Lucas Valdés Morales (Sevilla, marzo de 1661 – Cádiz, febrero de 1725), fue un digno sucesor de su padre, o quizá el único digno de ser considerado seguidor de la estética de Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1622–1690), se exceptuamos a Matías de Arteaga (Villanueva de los Infantes, 1633 – Sevilla, 1704) y a los casi desconocidos miembros del taller paterno Cristóbal Leandro, Cristóbal Pérez, Pedro Varinelos o Juan de Neira, en el que también se integraban sus hermanas Luisa Rafaela y María de la Concepción. Y quizá sea este uno de los principales problemas con los que se encontró Lucas Valdés: el llevar al siglo XVIII las formas propias del exaltado y fogoso barroco que practicó su padre sirviendo a las directrices de la devotio moderna. Hubo de hacerlo, además, en un ciudad que estaba a caballo entre una centuria y otra, en la que, además, triunfaba el gusto desarrollado por los murillescos, tanto los discípulos como los imitadores de Bartolomé Esteban Murillo (Sevilla, 1617–1682). Los principales ejemplos de esta tendencia fueron Esteban Márquez (Puebla de Guzmán, 1652 – Sevilla, 1696), Juan Simón Gutiérrez (Sevilla, 1634–1718) y Francisco Meneses Osorio (Sevilla, 1630–1721) al final del seiscientos y, con posterioridad, Alonso Miguel de Tovar (Higuera de la Sierra, 1678 – Madrid, 1758) y Bernardo Lorente Germán (Sevilla, 1685–1757).

Quizá por todo ello, Lucas Valdés se dedicó a continuar los proyectos que su progenitor había dejado inconclusos por una grave enfermedad –que Gestoso supone debió acaecerle en 1682–, y ejecutó sus grandes series murales de la iglesia del Hospital de Venerables Sacerdotes, de la del convento de San Clemente, de la del noviciado jesuita de San Luis de los Franceses y, quizá el mejor conjunto de todos ellos, la del antiguo convento de San Pablo el Real. En todas ellas, Valdés consiguió plasmar con acierto las virtudes de la quadratura italiana, siguiendo con frecuencia, el tipo de composiciones que habían aplicado con éxito Pietro da Cortona, Andrea Pozzo o Baciccia en las suyas. En cada una de ellas, Lucas Valdés hubo de exaltar los principales valores o hechos de las órdenes religiosas que actuaron de comitentes y lo hizo con grandes rasgos de efecto que debían ser observados a cierta distancia. Esto provocó que, en más de una ocasión, fuera tachado de pintor descuidado y brioso, pero estos juicios se han ido laminando con el conocimiento más profundo de su obra llevado a cabo en las últimas décadas.

Seguramente el más ambicioso de todos esos trabajos fue el del amplio programa iconográfico que se extiende por lo muros para exaltar la Orden de predicadores de Santo Domingo en la iglesia del antiguo convento de San Pablo el Real, hoy parroquia de Santa María Magdalena, y que debió acometerse tras finalizar los trabajos de reconstrucción del inmueble llevados a cabo entre 1691 y 1709. Aunque todavía no se han descubierto las pruebas documentales de la autoría de Lucas Valdés, tradicionalmente se ha ido defendiendo la relación con este autor, no solo por la concordancia de las pinturas con su estilo, sino por el hecho de que era, en esos momentos, el mejor muralista de Sevilla. Utilizando la técnica del temple, el hijo de Valdés Leal, tuvo que contar necesariamente con colaboradores para acometer con solvencia la realización de todo el conjunto. Para ello, esta cuadrilla seguiría las directrices teóricas de un padre dominico cuyo nombre permanece hoy en el anonimato.

