A comienzos del siglo XVI, la mayor parte del territorio y de los núcleos de población del litoral atlántico andaluz pertenecían a señoríos consolidados. Como es bien sabido, esto quiere decir que en todas aquella localidades y en los territorios bajo su jurisdicción existía una entidad de gobierno -un señorío- que era regido por una dinastía nobiliaria. Este hecho esconde dos aspectos sorprendentes en términos históricos. Más que la abundancia de señoríos, en primer lugar es destacable su condición marítima. Más aún, en segundo lugar, sorprende por el hecho de que aquella costa albergase ya, a esas alturas, un comercio sumamente rico y activo. La condición de frontera frente a los musulmanes que mantuvo toda la baja Andalucía desde su conquista e integración en la Corona de Castilla, que mantuvo mientras ambas orillas del Estrecho de Gibraltar no dejaron de representar una amenaza mutua, es sin duda una explicación histórica válida a este fenómeno tan poco frecuente. Además, debemos tomar en consideración la crisis demográfica que padeció la Baja Andalucía en el siglo XIV tras la represión de las revueltas mudéjares, que generó amplios espacios deshabitados cuya repoblación se encomendó, siguiendo la lógica tradicional de la reconquista, a ricoshombres capaces de sostener huestes y fortalezas con sus propios medios. De esta forma, aquellos grandes señoríos que se asomaban al Atlántico tenían como misión originaria defender las tierras del interior frente a peligros externos, particularmente frente a los piratas magrebíes.

El hecho de que estos señoríos originariamente tuviesen –y mantuviesen a lo largo del tiempo– ese carácter tan marcadamente defensivo y que las concesiones de la jurisdicción fuesen sobre localidades despobladas o desiertas tuvieron enormes repercusiones jurisdiccionales y simbólicas. De hecho, las sucesivas generaciones que heredaron estos señoríos encontraron en estas características originarias de sus señoríos todo un arsenal de argumentos con los que defender los derechos y privilegios consolidados que habían heredado. Haber sido los responsables de poblar localidades –en un largo proceso de atracción de habitantes a sus pueblos y villas– y haberlos defendido desde entonces se transformó en una imagen de sólido vinculación jurisdiccional, simbólica y afectiva de los señores con el territorio a partir de la cual defendieron su dominio, sus riquezas y sus prerrogativas. Dicho en otros términos, no era completamente falso ni desacertado que todas estas dinastías nobiliarias andaluzas se quisieran presentar como padres de la patria o como sus brazos armados, todo lo cual encajaba a la perfección con el pensamiento político de origen caballeresco y feudal. En definitiva, venían cumpliendo las tareas que se esperaba de los bellatores.

Lejos de ser una simple reminiscencia de tiempos pasados, resulta imprescindible considerar el señorío como uno de los factores esenciales de la dinámica social y política de la Baja Andalucía –como también del conjunto de la corona de Castilla o incluso de toda la Europa cristiana, aunque acaso aquí con un carácter especialmente prominente– a lo largo de toda la Edad Moderna. De hecho, esa fortaleza jurisdiccional y esa contundencia legitimadora del señorío en la Andalucía atlántica explican la apariencia de islotes que adquieren las pocas poblaciones de realengo que se asomaron al océano a lo largo de casi toda la Edad Moderna. En efecto, sólo Gibraltar, Cádiz y Puerto Real –ninguno de los cuales poseía un gran territorio bajo su jurisdicción– eran municipios que cumpliesen las dos condiciones de ser al mismo tiempo realengos y costeros. El resto de la línea de costa y buena parte del hinterland que se extendía tierra adentro quedaba repartida entre algunas de las casas señoriales más influyentes de la corona de Castilla, como son las de Medinaceli, Arcos, Gibraleón –integrada poco después en el ducado de Benavente–, Ayamonte, Alcalá de los Gazules y, sobre todo, Medina Sidonia, que señoreaba sobre aproximadamente el 50% de la costa atlántica andaluza.

Es importante señalar, además, que los únicos puertos de envergadura bajo control regio durante la mayor parte de la Edad Moderna en la región fueron recuperados en fechas muy tardías. Así, el marquesado –brevemente convertido en ducado– de Cádiz sólo fue devuelto por los Ponce de León al realengo en 1493, como consecuencia de un momento de debilidad dinástica de este linaje, que en adelante pasaron a disfrutar del título de duques de Arcos. Por su parte, el III duque de Medina Sidonia asedió con un ejército propio en dos ocasiones en 1507 la ciudad realenga de Gibraltar con el fin de obligar a la corona castellana a reconocer su señorío sobre ella. Una reclamación que no estaba exenta, desde luego, de base jurídica, pero que la muerte prematura del duque y los muchos problemas de sucesión que también padecieron los Pérez de Guzmán durante dos décadas hizo languidecer hasta caer en el olvido. No podemos dejar de mencionar también la importancia que adquirió, en el tránsito de la Edad Medina a la Moderna, el tercer gran linaje sevillano de la época: la casa señorial de los Enríquez de Ribera, marqueses de Tarifa y, desde 1548, duques de Alcalá de los Gazules. Un caso diferente es el que representan los duques de Medinaceli, condes de El Puerto de Santa María, porque su arraigo en la Baja Andalucía fue muy escaso hasta que, a mediados del XVII, absorbieron el ducado de Alcalá y el marquesado de Alcalá de la Alameda.

En definitiva, lo más destacable de la situación que acabamos de describir es que se mantuvo vigente varios siglos después de que Colón llegase a América y comenzase a desarrollarse la gran ruta mercantil que conocemos como Carrera de Indias. En la medida en la que todo ese complejo sistema de intercambios –con Europa y con América– debía atravesar, a modo de cortina o barrera previa, una amplia franja de territorio bajo dominio señorial a pesar de la aparente claridad de las disposiciones legislativas regias –que reservaban a Sevilla y la Corona todo el beneficio–, no dejaron de afectar de lleno y beneficiar a unas instituciones señoriales que estaban dotadas de poder jurisdiccional –capacidad de dictar justicia en primera instancia– y fiscal –percepción de algunos tributos–. El carácter señorializado de aquella costa fue un factor que, lejos de contradecirse con la modernidad mercantil de Sevilla, convivió con ella en una peculiar simbiosis a la que hubieron de adaptarse mercaderes e instituciones y de la que, al fin, los nobles implicados obtuvieron una enorme capacidad de influencia sobre los monarcas de la casa de Habsburgo.

Autor: Luis Salas Almela

Bibliografía

COLLANTES DE TERÁN, Antonio, “Los señoríos andaluces. Análisis de su evolución territorial en la Edad Media”, en Historia. Instituciones. Documentos, 6 1979, 89-112.

GARCÍA BAQUERO, Antonio, Andalucía y la Carrera de Indias, Sevilla, Editoriales Andaluzas, 1986.

SALAS ALMELA, Luis (ed.), Los ámbitos de la fiscalidad. Fronteras, territorio y percepción de tributos en los imperios ibéricos, siglos XV-XVIII,  Madrid, Instituto de Estudios Fiscales-Arca Comunis,2011.