A la hora de definir la hidalguía como realidad jurídica conviene recordar la definición contemplada en Las Partidas que ofrecen un retrato temprano de su adecuación como jerarquía nobiliaria: “[…] es nobleza que viene a los hombres por linaje”. Se interpreta que el término “hidalgo” –de etimología discutida (“hijo de algo” o “hijo de bienes”, etc.) y que, originariamente, sirvió para diferenciar a aquellos que acababan de acceder a dicho estado– terminó reemplazando al de “infanzón” hacia el siglo XII, convirtiéndose así en sinónimo de la nobleza no titulada en Castilla.
Como parte del estamento nobiliario todo hidalgo gozaba de una serie de inmunidades y privilegios como la exención de pechos y tributos reales y concejiles o que, en caso de contraer deudas civiles, no podían ser apresados por deuda o sometidos a tormento, ni se les podían embargar sus bienes, etc. Sin embargo, más que estos privilegios, el rasgo que mejor definía a la baja nobleza castellana era su carácter masivo y su falta de homogeneidad en términos socioeconómicos. Esta complejidad interna estaba motivada por factores tan diversos como el devenir histórico, el entorno geográfico o la prosperidad de cada linaje, cuestiones frecuentemente ligadas entre sí.
A lo largo de la Edad Media las necesidades bélicas de la Reconquista empujaron a los reyes a conceder exenciones y prerrogativas o franquicias a pecheros enriquecidos (denominados caballeros de cuantía, de albalá, de alarde, etc.), a cambio de que mantuviesen armas y caballo para acudir prestos a su llamada, así como a recompensar estos servicios mediante la concesión de privilegios de hidalguía (hidalgos de privilegio). Ello dio pie a una paulatina asimilación de estos nuevos excusados con la nobleza, invirtiendo la máxima nobiliaria que versaba “noble, luego exento” para trocarla en “exento, luego noble”. Este intrusismo tuvo una notable importancia al Sur del Duero a partir del siglo XII y una especial incidencia al final de la Reconquista en las zonas de frontera con el reino nazarí, en Andalucía y Murcia.
Lo cierto es que a finales del siglo XVI el estamento nobiliario castellano era uno de los más numerosos de toda Europa, representando casi un 10% de la población. La desmesurada magnitud del grupo privilegiado en Castilla se mantuvo prácticamente inalterada hasta el comienzo de las reformas ilustradas durante el siglo XVIII. La mayor parte del estamento estaba integrado por la baja nobleza, es decir, por hidalgos, repartida geográficamente de manera muy heterogénea. En las zonas rurales del norte –especialmente en Asturias, Cantabria, Vizcaya, Guipúzcoa y norte de Burgos y de León– gran parte de su población se consideraba hidalga lo que generaba en esas regiones una indiferenciación social por arriba en cuanto al estatuto jurídico, disminuyendo en consecuencia la importancia social de la hidalguía. Por el contrario, en el sur peninsular, la hidalguía era una condición minoritaria en Andalucía y Murcia, donde se concentraba preferentemente en núcleos urbanos y, generalmente, estaba mejor posicionada socioeconómicamente que sus vecinos norteños, por lo que era tenida en gran estima.
Durante los siglos XVI y XVII la baja nobleza experimentó una grave crisis de identidad como consecuencia de la desaparición de su función y justificación social: el servicio a la Corona. Las huestes medievales de la Reconquista, en las que los hidalgos desempeñaban un importante papel, habían sido reemplazadas por la uniformidad y disciplina de los ejércitos profesionales. En la administración real, cada vez más burocratizada, también había perdido peso el principio medieval que defendía que la provisión de cargos debía reservarse a la nobleza, ganando importancia la formación jurídica de los letrados.
