Agustín José de Vera Moreno fue bautizado en la Parroquia del Sagrario de Granada el 7 de septiembre de 1697, jurisdicción en la que se encontraban avecindados por entonces sus progenitores. Su padre respondía al nombre de Pedro de Vera Moreno y era procurador de la Real Chancillería, natural de la localidad jiennense de Villacarrillo, próxima a aquella otra de Beas de Segura de la que era originaria su esposa y prima, Bernarda María Fernández Moreno y Calahorra. Es posible afirmar que Agustín no era el primogénito de este matrimonio, dado que para él tenían reservado el estado de vida religiosa, de lo que da fe el hecho de que, en los primeros años del siglo XVIII, la familia había mudado su residencia al número 120 de la calle san José Alta, parroquialidad dentro de la cual estrecharon una gran amistad con la Congregación de Clérigos Menores de San Gregorio Bético, dentro de la cual Agustín recibió las órdenes sacerdotales menores en 1711, a la edad de 15 años. Tan sólo tres años más tarde, ya figura emancipado con el estado de clérigo de menores, en la calle Santa Isabel la Real.

Sin que jamás llegase a recibir las órdenes mayores, la proximidad de su domicilio con el popular taller de Diego de Mora, establecido en las casas colindantes al compás del Monasterio de Santa Isabel la Real, debió despertar en él un irrefrenable interés y especial sensibilidad por la práctica de la escultura. De hecho, para el año 1714 ya parece haber abandonado todo interés por la vida religiosa y haber sido recibido como aprendiz por Diego, en una etapa en que también contaban con semejante privilegio otros insignes escultores por excelencia, como Torcuato Ruiz del Peral o Diego Sánchez Sarabia. Igual de temprana parece haber sido su vocación por la escultura pétrea, ya que entre 1616 y 1617 interviene junto con José Risueño en la realización de la Inmaculada Concepción para la portada del colegio de la Compañía de Jesús.

Por lo tanto, desde sus inicios en el campo de las artes, es posible encontrar a un Vera Moreno que presenta una doble vertiente como tallista de lo lígneo y como escultor de lo pétreo, siendo este último campo el que hará sus delicias y le reportará mayor fama. No obstante, los trabajos iniciales a que responde van a presentarse dentro del campo de la imaginería sacra y de la mano de su principal maestro. Así, es posible identificar sus primeras obras en el grupo de Nuestra Señora de las Angustias, realizado junto a Diego de Mora para la devoción particular de las carmelitas calzadas por aquellos primeros años. Desde ese momento, su fama como uno de los más aventajados discípulos de los Mora no iría sino en aumento y, para 1718, la misma comunidad de religiosas le encarga la factura de un San José con el Niño destinado al nuevo retablo mayor de la cabecera. Esta obra temprana muestra lo que, en líneas generales sería toda la trayectoria posterior de Vera, enormemente afectada por las composiciones de Diego, de las que apenas se saldrá, aunque con un gusto estético plenamente dieciochesco, más preocupado por lo ornamental que por la expresión compositiva. En la misma línea persiste el San José con el Niño de la Basílica de Nuestra Señora de las Angustias, o aquellos otros legados para las parroquias de Nigüelas y Santa Fe.

Poco tiempo después entra en la vida de Agustín la personalidad de su vecina Paula López Verdugo, nacida en Granada en 1702 y con la que contraería matrimonio el 23 de febrero de 1724, habitando inicialmente en la misma casa próxima al taller de los Mora, donde criarían al primero de sus ocho hijos, Pedro, nacido en 1727. Con todo, en el año 1729, tiene lugar el deceso del maestro Diego de Mora y sus discípulos más inmediatos se disgregan, entre quienes, como Ruiz del Peral, desarrollan su propia personalidad artística y quienes, como Saravia, van a pervivir en cierta medida en el legado del maestro. En lo que respecta a Agustín de Vera Moreno, aprovecha la desaparición de la fidelidad debida a Diego para llevar a cabo una profunda inmersión en su ámbito preferido: la escultura en piedra. Para empezar, para 1730 ya se encontraba colaborando en diversos trabajos con el maestro de cantería Juan Rodríguez; además, traslada su residencia a una vivienda más amplia en el número 3 de la placeta de San Miguel Bajo, lugar en que comenzaría su andadura en solitario y donde vendrían al mundo el resto de sus hijos: Francisco (1729), Bernardo (1733), Ángela (1735), Pedro (1737), José (1739), Petronila (1741) y Urbano (1746).

Sin embargo, esa independencia profesional correría pareja del ámbito de la imaginería inicialmente, al menos si es que con su oficio pretendía ganarse la vida. Por ello, hacia 1738 y aún muy apegado a la línea de Diego de Mora, realiza el Cristo de la Expiración para los franciscanos de Priego de Córdoba. En ese trabajo, pese a las directrices seguidas, muestra un cierto distanciamiento en la configuración de los rasgos anatómicos, mucho más toscos que los de sus primeros trabajos, así como en lo que atañe a la policromía, que se recrea en el orlado del perizoma, lejos de la planitud cromática impuesta por Cano a la Escuela Granadina precedente.

