A fines de la Edad Media la ciudad de Sevilla albergaba todavía una pequeña comunidad de mudéjares, que desde la década de 1480 se hallaba agrupada en su mayoría en dos pequeños barrios, uno en la collación de San Pedro y otro en la de San Marcos, situándose extramuros un cementerio islámico, cerca de la Puerta Osario. Se trataba de una exigua minoría musulmana compuesta aproximadamente por medio centenar de familias dedicadas a oficios artesanales entre los que sobresalían los relativos a la construcción (albañiles, carpinteros, yeseros) y la cerámica (olleros). La morería o adarvejo de San Pedro contaba hacia los años del cambio de siglo con una treintena de casas y una mezquita. Como en el resto de la Corona de Castilla, en 1502 estos moros se bautizaron ante la alternativa de la expulsión dictada por la Monarquía, convirtiéndose así en cristianos, en “mudéjares antiguos”. El cambio de nombre que implicaba el paso de una religión a otra ha dificultado el estudio de la historia de este grupo peculiar de sevillanos después de 1502, aunque todo apunta a su progresiva disolución en el conjunto de la sociedad.
En las décadas siguientes, hasta 1568, la presencia morisca en Sevilla es minoritaria y casi marginal, y bajo el término “morisco” se pueden esconder una pluralidad de individuos diversos que coinciden en la urbe por uno u otro motivo: antiguos mudéjares castellanos procedentes de otras localidades (como Ávila, Hornachos o Palma del Río) que pasan o permanecen en Sevilla fundamentalmente por negocios, antiguos esclavos berberiscos o granadinos que alcanzan su libertad, etcétera. En general se trata de personas y grupos de un perfil socio-económico humilde, si bien no faltan los mercaderes e incluso algunos que llegaron a poseer esclavos.
Con el estallido de la rebelión de los moriscos del reino de Granada en la Nochebuena de 1568 comienza una etapa totalmente nueva en la historia de los moriscos en Sevilla, puesto que en ella se acabó constituyendo la mayor concentración urbana de población morisca de la Península Ibérica hasta la expulsión en 1610. Desde los últimos días de 1568 hasta 1571 fueron traídos a Sevilla como esclavos entre 1.500 y 2.000 moriscos procedentes de diversas partes del reino de Granada, especialmente de las zonas rebeladas donde los hechos de armas fueron más virulentos (Alpujarras, Cenete, Bentomiz, río de Almanzora, etcétera); su número se iría reduciendo con el paso del tiempo a consecuencia de las liberaciones, los fallecimientos e incluso las fugas, si bien en 1589 todavía quedaban en la ciudad 408 esclavos moriscos. Junto a ellos, en ese mismo periodo, fueron siendo trasladados a Sevilla, en sucesivas fases, varios miles de moriscos deportados procedentes de la ciudad de Granada, de la Axarquía malagueña y, el grupo más numeroso (4.300 personas), de la provincia de Almería. Tras su llegada, unos mil murieron de enfermedad y más de un millar de los deportados fueron enviados a las sierras de Huelva y Sevilla, a pesar de lo cual la concentración de moriscos en Sevilla no dejó de ser notable. La década de 1570 se caracteriza por un proceso generalizado de reubicaciones forzadas o voluntarias de moriscos, actuando Sevilla, debido a las posibilidades laborales y económicas que ofrecía, como un foco de atracción, de forma que en 1580 había en la ciudad 6.247 moriscos entre libres y esclavos. Desde este momento hasta la expulsión de 1610 su número todavía aumentó pues en 1589 se censaron 6.406 moriscos y 7.503 en 1610. Esto significa que hacia 1591 los moriscos representaban más del 5% de la población de la ciudad, reflejando el acusado proceso de reconstrucción familiar y recuperación demográfica y económica desarrollado a lo largo de esas cuatro décadas. Toda esta población hubo de insertarse en la trama urbana de la ciudad, distribuyéndose por todos los barrios de la misma, si bien las zonas extramuros como Triana (con más de 2.000 moriscos) y San Bernardo con San Roque, así como las collaciones del norte de la ciudad, más pobres y baratas, acogieron a un mayor número de ellos.
