Durante la Edad Media, las huestes nobiliarias habían sido una parte fundamental de todos los ejércitos europeos, siendo su aportación esencial durante la Reconquista. Pero desde el medioevo hasta el siglo XVII se va a producir una importante evolución dentro de las aportaciones armadas de la nobleza, su colaboración en el reclutamiento de los ejércitos del rey y su participación personal en el campo de batalla. Si bien esta evolución ya estaba presente en los reinados de Carlos V y Felipe II, desde mediados del siglo XVII se acelerarán los cambios, creándose novedosas contribuciones militares. Pero este periodo se distinguirá principalmente por la cada vez más escasa colaboración armada de los nobles con respecto del rey, en parte motivada por múltiples factores de crisis.

Los deberes militares de la aristocracia formaban parte de su obligación ancestral de defender el país cuando fuera necesario –algo que igualmente debían cumplir el resto de los habitantes del reino–, desempeñando los nobles sus tradicionales funciones militares por las que tiempo atrás habían recibido sus privilegios y tierras. Pero la evolución del estado moderno y la revolución militar harán que las habituales aportaciones nobiliarias queden ciertamente desfasadas y anquilosadas en el tiempo. Conforme fue avanzando el siglo XVI, en los ejércitos europeos se fraguó la profesionalización y especialización de los soldados, siendo más esencial la permanencia que los servicios esporádicos y puntuales, perdiendo importancia la caballería pesada noble en favor de otros cuerpos profesionales. La hueste medieval, esporádica, generalizada y de escasa calidad, es sustituida por unos cuerpos profesionales permanentes que pueden servir todo el año lejos de sus casas, aunque el reclutamiento de los hombres pueda llegar a ser complicado al necesitarse numerosos voluntarios.

Los problemas de captación de voluntarios harán que a lo largo del siglo XVI el gobierno busque la colaboración de la nobleza en las facetas reclutadoras. Las peticiones de colaboración cursadas por la Corona van a ser constantes desde las últimas décadas del siglo XVI, intentado que la nobleza aportase tanto dinero como hombres para las necesidades militares de la monarquía. La participación de la nobleza en el reinado de Felipe II –y en anteriores reinados–, principalmente para actividades de defensa del propio territorio, fue habitual y valiosa para algunas coyunturas precisas, especialmente para la rebelión morisca o en las operaciones de conquista de Portugal. Pero lo cierto es que la actividad de reclutamiento de la nobleza hispana generaba fundamentalmente el apercibimiento temporal de hombres en sus propios territorios, actuando los nobles como meros intermediarios entre los municipios y la Corona. Aunque en algunos casos las aportaciones armadas de los nobles en la frontera hayan sido vistas como importantes, éstas en general se ceñían a la propia defensa del territorio y no tanto a una contribución extraordinaria de la nobleza, que generalmente solo asistía con hombres cuando era necesario.

Pero el cambio fundamental se produjo a mediados del siglo XVII, cuando los nobles se consolidaron como intermediarios dentro del reclutamiento, ya fuera reclutando hombres para la Corona mediante su intervención y mediación directa, o realizando asientos en los que alistarán hombres a cambio de dinero u otras contraprestaciones, como si se tratara de un empresario más. Durante el siglo XVII la gran novedad será que la nobleza puntualmente llegue a levantar hombres para la incorporación de éstos en el ejército real, aunque este reclutamiento directo será mucho menor del que siempre se ha pensando. Con la creación de la Junta de Coroneles se pretendió que los grandes nobles se comprometieran a reclutar tropas. En las primeras órdenes de 1632 se intentó que once Grandes formaran un regimiento cada uno, extendiéndose hasta los 17 en 1634, no siendo ya en esa época algo indispensable la Grandeza, rebajándose la cuantía de los hombres pedidos, que fue variable, al pedirse desde los 1.000 infantes a los nobles más humildes y 3.000 a los más opulentos, como el propio Conde-Duque, mientras los nobles intermedios eran instados a aportar 64 compañías de caballos de 80 jinetes cada una. La respuesta a la petición fue bastante tibia, y no toda la aristocracia aceptó el encargo, ya que muchos intentaron excusarse. Pero tras las repetidas instancias y presiones –siendo incluso algunos desterrados a sus estados por no completar sus regimientos– la mayoría no tuvieron más remedio que cumplir.

