A lo largo de la historia, el matrimonio se ha considerado una institución estable, con carácter jurídico, que la religión envolvió en una pátina de sacralidad ligada a la práctica de determinados rituales organizados en el marco de una comunidad, que se hacen patentes y se simbolizan mediante ceremonias de la que participan sus miembros. La historia de la familia desarrollada desde el último tercio del siglo pasado en el marco de la historia social, ha integrado en dichos estudios el análisis del matrimonio, con el propósito de observar su evolución y proyección social a través de los tiempos.
El término “familia” según el Diccionario de Covarrubias, hace referencia al señor de ella y su muger y a todos los que viven só él […] los fijos y demás servidores y criados, siendo, por tanto, un concepto de mayor amplitud y cobertura que en la actualidad pues sugiere un espacio en el que se concentran diferentes tipos de parentescos como el consanguíneo, el de los afines, los allegados y vecinos, entre los cuales se establecen fuertes lazos de afecto, solidaridad y gratitud, aunque, en general, dicho concepto fluctuó, durante los siglos XVII y XIII, entre la noción de corresidencia y parentesco que, finalmente, hoy en día, se conciben unidos.
La familia moderna era una unidad de producción económica y de reproducción biológica y social que garantizaba la continuidad de los apellidos y la perpetuación de los linajes, fundamentada en el modelo patriarcal presidida, por tanto, por el pater familias, administrador material de todos los bienes tanto gananciales como parafernales. En esta comunidad las funciones de los varones y las mujeres vinieron determinadas por condición de género. Las féminas, como reproductoras biológicas, realizaban aquellas tareas ligadas directamente a la maternidad: el cuidado de la casa, del esposo y la educación de los hijos, particularmente de las hijas, cometidos circunscritos al ámbito íntimo y privado de la casa. Los varones, a quienes se les otorgó el dominio del espacio público, ejercieron como cabezas de familia, encargándose de la gestión de los patrimonios, la tutela de la esposa y la patria potestad de los hijos.
Por otro lado, la familia fue también un espacio de sociabilidad, de confluencia de afectos, de complicidades, contexto de toma de decisiones, escenario en el que se elaboraban las estrategias de colocación de los hijos encaminadas a asegurarles su futuro y el de sus linajes, creando en su entorno un entramado de redes familiares y sociales que configuraban un mapa de relaciones e intereses de diversa índole, utilizadas en beneficio mutuo. La institución familiar, legitimada mediante el matrimonio, fue una pieza clave en el establecimiento del orden social durante el Antiguo Régimen, constituyendo, en opinión de James Casey, “…la institución social a través de la cual se lleva a cabo no sólo la reproducción de todo el sistema social, sino también las posibilidades o no de movilidad de los distintos grupos sociales”.
Familia y matrimonio son, por tanto, dos realidades íntimamente relacionadas cuya regularización y definición llegó de la mano del Concilio de Trento (1545-1563) que le imprimió el carácter de “sacramento indisoluble” y cuyos principales aspectos se desarrollaron en el Decreto Tametsi mediante el abordaje de tres cuestiones fundamentales: el consentimiento paterno, las amonestaciones y el establecimiento de fórmulas para su celebración.
El Concilio, aunque asumió y validó los matrimonios contraidos sin consentimiento paterno, proclamó que Iglesia siempre había detestado y prohibido semejantes uniones e insistió en el “libre consentimiento de los esposos» advirtiendo a la par sobre la necesidad de la intervención de los padres. En este sentido, Trento, al señalar el “libre consentimiento” dejó abierta una fisura que permitió la unión entre jovenes de diferente status con el consiguiente perjuicio para los intereses familiares.
El riesgo económico que los matrimonios desiguales representaban para las familias mejor posicionadas, hicieron que el rey Carlos III promulgara la Pragmática Sanción de 1776, determinando que los hijos e hijas menores de 25 años sea cual fuere su procedencia social, pidieran consejo y consentimiento paterno para poder desposar, estableciendo sanciones a los transgresores a fin de evitar las graves consecuencias de este tipo de uniones.