Asimismo, la actividad de su taller parece configurarse con rapidez e intensidad en este lapso temporal que supone la década de los 30, teniendo como pupilo más aventajado y mano derecha a Pedro Tomás Valero. A partir de este momento, en el taller de Vera se dejará entrever una nueva forma de producir imaginería poco preocupada por las cualidades formales y muy interesada en las impresiones ornamentales en que tanto se recreaba el pueblo. Por ello, multitud de obras que denotan una cierta impersonalidad y un mínimo afán de distinción inundarán Granada y sus territorios próximos. Según manifiestan testimonios de la época, como el ofrecido por el Conde de Maule, el éxito de los trabajos de Vera no radicaba ni en su calidad ni en su exclusividad, antes bien eran en su mayoría obras de taller producidas en breve margen temporal y de un coste consecuentemente barato.

Aunque semejantes apreciaciones puedan manifestar el estado de devaluación que había alcanzado la producción escultórica, lo cierto es que esta crítica es demasiado contundente, ya que procede de un ámbito academicista que abomina del Barroco. Si bien Vera Moreno no llegó a igualar en técnica ni a los Mora ni a Ruiz del Peral, sí es cierto que su mano es reconocible en cuanto que parece querer tratar la madera como si de mármol se tratase. Por esta razón sus trabajos manifiestan una mayor tosquedad, unos cortes de rigor biselado, una mayor profundidad en los pliegues y arrugas que potencia el juego de luces y sombras, o unos textiles que resultan crujientes a la apreciación; en definitiva, una imaginería de solidez casi arquitectónica.

Todos estos trabajos se verían prontamente intercalados entre una producción pétrea en la que se sentía más cómodo, pero en la que tampoco consiguió llevar a cabo grandes aportaciones, al recurrir a la forma geométrica simple allá donde la labor del cincel se dificulta. Pese a ello, Agustín de Vera era uno de los mejores escultores del mármol del momento en la Escuela Granadina, por lo que no le faltarían nuevos encargos de prestigio. Así, hacia 1739 es el encargado de realizar los relieves de San Francisco Javier bautizando a los indios y de San Francisco de Borja recibiendo a San Estanislao de Kostka, destinados a las calles laterales de la portada de la iglesia de los jesuitas. Por vez primera documentada, Vera trabajará las composiciones pétreas en relieve, definiendo a partir de aquí unos tipos muy característicos, casi compactos en lo anatómico, excesivamente redondeados en los tipos femeninos y andróginos, y acusadamente enjutos en los varoniles, que marcarán la tendencia a seguir tanto en casi toda su obra posterior, como en la de sus seguidores. Por las mismas fechas culminaba otro encargo similar para la portada de la Basílica de San Juan de Dios, aún en aras de ser inaugurada, con los temas de El martirio de santa Bárbara y La imposición de la casulla a san Ildefonso.

Más allá del ámbito relivario, idénticos esquemas serían reproducidos en el soporte pétreo para el ciclo de la Virgen de las Angustias y los cuatro santos fundadores para el trascoro de la Catedral de Granada, encargo que le fue realizado entre 1741 y 1742. Ello sin abandonar nunca la producción lígnea, con encargos tan jugosos y suntuosos como el ciclo del retablo de la Parroquial de Otura de 1743, incluida la efigie titular de Nuestra Señora de la Aurora en que replica los modelos dados por Diego de Mora para este tema iconográfico. De acuerdo con sus propias directrices, en 1750 hace de la gubia cincel para dar forma a la serie de los apóstoles que circundan la cúpula de la Basílica de San Juan de Dios y la Inmaculada Concepción del camarín del mismo templo, suponiendo esta última su obra más significativa y personal, por cuanto se aproxima más a los modelos que estaba definiendo Torcuato Ruiz del Peral. Por las mismas fechas y en la misma línea de distinción se sitúa el grupo de la Virgen de las Angustias para los franciscanos de Albuñuelas. Del mismo modo sucede con el San Felipe Neri que talla hacia 1752 para el recientemente terminado crucero de su Oratorio, no siendo así con el San Francisco de Sales, que realiza para los mismos comitentes y que se asemeja más a un trabajo de taller.  Previamente, entre 1744 y 1749, había realizado en mármol las obras que mayores críticas negativas le habían granjeado, con sus trabajos para la portada y la capilla mayor de la Parroquia del Sagrario. Quizás por ello y dada su avanzada edad, no se haya podido documentar ninguna otra obra pétrea posterior en su producción, y por el contrario sí que existen tallas que evolucionan tardíamente hacia una plástica más cuidada tanto en lo decorativo como en lo estructural. La muerte le alcanzaría el 29 de febrero de 1760 y sería sepultado en la Iglesia de San Miguel Bajo, viéndose aplastado su apellido por los nuevos gustos neoclásicos de la Academia y sólo vivo a través de su hijo Bernardo, el único que le sucedió en la labor escultórica.

Autor: José Antonio Díaz Gómez

Bibliografía

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