Con este sistema se deseó que los Grandes tomaran las riendas de la guerra y formaran unidades militares que en cierta manera les pertenecían, y sobre las cuales tenían una importante autoridad. Ellos eran los que nombraban a los oficiales, aunque formalmente la patente tenía la firma real y su aprobación, aunque se daba en blanco para que los nobles la entregaran a sus candidatos. Mediante este sistema la monarquía no aspiraba a rebajar los costes del reclutamiento, sino que estaba interesada en el poder de captación de la vieja nobleza territorial. Pocas veces los grandes se hicieron cargo del coste directo del reclutamiento, debido a que en la mayor parte de los casos no podían sufragar estos gastos por el elevado endeudamiento, por lo que fue el rey quien pagó a la aristocracia por ejercer como intermediaria. La mayoría de los Grandes que formaron regimientos se ajustaron al reclutamiento a cambio de dinero efectivo para subsanar deudas y fundamentalmente a cargo de los encabezamientos de rentas sobre sus estados, enajenaciones de tierras, permisos para concertar censos sobre sus bienes y otras mercedes.

Si bien llegaron a formarse distintos regimientos, muy pocos consiguieron reunir los hombres estipulados. De los veintiún títulos y grandes implicados solo cuatro intentaron reunir todos los hombres que se les exigían, y el Conde-Duque fue el único que completó totalmente su coronelía. A la altura de 1638, la mayor parte de los regimientos ya estaban casi desmantelados, y aunque se intentó que los coroneles volvieran a reclutarlos no se consiguió ante el desinterés de la mayoría. La medida no logró el objetivo previsto de crear nuevas unidades militares en el ejército que pertenecieran a la gran nobleza, y que fuera ésta la encargada de dirigir a los hombres y remplazar periódicamente sus bajas, modelo que en parte sí se terminó creando en el ejército francés.

Tras esta coyuntura, durante el resto del siglo la intermediación de la nobleza a favor del reclutamiento allanará las acciones a los oficiales reales, pero lo cierto es que el alistamiento de tropas será durante el siglo XVII una tarea de la Corona y sus oficiales, que llegarán a reclutar también en tierras señoriales. De hecho durante la segunda mitad del siglo XVII la nobleza sirvió a la monarquía con unos pocos centenares de hombres. Esta medida no era habitual, ciñéndose generalmente a momentos muy concretos de particular crisis y relevancia militar. Las tropas que se pedían por este medio eran soldados voluntarios que serían alistados por los mismos procedimientos que el resto, aunque en territorios señoriales bajo la intervención del propio noble y a su cargo y costa, incorporándose al ejército como profesionales.

De entre toda la nobleza española, la andaluza va a ser una de las más colaboradoras, en virtud de su adhesión, pero fundamentalmente debido a su importancia territorial y poder. Esta nobleza actuará de manera diferente, teniendo una mayor participación que otras, especialmente durante el reinado de Carlos II. La diferencia estaba especialmente marcada por tres factores, la posesión de importantes tierras, la población de estos ámbitos y la existencia o no de factores de crisis dentro de las haciendas nobles. A grandes rasgos, la nobleza más colaboradora estaba localizada fundamentalmente entre las actuales provincias de Sevilla, Huelva, Cádiz y Córdoba, siendo representada por grandes casas con importantes territorios, como las de Osuna, Medinaceli, Medina Sidonia, Priego, Alcalá o Arcos, otras foráneas pero asentadas en la zona a través de la concentración de títulos o los matrimonios –Sesa o Cardona– y casas más pequeñas como las de Comares, Estepa, el Carpio, Alcaudete, Algaba o Villamanrrique.

Autor: Antonio José Rodríguez Hernández

Bibliografía

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