El 15 de julio de 1563 vio la luz uno de los textos del concilio tridentino que más repercusión tendría en la historia de la Iglesia y de sus instituciones educativas: el canon 18 del decreto super reformatione de la sesión XXIII, que empieza con las palabras Cum adolescentium aetas. Los padres conciliares de Trento eran conscientes de las profundas lagunas que menoscababan la formación espiritual e intelectual del clero, y, al mismo tiempo, reconocían la insuficiencia de los tradicionales sistemas de reclutamiento de los aspirantes a la ordenación presbiteral. Por ello, al tratar del sacramento del orden en la citada sesión XXIII, establecieron que en cada diócesis se erigiese un colegio en el que los candidatos a las órdenes sagradas fueran religiosamente educados y recibiesen una instrucción conveniente en las disciplinas eclesiásticas. La institución de los seminarios conciliares, en opinión de Evangelista Vilanova, constituye uno de los canales de la perdurabilidad tridentina, destinado a perpetuar en el tiempo y en el espacio la obra del concilio, asegurando la educación unitaria del clero hasta nuestros días, como afirma H. Jedin.
Sin embargo, la ejecución del mandato conciliar no fue inmediata ni homogénea. A pesar de que Felipe II, por real cédula de 12 de julio de 1564, aceptó en sus reinos el texto del concilio de Trento y le otorgó fuerza de ley, la creación de los seminarios conciliares se llevó a cabo en sucesivas etapas. La primera sería la inmediatamente posterior a la finalización delos trabajos conciliares. La segunda coincidió con una nueva campaña coordinada por la Santa Sede y la Monarquía hispana, cuyo eje fue la celebración del concilio provincial de Toledo de 1582-3. La tercera vio la luz en el s. XVII, y la cuarta y última coincidió con las reformas ilustradas de Carlos III.
Los padres del concilio provincial de Granada de 1566 resolvieron “questos colegios se pongan en las ciudades principales o cabezas de obispado, donde los prelados de ordinario residen, y no en las universidades”. Esta precisión es importante, ya que la archidiócesis granadina contaba con un centro de formación sacerdotal pretridentino, el colegio eclesiástico de San Cecilio, fundado por fray Hernando de Talavera, que el arzobispo d. Pedro Guerrero, tras su vuelta de Trento, consideró plenamente como un seminario conciliar. A lo largo de su dilatada vida el colegio pasó por diferentes etapas. La de mayor esplendor abarca de 1547 a 1677, y estuvo marcada por la aprobación de las nuevas constituciones, el incremento de rentas, colegiales y prestigio social.
A pesar del ejemplo granadino, los obispados sufragáneos no ejecutaron inmediatamente este decreto del concilio provincial, sino que tardaron aún en fundar su propio seminario conciliar. El obispo d. Juan de Fonseca fundó el colegio-seminario de Guadix en 1595. El prelado malacitano d. Luis García de Haro inició las gestiones para la fundación de su seminario, en 1587, pero sólo diez años más tarde, apenas fallecido el obispo, una real cédula erigía el seminario de Málaga, que abrió sus puertas en 1600, siendo renovadas sus constituciones en 1616 por el obispo d. Luis Fernández de Córdoba. El rey Carlos IV, en 1779, le concedió el título de conciliar y lo incorporó a la universidad de Granada, con facultad para conceder grados en filosofía y teología.
El colegio-seminario conciliar de Almería, puesto bajo la advocación de San Indalecio, fue fundado el 16 de junio de 1610, por el obispo fray Juan de Portocarrero, quien ayudó con rentas de la propia mesa episcopal, y recabó otras ayudas económicas del cabildo catedral, universidad de beneficiados, cabildo municipal y nobleza local.
Nada se hizo en la provincia eclesiástica de Sevilla para ejecutar el decreto tridentino sobre seminarios, y la sede metropolitana hubo de esperar al s. XIX para contar con su propio seminario conciliar. En Cádiz, el obispo d. Antonio Zapata fundó el seminario de San Bartolomé, en 1589, aunque en sus orígenes estuvo muy gravado por la escasez de rentas y el mal gobierno. Hubo que esperar al s. XVIII para que este colegio conociese mejores tiempos. El obispo fray Juan Bta. Cervera amplió los estudios de filosofía y teología dogmática, en 1777, y tres años más tarde trasladó la sede al antiguo colegio de los jesuitas. En 1785, d. José Escalzo aprobó las nuevas constituciones del seminario y el nuevo plan de estudios.
