Durante buena parte de la modernidad, una importante proporción del territorio de los municipios andaluces estuvo conformado por los conocidos como baldíos. Con esta denominación se alude en las fuentes a un conjunto de extensas propiedades de dudosa titularidad y aprovechamientos colectivo, integradas por bosques, dehesas y pastos comunes, destinadas fundamentalmente a la alimentación del ganado y la explotación forestal. Según los teóricos de la época, estas tierras pertenecían a la monarquía, en cuanto legítima propietaria del territorio ocupado a los musulmanes durante la conquista cristiana, de ahí que pudiera disponer de ellas cuando los considerara conveniente. Por el contrario, los concejos municipales entendían que estas tierras pertenecían a los propios municipios, estando destinadas a cubrir las necesidades del común de los vecinos.
Estas tierras desempeñaron una importante función en los sistemas económicos tradicionales, constituyendo un elemento fundamental en el sustento de la población y la financiación de las haciendas municipales. No obstante, la creciente necesidad de tierras experimentada durante el siglo XVI, hizo que nobles y poderosos se apropiaran de las mismas, privando de su aprovechamiento al resto de la población. Este hecho generó una enorme conflictividad entre los municipios y los usurpadores que desencadenó numerosos pleitos con el fin de dilucidar la legítima propiedad de las tierras ocupadas.
El interés de los particulares por conservar las tierras usurpadas en unos casos y de adquirir parte de las que aún quedaban libres en otros, fue visto por los soberanos como una excelente oportunidad para conseguir ingresos para las exhaustas arcas de la monarquía, recurriendo a la enajenación de las mismas. Un proceso que se inició durante la monarquía de Felipe II, continuó con su sucesor Felipe III -a pesar del compromiso de no enajenar porciones del patrimonio regio-, se reanudó con intensidad bajo el gobierno Felipe IV, alcanzando el reinado de Carlos II.
Según los trabajos de David E. Vassberg, durante el siglo XVI Andalucía fue el territorio más afectado por la venta de baldíos de toda la Corona de Castilla, concentrando la mitad de las transacciones llevadas a cabo. Dentro de la región las provincias donde se obtuvieron los mayores beneficios fueron Jaén (17,55 % del total de Castilla), Córdoba (9,15), Málaga (8,76) y Sevilla (7,65), seguidas en menor proporción por Cádiz (4,40) y Granada (1,88).
Para llevar a cabo estas enajenaciones, los sucesivos monarcas desplegaron una serie comisiones por todo el territorio de la Corona de Castilla, integradas por delegados regios encargados de negociar la venta de las tierras. Estos comisionados se desplazaban a las ciudades y villas para tratar los pormenores de la transacción componiéndose con aquellas personas o instituciones que se habían apropiado de las mismas, esto es, llegando a un acuerdo para su enajenación o buscando nuevos compradores interesados en adquirirlas. Para el caso andaluz, destacaron las comisiones de Junco de Posada, quien desarrolló diversas actuaciones entre 1576 y 1581, especialmente en el ámbito malagueño, y la de Luis Gudiel y Peralta, el cual desempeñó idéntico cometido primero en el reino de Granada, y posteriormente en el resto de Andalucía, entre 1635 y 1643. Tanto en un caso como en otro se enajenaron importantes extensiones de tierras baldías a favor de particulares, lo que generó una enorme problemática en los municipios.
Por lo general, la Corona encontró una gran receptividad hacia las enajenaciones consiguiendo sustanciosos beneficios. Entre los compradores encontramos a destacados representantes de la nobleza señorial, los propios municipios, así como miembros patriciado urbano y las élites rurales. Frecuentemente se suscitaron enconados enfrentamientos y disputas por ver quién se hacía con la propiedad de las tierras enajenadas. Este hecho cobró especial virulencia en los municipios de señorío, donde los señores y las élites locales pugnaban por el control de estas tierras desde antiguo. En no pocas ocasiones, los municipios se vieron abocados a participar en las subastas para evitar que las tierras cayeran en manos de la nobleza señorial o el patriciado de las grandes ciudades. Para poder abordar el pago de las cantidades establecidas, los compradores se vieron obligados a recurrir al crédito, imponiendo censos hipotecarios sobre sus mayorazgos, en el caso de la nobleza, o sobre los bienes de propios, en el caso de los municipios, hecho que contribuyó a incrementar sobremanera el nivel de endeudamiento de ambos.
Este fenómeno tuvo importantes consecuencias sobre las villas y ciudades de Andalucía. De entrada, está claro que la venta y privatización de estas tierras supuso un importante incremento de la superficie cultivable, lo que pudo tener efectos positivos. Sin embargo, la privatización de estas tierras en manos de los poderosos conllevó un avance del latifundismo y del proceso de concentración de la propiedad, con todo lo que ello significaba en una región donde la tierra estaba ya muy desigualmente distribuida. Del mismo modo, la enajenación de estas tierras supuso todo un cambio en los usos comunales tradicionales, dificultando el aprovechamiento forestal y ganadero, lo que tuvo efectos negativos sobre la cabaña ganadera y la vida cotidiana de las comunidades rurales.
Autor: Ángel María Ruiz Gálvez
Bibliografía
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VASSBERG, D. E., La venta de tierras baldías. El comunitarismo agrario y la Corona de Castilla durante el siglo XVI, Madrid, 1983.