Una vez cumplimentados los trámites convenidos por el Concilio de Trento para la correcta conformación del lazo conyugal, a la mujer aguarda la importante tarea de traer hijos al mundo; quehacer directamente relacionado con el resto de valores atribuidos tradicionalmente a la naturaleza femenina, al hogar y al universo de las emociones. Según el Catecismo Romano y el discurso de la mayoría de los teólogos, el denominado bonum prolis había de ser –junto a la asistencia mutua entre los esposos- una de las metas prioritarias hacia las que encaminar el correcto desarrollo de la vida marital. Y este fin, directamente relacionado con el interés eclesiástico por incrementar el número de criaturas instruidas en la alabanza y gloria a Dios, tenía como protagonista –por meras razones biológicas- a la mujer. Si no bastaba a las féminas soportar las críticas vertidas sobre su sexo por su supuesta debilidad, fragilidad e intervención en el origen del pecado, la naturaleza se encargaba de condenarlas también a padecer las incomodidades y dolores del embarazo y el parto; procesos “naturales” a los que sumar la lactancia y la crianza para dar plena significación al hecho de ser madre.

Tras el alumbramiento, la mujer se convierte en la máxima responsable del adecuado desarrollo físico del niño. Debía cuidar con esmero la alimentación del recién nacido, optando –siempre que fuera posible- por nutrirlo con su propia leche, opción más favorable para la salud de los pequeños, en detrimento de la labor ejercida por las nodrizas o amas de cría. Así lo hacían saber los moralistas y especialistas médicos de la época, fundamentándose, primero, en la conocida teoría de los humores, según la cual la leche y la sangre eran fluidos que compartían el mismo ámbito, por lo que a través de la primera se podían transmitir dolencias físicas y conductas desviadas; y segundo, en las nefastas consecuencias que podía acarrear la separación de los neonatos y sus progenitores. Con la lactancia materna defienden, en definitiva, la union legítima entre la madre que cría y el hijo que sostiene en su regazo. Razones de orden puramente sentimental que reafirmaban, pese a la teoría clásica de Elizabeth Badinter y a la escasa atención prestada por las obras morales modernas a los afectos, el amor maternal.

Ahora bien, sabido es que la práctica no siempre se acomoda al modelo, y que no son pocas las veces que la realidad desafía todo intento de patronaje social. En este sentido ha de señalarse que quienes fueron madres no siempre alcanzaron este rango siguiendo los cauces legítimos para su consecución. Aunque la procreación únicamente debía tener lugar dentro del matrimonio, el abandono a los impulsos sensoriales, la necesidad experimentada en momentos de escasez y penurias, o las presiones ejercidas por sus compañeros varones se encuentran en el origen de encuentros íntimos ilícitos y, en ocasiones, de la llegada al mundo de criaturas inesperadas. Ante estos casos lo habitual solía ser mantener la evidencia del pecado sutilmente escondida bajo las faldas. Conscientes de que la difusión pública del yerro podía comprometer la consecución de un buen matrimonio, dañar la estima de la familia o amenazar la propia integridad física, muchas mujeres optaron por disimular la prueba de sus “deslices”, dar a luz de forma clandestina –sin la asistencia adecuada ni las condiciones necesarias-, e, incluso, emplear prácticas destinadas a eliminar la evidencia de unos hábitos amorosos que podían estigmatizarlas socialmente y costarles severas penas legales. Nos referimos a los abortos, el infanticidio o el abandono de los recién nacidos. Sirva de ejemplo la historia protagonizada por María Josepha, esclava de don Manuel Terria de Mena, quien tomó “bebedizos para abortar la preñez” por consejo de su madre, o la de Leonor Salgado, mujer soltera que, no pudiendo ocultar más su embarazo, optó por ingerir varios brebajes que le hicieron expulsar “lo que tenía en la barriga” para, acto seguido, deshacerse de toda evidencia arrojando los restos por la azotea de un corral. En pocas palabras, estuvieron dispuestas a deshacerse, sin más, del fruto generado en sus entrañas, si con ello podían salvar su reputación y mantener intacto su honor.

Estupradas –con o sin palabras de casamiento-, arrastradas por las adulaciones de otros o por sus propios estímulos carnales, o condenadas a ganarse la vida “vendiendo” sus cuerpos, sometidas, en definitiva, a la voluntad de los hombres, fueron muchas las que perdieron el control y la capacidad de decisión en cuanto a cómo y cuándo traer hijos al mundo. Es por ello que, llegada la maternidad por cauces indebidos, estas mujeres desatenderán su pretendida obligación biológica y social para mantenerse –aparentemente- dentro de los parámetros morales exigidos por esta misma sociedad de la que forman parte. Interrumpirán sus embarazos o acabarán con las vidas de sus hijos –de forma directa o indirecta- para seguir ofreciendo a su entorno la imagen de casta doncella, irreprochable esposa o decente viuda. Estuviera en ellas –o no- la voluntad de ser madres, no importaba en estas situaciones. Lo que urgía en estos casos era borrar de sus biografías un capítulo errado; un episodio que podía suponerles una tacha social perpetua, el eterno estigma y condena social de sus convecinos. Se intentaba preservar la honorabilidad, sin tener por ello necesariamente el ánimo de atentar contra el hecho maternal.

