, que resultaron de gran trascendencia para el desarrollo de un gusto granadino por lo diminuto, como se manifiesta en la obra de sus seguidores Pedro de Mena y José de Mora.

A esta última etapa también ha de pertenecer su espléndida serie de bustos de la catedral de Granada. Se trata de bustos cortos sin brazos, en los que el potente giro de la cabeza aligera la visión frontal, rescatando un expediente de ascendencia clásica. Los de Adán y Eva, mayores del natural, fueron realizados para los óculos de la capilla mayor, aunque no fueron policromados hasta 1675 por Juan Vélez de Ulloa. Más enigmático resulta el busto de San Pablo, que es de menor tamaño y no ingresó en las colecciones catedralicias hasta un siglo más tarde. Una cuarta cabeza se conserva en el Museo de Bellas Artes de Granada, representando a San Juan de Dios, aunque originalmente no fue concebida como busto, sino formando parte de una perdida imagen de candelero.

Cano falleció en Granada en octubre de 1667, cuando se encontraba en el cénit de su fama. La marcha del maestro dejó un vacío difícil de llenar en el arte granadino, pero su figura permaneció muy viva en el recuerdo de los pintores Bocanegra y Sevilla, y de los escultores Mena y Mora, quienes se ocuparon de prolongar su estela hasta las puertas del siglo XVIII.

Autor: Manuel García Luque

Bibliografía

GARCÍA LUQUE, Manuel. «Alonso Cano escultor: una nueva visión de un viejo problema». En: GILA MEDINA, Lázaro y HERRERA GARCÍA, Francisco Javier (eds.). El triunfo del barroco en la escultura andaluza e hispanoamericana. Granada: Universidad de Granada, 2018, pp. 13-70.

GILA MEDINA, Lázaro; MÉNDEZ RODRÍGUEZ, Luis y ATERIDO FERNÁNDEZ, Ángel. «Alonso Cano, nueva aproximación biográfica». En: SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo (com.). Alonso Cano, 1601-1667. Arte e Iconografía [cat. exp.]. Granada: Arzobispado de Granada, 2002, pp. 33-72.

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SÁNCHEZ-MESA MARTÍN, Domingo. «Lo múltiple en Alonso Cano escultor». Archivo Español de Arte, 296 (2001), pp. 345-374.

WETHEY, Harold E. Alonso Cano: pintor, escultor y arquitecto. Madrid: Alianza, 1983.