Recién concluido el Tridentino, poco hicieron también los obispos de Jaén y Córdoba, sufragáneos del primado de Toledo, a pesar de que el concilio provincial toledano de 1565 fue presidido por el prelado cordobés d. Cristóbal de Rojas y Sandoval, en ausencia del metropolitano, fray Bartolomé de Carranza, encarcelado por la Inquisición. Hubo que esperar a la celebración de la siguiente asamblea conciliar provincial, de 1582-3, para que la fundación de los seminarios conciliares fuese retomada con fuerza y exigida tanto por la Santa Sede como por Felipe II a los padres conciliares. Fruto de este esfuerzo combinado fue la aprobación del decreto nº 6, que trata la erección de los seminarios por parte de los obispos. Terminada la asamblea conciliar, Felipe II recordó a los obispos sufragáneos de Toledo –los de Córdoba y Jaén entre ellos-, la obligación que les imponía Trento y pedirles detalladas cuentas de cuanto a partir de entonces hiciesen para erigir el seminario en sus respectivas diócesis.
Desde 1582 era obispo de Córdoba d. Antonio Mauricio de Pazos y Figueroa (+1586), estrecho colaborador de Felipe II, ya que había sido presidente del Consejo de Castilla, hasta su promoción a la diócesis cordobesa. Apenas finalizado el concilio provincial, el prelado cordobés fundó el seminario conciliar de San Pelagio, aunque en sus primeros años estuvo muy lastrado por los problemas relativos a su dotación económica, que no se resolvieron hasta comienzos del s. XVII. Desde el punto de vista docente, los alumnos del seminario cordobés no recibían las enseñanzas de filosofía y teología en el propio centro, sino que acudían al colegio de Santa Catalina para instruirse en las materias señaladas. En el siglo XVII, el seminario de San Pelagio conoció un primer período de esplendor, con las ampliaciones del obispo d. Francisco Alarcón (1657-1675) y la creación de las primeras cátedras de filosofía y teología por el cardenal Salazar (1686-1706), que volvió a reformar las constituciones. En el siglo XVIII, el obispo d. Pedro Salazar y Góngora (1738-1742) siguió tutelando el seminario como sus predecesores. A él le tocó renovar y actualizar las normas del centro, mientras su sucesor d. Miguel Vicente Cebrián (1742-1752) amplia y mejora sus instalaciones. A finales de siglo, el obispo d. Agustín Ayestarán (1796-1805) crea la cátedra de Sagrada Escritura.
Las vicisitudes a las que tuvo que hacer frente el obispo de Jaén, d. Francisco Sarmiento de Mendoza, para ejecutar en su diócesis el decreto de seminarios ilustra de manera precisa la distancia, a veces abismal, que separaba el texto del Tridentino y del concilio provincial, de las posibilidades reales, sobre todo económicas, para erigir formalmente un seminario conciliar, y que éste desarrollase sus funciones pedagógicas de manera continuada en el tiempo. Apenas a Jaén desde Toledo, el obispo Sarmiento llevó a cabo cinco intentos por crear el seminario, cinco proyectos que, uno tras otro, fueron fracasando. El primero lo acometió apenas vuelto de Toledo; pensó situar el nuevo centro en la ermita de Sta. Quiteria, y obtuvo por mediación de Felipe II que el General de los Jerónimos, a quien pertenecía el edificio, se lo cediese. Pero se trataba de un inmueble pequeño, incapaz de albergar el número de estudiantes que el obispo pensaba reunir.
Así las cosas, se presentó otra posibilidad, pues en las cercanías de Sta. Quiteria se alzaba un edificio que el ayuntamiento había dejado a medio construir; Sarmiento pidió a la municipalidad la cesión del edificio, y ésta consintió en entregar al obispo una parte para el seminario, reservando los bajos para una universidad que los agustinos iban a regir en Jaén, y que el ayuntamiento llevaba ya tiempo proyectando. El prelado consideró inaceptable la condición y propuso comprar la casa, pero recibió una negativa del cabildo municipal, que supuso el fracaso del segundo proyecto fundacional.
El tercer proyecto estuvo ligado a la casa solariega de d. Gonzalo Mexía Carrillo, de la familia de los señores de Santofimia y marqueses de La Guardia; debía ser una gran construcción pues se valoró en siete mil ducados; a finales de 1585 estaban preparadas las escrituras de compraventa, pero por pertenecer el edificio al mayorazgo de los Mexía, se necesitaba licencia del rey para desvincularlo del patrimonio familiar; la Cámara de Castilla no otorgó el permiso, con lo que se desbarató el tercer proyecto.
Ante esta situación y pasado algún tiempo, el obispo empezó a sopesar la posibilidad de crear el seminario en Baeza, donde la existencia de la universidad resolvía el aspecto intelectual de la formación; en estas circunstancias y para no perder el futuro seminario, en 1588 el ayuntamiento de Jaén cedió al obispo unos callejones situados en las cercanías de la catedral, junto a la muralla, para que en ellos el prelado levantase el edificio destinado a albergar la nueva institución educativa. Con el fin de recabar los fondos económicos necesarios, Sarmiento había anejado al seminario tres beneficios eclesiásticos situados en las localidades de Mengíbar, Torredelcampo y Castellar, y cuya renta ascendía a unos mil quinientos ducados. Pero estos beneficios fueron impetrados por un curial, el Dr. Quesada, que basó su petición en que el seminario aún no estaba constituido formalmente cuando le fueron anejados los beneficios, y así consiguió en 1587 y 1588 dos sentencias favorables de la Congregación del Concilio, a pesar del esfuerzo diplomático contrario realizado por Sarmiento a través de Felipe II y su embajador en Roma: de este modo se frustró el cuarto proyecto.