Este “fracaso maternal”, provocado por el arraigo de un profundo sentido del honor en sus protagonistas, pese a conseguir acabar con el problema de cara al exterior, no evitaría la aparición de fuertes traumas emocionales en sus conciencias; más si, como era habitual, habían tomado la decisión en solitario, sin ningún tipo de apoyo social o afectivo, viéndose presionadas por las circunstancias. No olvidemos que el modelo de feminidad tradicional al cual las mujeres debían adaptarse era aquél según el cual la mujer habría de ser madre por encima de todo, encontrando en la maternidad la expresión y realización plenas del destino vital femenino. En otras palabras, las mujeres que se deshacían de sus hijos estaban renunciando a los valores constitutivos de su identidad. ¿Deseaban convertirse en madres? Seguramente sí, pues el hecho de serlo constituía una obligación social y moral para ellas; pero tenían clara conciencia de que la maternidad biológica no era suficiente, que la maternidad plena sólo podía producirse respetando los códigos de honor de la época y en el ámbito del matrimonio. La mujer que abortaba, participaba en el infanticidio o en el abandono de su hijo, no estaba impedida para convertirse en una buena madre en el futuro, cumpliendo las circunstancias arriba mencionadas.

Junto a lo anterior, y pese a lo inapropiado de las circunstancias, no debe olvidarse la existencia de mujeres que asumieron el reto de convertirse en madres de cara a una sociedad que, sin lugar a dudas, las señalaría por las circunstancias elegidas para serlo. Ya fuera porque se sintieran responsables de la llegada de sus hijos, o por obtener algún beneficio material de quienes las “gozaron”, lo cierto es que no escasean los ejemplos de mujeres luchadoras que, lejos de atemorizarse o resignarse, desafiaron la posición privilegiada de los hombres y afrontaron con valentía su nueva condición de madres, o reclamaron el cumplimiento de sus deberes como padres a aquellos con quienes previamente habían tratado. Al respecto resulta llamativo el caso de doña María de Vargas, quien sin ningún tipo de reparo discutía en público con el licenciado Jerónimo de Ávila, exigiéndole cumpliera con los deberes que como padre de sus hijos le correspondían.

Distinto es el caso de las mujeres que fueron abandonadas al poco de contraer nupcias, o el de aquellas que sufrieron el temprano deceso de sus esposos. Mujeres, unas y otras, que habrían pasado gran parte de sus días sin la compañía de quienes debían haber desarrollado junto a ellas un proyecto vital común, del que ser padres formaba parte. En estos supuestos no debe desestimarse la carga que para ellas debió suponer el conflicto de identidad surgido por no poder cumplir con “naturalidad” su rol de madres. Si faltaba el marido, ¿cómo cumplir con “su” misión? De la renuncia forzada a tales proyectos –definidos en gran parte por la sociedad y sus instituciones, y no tanto por ellas mismas- surgía una vez más la frustración. Y de esta frustración, al no encontrar modo legítimo de satisfacer sus aspiraciones y las de su entorno, la transgresión. Entiéndase consecuencia de estas circunstancias el embarazo vivido por María Josepha de la Encarnación, mujer que decidió entregarse a los brazos de otro hombre al sentirse abandonada por su esposo, ausente en Francia durante una larga temporada. La rebeldía, en estas historias, no habría respondido a una condición natural o a un cuestionamiento del sistema, sino a la falta de alternativas vitales para cumplir con el rol inculcado en las mentes de estas mujeres desde su más tierna infancia. Se habrían convertido en madres como consecuencia de un conflicto personal; conflicto que otras habrían logrado solventar, sin salirse de la legalidad, recurriendo a la adopción y crianza de niños ajenos. En estos casos se conjugan los intereses de ambas partes. Los niños encuentran satisfechas sus necesidades primarias, y las mujeres responsables de su cuidado ven realizadas, de forma indirecta, su vocación –inculcada o real- de ser madres.

En definitiva, la teoría consideraba que las buenas madres debían ajustarse al patrón de identidad femenina ideal. En otras palabras: debían ejercer su labor maternal tras haber contraído matrimonio, permaneciendo recluidas en el ámbito doméstico, y cumpliendo con sus obligaciones de esposa virtuosa. Pero estas circunstancias no siempre acompañaron a las madres del Antiguo Régimen. Y fueron ellas –y no los varones- las que, por su vinculación directa con el hecho reproductivo y las mayores exigencias morales a las que debían hacer frente, se vieron obligadas a afrontar la difícil tarea de compatibilizar las pasiones de su condición de ser emocial, con el cálculo propio de su vertiente racional. Y así puede decirse que fueron ellas quienes a lo largo de la Historia vieron condicionados sus destinos simultáneamente por lo corpóreo y lo afectivo, por las imposiciones familiares e institucionales. El deseo de aproximarse al modelo femenino representado y defendido en los discursos institucionales, morales y literarios habría condicionado la forma en que muchas mujeres vivieron y pensaron la experiencia de “ser madre” a lo largo de los Tiempos Modernos. En este sentido, la “función materna” sería el resultado de la construcción de un sistema sexual-político según el cual el cuerpo de la mujer debía asumir la maternidad como su mayor deseo, lo fuera realmente o no. De más está decir que esta idea uniformada del hecho maternal no resulta plenamente representativa de dicha experiencia al desdeñar muchas otras realidades existentes en las vidas de las gentes del pasado.

Autora: Marta Ruiz Sastre

Bibliografía

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