La bóveda del presbiterio, se abre ilusoriamente gracias al empleo de la quadratura, alcanzando un sobresaliente efecto de perspectiva que hace confundir arquitectura y pintura. Así, a través de una balaustrada que se aprecia más allá de un marco central octogonal apaisado, unos angelillos revelan la Fe al abrir un dosel de pabellón. La virtud teologal avanza y se muestra sosteniendo un cáliz con la Sagrada Forma en la mano izquierda y la Cruz en la derecha. Se encuentra flanqueada en primer término por los arcángeles San Miguel y San Rafael, y en segundo término por Santo Domingo de Guzmán, con espada flameante en la diestra –la misma que cercenó la cabeza de Goliat en manos de David y que después empuñó San Pablo–, y un pliego de papel con inscripción en la contraria, y Santo Tomás de Aquino, con palma y libro abierto con inscripción, ambos recostados sobre nubes que aplastan con su peso las personificaciones de la Herejía y la Abominación. En los vértices de la composición aparecen las representaciones de las cuatro partes del mundo conocidas hasta entonces –África, Europa, América y Asia–, todas con sus atributos indicativos y rubricando con su presencia la idea de que la Orden de Santo Domingo era la valedora de la transmisión de la Fe triunfante por todos los confines de la Tierra.

En los extremos del crucero Lucas Valdés y su taller disponen un marco arquitectónico de tres vanos, articulado por columnas de capitel corintio dorado y con estrías torsas, estando el central abierto para mostrar la escena y los laterales cegados para la colocación de alegorías. A la izquierda la de la Sevilla liberada –sosteniendo gorro frigio–, y a la derecha la de la Fortaleza –cargando con columna–. Ambas someten a personajes musulmanes ataviados con turbantes respaldadas por sendos escudos reales de Castilla y León. En el vano central discurre la procesión de entrada de San Fernando en la Sevilla reconquistada el 23 de noviembre de 1248. El cortejo, acompañado por música de clarines y timbales, lo preside la Virgen de los Reyes, pero la imagen –transportada en andas y bajo palio–, se representa de espaldas, de camino a las murallas de la urbe. Tras un numeroso grupo de prelados, el rey, junto con la reina, aparece en el centro de la composición avanzando con majestuosidad y transido por la visión celeste que deja entrever la gloria superior: San Clemente y San Isidoro contemplan el tránsito procesional y parecen bendecir el suceso al sostener el ancla que ha evitado el naufragio espiritual de la población y la corona de laurel y las palmas que envían, por medio de ángeles, al santo rey. Sin embargo, lo más significativo de la pintura es que los monarcas aparecen rodeados de representantes de órdenes religiosas: por un lado San Pedro Nolasco de parte de los mercedarios y por otro Santo Domingo con su perro y con su rosario por parte de los dominicos, muy numerosos y militantes. Con similar estructura que la obra anterior, en el otro extremo, aparecen en los vanos laterales las personificaciones de la Religión y la Justicia triunfantes sobre los herejes, respaldadas por escudos de la Orden de Santo Domingo. En la escena central, que muestra testimonios de una reciente restauración, se aprecia un espacio abierto –¿quizá Lucas Valdés haya querido representar la plaza de San Francisco en tiempos medievales?–, en el que –junto a un edificio de dos plantas no identificado, ¿quizá las actuales Casas Consistoriales ornadas por Valdés con trabajos de sebqa y con arcos de medio punto, apuntados y polilobulados en vanos de distinto tamaño?–, se dispone el escenario en el que se está celebrando un Auto de Fe general. Bajo la presidencia de la Cruz, cobijada en dosel verde, comparecen los penitentes ante un tribunal de cinco miembros, al menos tres de ellos de la orden dominica. En primer plano, un relapso ya condenado va camino del suplicio a lomos de un burro y tocado con el sambenito. Pasa por delante de otros miembros de la Orden de Santo Domingo que parecen conminarlo al arrepentimiento en presencia de una enorme muchedumbre. El propio rey San Fernando, acompañado de varios guardias, lo sigue portando leña para la hoguera que, en el extremo izquierdo de la composición, ha de arder en pocos minutos. Quizá como detalle anecdótico el pintor ha introducido a la derecha una mujer que cubre las riquezas de su vestido con un manto negro y que apoya su mano sobre un niño con casaca que mira al espectador mientras juega con un perro. La escena no pretende reproducir un hecho histórico, pero tiene una intencionalidad clara: destacar una vez más el papel jugado en pos de la religión y contra la herejía desempeñado por la orden dominica desde tiempos de la Reconquista cristiana de Sevilla con el mismo rey santo como figura colaboradora.