Dejando a un lado las acusadas diferencias de origen (urbano/rural, agrícola/artesanal/mercantil, etcétera), que jugaron un papel importante en la vida de la nueva comunidad morisca de Sevilla, el perfil socio-económico de la minoría fue realmente diverso, desde los esclavos, los criados, trabajadores y empobrecidos, a los hortelanos, los panaderos, los arrieros, los artesanos y los mercaderes, destacando incluso algunos riquísimos hombres de negocios procedentes de la vieja élite mercantil del Albaicín (como los Berrio, Camit, Çebtini, Cárdenas, etcétera) o de la antigua aristocracia granadina (como los Muley y los Çaybona). En Sevilla, los moriscos granadinos hubieron de sortear una situación inicialmente compleja, entre la animosidad de la población local, la vigilancia de las autoridades civiles, la legislación restrictiva de la Corona, las medidas eclesiásticas de control y cristianización, así como las actuaciones represivas puntuales de la Inquisición. Por ello no debe extrañarnos que en los primeros años el recuerdo de la guerra de Granada estuviera presente, vivo con sus rencores, y que todavía en 1580 se descubriese un complot morisco para levantarse y apoderarse de Sevilla, algo que, a pesar de descabellado, llenó de alarma la ciudad.
Con todo, la comunidad morisca de Sevilla, como sucedió en otras partes, se fue transformando paulatinamente, especialmente gracias al paso del tiempo y a la nueva coyuntura política iniciada en Castilla a raíz del desastre de la Armada de Inglaterra en 1588. Por un lado, dos décadas después de la llegada a Sevilla, se había producido un cambio generacional y había aparecido un nuevo tipo de moriscos o “naturales del reino de Granada”, como ellos preferían ser llamados para evitar connotaciones peyorativas, nacidos en la propia Sevilla, en el exilio, conocedores del castellano, cada vez más ajenos a la lengua árabe y la religión islámica e integrados en los mecanismos económicos, sociales y culturales de la ciudad. La evolución de la cultura material morisca en este periodo, que rompe con la tradición granadina y adopta los elementos castellanos, es sintomática del proceso de aculturación experimentado. Por otra parte, las necesidades pecuniarias de Felipe II tras la derrota de la Armada obligaron a este a concertar un nuevo pacto fiscal con la minoría en cuya negociación jugaron un papel destacado los miembros de la élite morisca sevillana. A cambio del pago de este nuevo y sustancioso “servicio de los naturales del reino de Granada”, la comunidad morisca volvió a dotarse de un mecanismo de organización y representación política que, gestionando una fiscalidad diferencial, intentó sortear la aculturación, al tiempo que disminuir la presión social y política, especialmente la inquisitorial.
Finalmente, en 1610 llegó a Sevilla la hora de la expulsión de los moriscos. En ella se embarcaron no solo miles de moriscos sevillanos, sino otros muchos procedentes de Andalucía y Hornachos. La operación, compleja desde el punto de vista logístico, no estuvo exenta de polémicas y resistencias procedentes de la nobleza, el cabildo civil y la Iglesia y la expulsión se fue aplicando en sucesivas fases hasta 1614, cuando por fin se dio por terminada. Esclavos, un buen número de niños menores de siete años, moriscas casadas con cristianos viejos, ancianos e impedidos, pudieron permanecer, así como otros que se escondieron o regresaron desde el exilio a pesar de las prohibiciones y castigos. Algunos, no sabemos cuántos ni con qué resultados, pleitearon contra la expulsión aduciendo sus derechos. Lo cierto es que la historia de los moriscos en Sevilla tocaba a su fin, y los que consiguieron quedarse acabaron disolviéndose en la sociedad. Los otros, los moriscos que abandonaron Sevilla, lo hicieron contra su voluntad. Un romance de la época se hacía eco del dolor de los moriscos:
“Y las moriscas mujeres
torciendo las blancas manos,
alzando al cielo los ojos
a voces dicen llorando:
– ¡Ay, Sevilla, patria mía!
¡Ay iglesia de San Pablo,
San Andrés, Santa Marina,
San Julián y San Marcos!-
Otros lloran por los sitios
donde tenían sus tratos:
Unos dicen el Alfalfa,
otros la puerta el Osario,
la Macarena y Carmona,
el Arenal y su trato,
la de Jerez y la Carne,
la del Sol que se ha eclipsado […]
Otros llamaban a voces
a la Virgen del Rosario
y a la Virgen de Belén:
Ella sea en nuestro amparo.
Tanto es su sentimiento
que a los niños en los brazos,
que criaban a sus pechos,
por leche les daban llanto”.
Autor: Rafael M. Pérez García y Manuel Fernández Chavez
Bibliografía
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