Ante esta pérdida de estima social muchos hidalgos reaccionaron imitando a la aristocracia, exhibiendo comportamientos y modos de vida propios de la alta nobleza como eran la vanidad, la exaltación del linaje o la ocultación de la penuria económica. Es lo que se ha denominado hidalguismo, es decir, una reacción frente a la pérdida de las señas de identidad. Desde finales del siglo XVI tales actitudes propiciaron la difusión de personajes caricaturescos que iban desde el orgulloso hidalgüelo, tan propio de la novela picaresca, a la quijotesca figura del hidalgo caballero, que estérilmente pretendía revivir la actividad guerrera de sus antepasados. Poco a poco las diferencias sociales dentro del estamento nobiliario continuaron aumentando. En el teatro del Barroco se establece ya una estrecha relación, si no identificación, entre el noble y la riqueza, siendo esta última un claro principio activo de estratificación social. Por el contrario, en la novela del siglo de Oro, la figura del hidalgo se mantenía asociada a la idea de pobreza, alejándolo cada vez más del ideal nobiliario.
Con el inicio del siglo XVIII, el advenimiento de la dinastía borbónica y, sobre todo, con la puesta en marcha del ideario ilustrado durante el reinado de Carlos III, las críticas contra el estamento noble no solo arreciaron sino que se tradujeron en iniciativas y disposiciones concretas para su reforma y la restauración de los valores e ideales que antaño habían sido sus señas de identidad. Según este ideario reformista, la nobleza debía justificar su elevado estatus social mediante el servicio al Estado, conciliando así abolengo y mérito personal.
Uno de los objetivos consistió en reducir esa masa exenta e improductiva que, en opinión de los políticos reformistas, atrofiaba el estamento nobiliario: la hidalguía. Aunque en otras ocasiones los reyes habían mostrado cierto interés en controlar el acceso a la hidalguía con el fin de proteger los intereses del Fisco Real y así limitar el número de exentos, la política borbónica iba más allá y buscaba sentar las bases de una nueva hidalguía civil y política, subordinada y dependiente de un reconocimiento explícito por parte del monarca. En 1703 el Consejo Real decretó que toda petición de recibimiento de hidalgos en los concejos debía ser notificada y supervisada previamente en las Salas de Hijosdalgo de las Chancillerías de Valladolid y de Granada. Esta disposición pretendía acabar con la tradicional autonomía de los concejos a la hora de recibir a nuevos vecinos como hidalgos, que no pocas veces daba lugar a arbitrariedades. De ese modo, muchos presuntos hidalgos, incapaces de afrontar los costes de tales procesos o de probar debidamente la calidad que alegaban, perdieron el reconocimiento de su hidalguía y pasaron a formar parte del estado plebeyo. Como resultado de todo ello se produjo un importante retroceso cuantitativo del estamento con la pérdida de cerca de 300.000 miembros durante la segunda mitad del siglo XVIII.
Con estas medidas el Estado pretendía rehabilitar el prestigio de la hidalguía que debería recaer sobre una minoría privilegiada que sería la base para una nueva nobleza: la hidalguía de servicio (a la Corona). Las decisiones adoptadas en este sentido fueron diversas: la adopción de la figura del cadete en el ejército y las milicias, que estaba reservado exclusivamente a hijos de militares y a la nobleza de sangre; la concesión de la hidalguía a plebeyos como recompensa a sus méritos y servicios o la declaración de que los oficios mecánicos no suponían menoscabo alguno para el goce de la hidalguía o de empleos municipales –ambas medidas relacionadas con el impulso de la industria y las actividades productivas-. Respondiendo a este principio de funcionalidad de la nobleza, a lo largo del siglo XVIII los sectores de la hidalguía más dinámica ganaron presencia en las universidades, en la administración civil y en el ejército.
La progresiva implantación del liberalismo durante el primer tercio del siglo XIX y la sustitución del régimen de privilegios estamental por la sociedad de clases, supuso la definitiva desaparición de la hidalguía como estatuto jurídico y, con el paso de las generaciones, la caída en el olvido de un valioso patrimonio inmaterial familiar.
Autor: Jorge Pérez León
Bibliografía
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MENÉNDEZ PIDAL DE NAVASCUÉS, Faustino, La nobleza en España: ideas, estructuras, historia, Madrid, 2008.
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SORIA MESA, Enrique, La nobleza en la España moderna. Cambio y continuidad, Madrid, 2007.
Título: Portadilla de Los Discursos de La Nobleza de España, de Bernabé Moreno de Vargas. 1622. Fuente: dominio público.