En el terreno de la pintura sobre lienzo, Lucas Valdés realizó, también para el convento de San Pablo, el de La batalla de Lepanto, una composición de primera categoría, muy detallista en la representación minuciosa de los barcos que viran y se enfrentan unos a otros en medio del mar y bajo un latente ambiente de humaredas y gritos. En el plano celestial aparece la Virgen sedente con el Niño de pie sobre sus rodillas y sosteniendo ambos un rosario. A su derecha y un poco rebajado se arrodilla sobre una nube y delante de su mesa con crucifijo el Papa. En el lado contrario unos ángeles de mayor tamaño bajan a socorrer los ejércitos de la Liga Santa con espadas flameantes. El resto de la corte angélica está plasmado de diferentes maneras, pero todos sus integrantes sostienen un rosario en sus manos. Además de este, otros destacados de su mano son La apoteosis de San Fernando de la iglesia del Hospital de los Venerables, el retrato del Almirante don Pedro Corbert en el mismo emplazamiento, David y el traslado del Arca de la Alianza del presbiterio de la parroquia de la Magdalena, La recogida del maná, de la capilla sacramental de San Juan de la Palma o Santa Isabel de Hungría curando a un enfermo, del Museo de Bellas Artes de Sevilla.

Otro de los aspectos que ofrecen mayor interés en la producción de Valdés es la de conformador de buena parte de la iconografía (desaparecida a veces), de la Sevilla de su época. Pintó espacios de culto y arquitecturas efímeras con detalle, algo que sirve como documento del pasado. Destacan el altar de plata del Corpus o de la Inmaculada de la Catedral de Sevilla, el Monumento de Semana Santa del mismo ámbito, la Custodia de Arfe, o los sepulcros de los Ribera en la Cartuja de Santa María de las Cuevas de Sevilla.

De la misma manera, se conservan de él numerosos dibujos que dejan traslucir una ejecución rápida, nerviosa y detallista, pero que no alcanza la expresividad de las obras de su padre, y una serie de grabados que comienzan con algunos de los del libro de Fernando de la Torre Farfán Fiestas de la S. Iglesia Metropolitana y Patriarcal de Sevilla por el nuevo culto de San Fernando y siguen con otros que muestran devociones particulares en sus retablos como «trampantojos a lo divino» en la acertada denominación de Pérez Sánchez: la Virgen de la Hiniesta y la Virgen de Rocamador y San Juan Bautista, entre otros.

Como también hizo su padre, Lucas Valdés se relacionó con el campo de la escultura, concretamente trabajó como policromador de algunas obras tardías de Pedro Roldán (Sevilla, 1624 – 1699), como el San Pedro y el San Fernando del Hospital de los Venerables de Sevilla, y de las piezas que adornaban el gran retablo que Jerónimo Balbás (Ciudad de México, †1748), realizó para el del Sagrario de la Catedral.

Por razones desconocidas, pero probablemente motivado por perspectivas de nuevos y mejores trabajos, marchó a Cádiz en 1719 (repárese que fue tan solo dos años después del efectivo traslado de la Casa de Contratación y Consulado de Indias desde la ciudad del Guadalquivir a aquella), para ejercer la docencia de las matemáticas y la geometría en la escuela naval de cadetes. Murió en esa ciudad en 1725. Entre sus discípulos ha quedado un nombre: Domingo Martínez (Sevilla, 1688–1749), que, aunque desarrolló al principio en sus trabajos murales la estética heredada de Valdés muy pronto viró hacia las más exitosas orillas del murillismo.

Autor: Álvaro Cabezas García

Bibliografía

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