No cabe duda que, conforme avanzaba el XVIII, la cuestión del matrimonio se convirtió en objeto de un debate al que se unieron nuevos interlocutores que comenzaron a considerar los sentimientos como un factor a tener en cuenta. En este sentido, el estudio realizado por Mª José de la Pascua en el Cádiz de mediados de dicha centuria, revela la coexistencia de dos corrientes contrapuestas. Una apoyando el matrimonio entre iguales, defendida por la Iglesia y refrendada por los moralistas de la época y otra aperturista que intentaba abrirse camino hacia la creación de un nuevo modelo basado en el amor, el respeto y la libre elección.
Por otra parte, matrimonio y patrimonio tampoco se pueden desligar. Beatriz Cienfuegos afirmaba a este respecto: “el matrimonio es aquel honesto contrato con el que dos sujetos se obligan mutuamente a vivir unidos toda la vida”. Efectivamente, la pensadora gaditana del XVIII aludía así con gran acierto, al carácter contractual de esta institución pues la concertación de una unión venía precedida por dos tipos de documentos: las capitulaciones matrimoniales -frecuentemente usadas por los miembros del grupo nobiliario- en la que se recogían los términos de dicho acuerdo especificándose las aportaciones materiales e inmateriales de los cónyuges y/o las cartas de dotes o capital –extensivas a todos los grupos sociales- en las que se detallaban tasados los bienes que los futuros esposos aportarían para soportar las cargas del matrimonio, definido desde el punto de vista económico por el derecho castellano, como sociedad de bienes gananciales. A esta sociedad las mujeres aportaban la dote, otorgada por los padres como adelanto de las respectivas legítimas y las arras o donatio propter nupcias, regalo que el futuro marido realizaba a su futura esposa con motivo de la boda. Dicho obsequio que, generalmente, consistía en alguna joya o vestido, en conformidad a las leyes vigentes no podía sobrepasar la décima parte del caudal total del futuro cónyuge.
Al hilo de lo anterior, según se ha comprobado en determinadas localidades andaluzas, la entrega de arras fue una práctica habitual entre las familias de mayor status, es decir, la nobleza media rural y urbana así como la alta nobleza y nobleza titulada. Los orígenes de ambas instituciones –arras y dote– son muy remotos y tuvieron la finalidad de asegurar el futuro de las mujeres en caso de viudedad. Aunque el marido pasaba a ser de inmediato su administrador, la mujer conservaba íntegra la propiedad, obligándose el esposo a restituirla en caso de sobrevivirla sin descendencia, tal y como regularon las Leyes de Toro y la Novíssima Recopilación.
Así mismo, el estudio de las dotes en el ámbito rural gaditano ha desvelado que dicha práctica estuvo condicionada por el género, de manera que las mujeres recibían de los padres aquellos bienes relacionados con las funciones que desempeñaban en el hogar, de ahí que percibieran, sobre todo bienes muebles, es decir, mobiliario, ropa personal y de la casa, joyas, además de plata labrada y esclavos en el caso de la nobleza, mientras los varones aportaban, sobre todo, bienes inmuebles, propiedades rústicas y urbanas, tierras, rentas y dinero metálico.
De igual modo, el análisis realizado entre las familias de baja nobleza rural, la nobleza media urbana y la nobleza titulada en tierras de Sevilla y Cádiz, han revelado la importancia que tuvieron la fundación de vínculos y mayorazgos para el establecimiento de alianzas matrimoniales ascendentes, optimizando la posición de los sucesores como candidatos a matrimonios que garantizaran la promoción social del linaje.
Autor: Mª Paz del Cerro Bohórquez
Bibliografía
VILLAR, Pierre (coord.), La familia en la España Mediterránea (siglos XV-XIX). Barcelona, Crítica, 1987.
CERRO BOHÓRQUEZ, María de la Paz del, Familia y reproducción social. Los Espinosa Núñez de Prado: una élite de poder en tierras de Cádiz y Sevilla (Siglos XVII-XVIII), Sevilla, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 2015.
DEL CERRO BOHÓRQUEZ, María de la Paz, Mujer, herencia y matrimonio en la sociedad rural gaditana del Antiguo Régimen. Alcalá de los Gazules, Chiclana de la Frontera y Medina Sidonia (1670-1750), Cádiz, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 2005.
PASCUA SÁNCHEZ, Mª José, De La: “Familia, matrimonio y redes de poder entre la élite social gaditana entre los siglos XVII y XVIII”, en Las élites en la época Moderna. La Monarquía Española, Vol 1, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2009, pp. 157-174.