El quinto y último intento lo realizó Sarmiento en Baeza, donde en 1587 estableció seis colegiales en el hospital de Ntra. Sra. de Consolación, fundado en 1507; la intención del prelado era anejar las rentas de esta institución caritativa al seminario, y para ello pidió licencia a Clemente VIII, pero la respuesta que obtuvo fue negativa; por ello, mantuvo a los colegiales a sus expensas hasta que, al morir en 1595, con él desapareció este efímero colegio-seminario. La diócesis de Jaén tuvo que esperar al s. XVII para poder contar finalmente con un colegio-seminario, fundado en 1660, en Baeza, por el arzobispo-obispo d. Fernando de Andrade y Castro. Puesto bajo la advocación de San Felipe Neri, las rentas del colegio-seminario podía sostener a 12 colegiales, que asistían a clase en la universidad fundada por San Juan de Ávila.
Exigidos por el Tridentino y ordenados también por varios concilios provinciales hispanos, durante los siglos XVI y XVII los seminarios conciliares debieron su fundación más a iniciativas particulares que a la ejecución de un programa sistemático que se hubiera debido llevar a cabo con toda clase de ayudas y facilidades, dada la importancia trascendental del proyecto. Ello explica la desigual aplicación de la normativa tridentina, normativa que en su ejecución también puso en evidencia las lagunas que ella misma contenía. Así, se ordenaba la fundación de estos centros de formación sacerdotal, pero se daban pocas facilidades, sobre todo desde el punto de vista económico. El concilio autorizaba que se anejaran beneficios al seminario, pero cuando éste estuviese ya formalmente erigido, y para llegar a ese nivel era necesaria una fuerte base económica, que en la mayor parte de los casos no existía, con lo cual el mismo decreto tridentino no ofrecía más soluciones para el sostenimiento material de la nueva institución docente.
Las contribuciones económicas de obispos, cabildos catedralicios y estado eclesiástico no bastaban para sostener un proyecto de tanta envergadura, porque se trataba de aportaciones esporádicas, que se podían ofrecer mientras se buscaba un sustento económico estable, y por ello, no eran definitivas. Se comprueba, así pues, la distancia, casi abismal, que separaba el texto del decreto tridentino sobre seminarios con las indicaciones que ofrecía para sostener materialmente estos centros de formación del clero, de la posibilidad real de su realización. Era una separación que se veía acrecentada por la falta de precisión del decreto a la hora de arbitrar las medidas económicas que posibilitaran el establecimiento de estos centros de formación eclesiástica. En muchos casos, esa falta de base económica estable se traducía en instalaciones deficientes, alimentación pobre, y profesorado escasamente preparado., por no aludir a los centros que tras unos años de funcionamiento tenían que cerrar sus puertas por falta de fondos. Las dificultades económicas fueron, sin duda, las que retardaron en Andalucía la ejecución de muchos proyectos fundacionales.
La vida interna de los primeros seminarios tampoco fue uniforme. Dependía de los estatutos que cada centro tuviese. Coincidían todos en tener un régimen especial de disciplina y piedad bajo la dirección del rector, que representaba al obispo. Otros superiores podían ayudar al rector en la tarea de preservar a los jóvenes colegiales de los peligros del mundo para formarlos de cara al ministerio, copiando en muchos casos la disciplina interna de los colegios mayores. En las ciudades donde existía universidad –como Granada y Baeza-, el seminario no prestaba formación literaria y humanística, sino sólo espiritual y pastoral, dejando la vertiente intelectual para la universidad, cuyas aulas frecuentaban los colegiales. Donde no existía universidad, el seminario tenía también que hacer frente a las exigencias intelectuales de la formación sacerdotal, en ocasiones sin profesorado cualificado, que impartía unos años de gramática, moral, sagrada escritura y teología, algo de canto y ceremonias litúrgicas, con lo que más que seminarios, aquellos primeros centros se parecían a colegios de gramáticos donde recibían instrucción religiosa un contado número de estudiantes.
Pero por encima de esas carencias, inherentes a toda obra humana, durante los siglos XVI-XVIII los seminarios conciliares andaluces cumplieron la misión de formar, al menos básicamente, al nuevo sacerdote que había delineado el concilio de Trento, poniendo así las bases de un nuevo modo de ejercer la labor pastoral, que ha tenido una notable perdurabilidad en la historia de la Iglesia.
Autor: Francisco Juan Martínez Rojas
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