El modelo de reproducción urbana, dominado por el proyecto neoliberal, se ha caracterizado por el reacomodo de los excedentes de capital de acuerdo con los intereses del sector financiero-inmobiliario (Patricia Olivera, 2013 [i]), generando una geografía desigual marcada por enclaves de alta rentabilización en colindancia con amplias áreas de degradación socio-espacial; procesos que requieren implementar fuertes mecanismos de control que combinan la exclusión con la expulsión. No se trata de que dichos mecanismos sean únicamente efectos del modelo de desarrollo urbano actual, sino que deben ser considerados como estrategias fundamentales para impulsar y generar formas de acumulación y rentabilización del capital, donde la exclusión y la expulsión se constituyen como medios privilegiados para generar ganancias, es decir, se articulan como una estrategia que permite mantener y/o profundizar las diferencias de clase, tanto en sentido económico como político.
Este proceso de transformación de la estructura urbana se inscribe en un conjunto de intervenciones que buscan generar acumulación a partir de dinamizar ciertos espacios de la ciudad. Como lo ha indicado David Harvey (2010) [ii], la urbanización y las ciudades continúan siendo el espacio perfecto para la absorción de capitales y la solución temporal a las crisis de sobreacumulación. La manera en que esto se realiza tiene distintos matices de acuerdo con los contextos históricos específicos, donde se articulan procesos que incluyen desde el mercado de vivienda a gran escala, grandes proyectos urbanos en movilidad e infraestructura, políticas de rescate de zonas abandonadas, así como el desarrollo urbano y económico asociado al turismo, la recreación y la cultura.
La reproducción de la ciudad bajo la égida del proyecto neoliberal se orienta hacia la restauración del poder de clase, a través de recuperar y ampliar los privilegios de las élites vía la fragmentación del espacio urbano, lo cual fomenta procesos de acumulación y rentabilidad a costa de la degradación de los bienes comunes. En esta dirección, la intención analítica es aproximarse al urbanismo neoliberal en tanto experiencia material y simbólica de la ciudad, a través de la violencia, y de manera más específica, de la espacialización de la violencia como clave epistemológica. Consideramos la violencia como una mediación de la praxis social que tiene ciertas finalidades y se manifiesta de variadas formas (Adolfo Sánchez, 2003 [iii]), por lo que, en términos metodológicos, es muy importante diferenciar las condiciones de las expresiones y, por supuesto, de las finalidades de la violencia.
En este sentido, desde un enfoque dialéctico materialista, la violencia puede ser considerada como «la calidad propia de una acción que se ejerce sobre el otro para inducir en él por la fuerza –es decir á la limite, mediante una amenaza de muerte– un comportamiento contrario a su voluntad, a su autonomía que implica su negación como sujeto humano libre» (Bolívar Echeverría, 1998, p. 106 [iv]). La violencia es, entonces, «la aplicación de diferentes formas de coerción, que llegan hasta las acciones armadas, con el objeto de conquistar o mantener un dominio económico y político o de conseguir tales o cuales privilegios» (Sánchez, 2003, p. 453), proceso en el cual se genera un orden de regulación social que pone de manifiesto el ejercicio diferenciado del poder. Se destaca que la violencia no es un fin en sí misma, es una mediación dinámica que contiene en su propia realización una finalidad [v].
Para avanzar en la discusión de la violencia es necesario recuperar la propuesta de Slavoj Žižek (2009) [vi], de pensarla en tres dimensiones que se articulan y retroalimentan: la estructural u objetiva, la simbólica, y la subjetiva o directa. La violencia estructural es un conjunto de mecanismos, algunos muy sutiles y otros de gran barbarie, cuya intención es obligar e imponer modos específicos de organización de la producción y reproducción que garanticen la concentración de medios, bienes y sentidos (en su acepción política) en un grupo social (derivado en una clase socioeconómica), con el agravante de presentar estos procesos como normales y como la única posible forma de regulación social.
La violencia simbólica refiere a las formas dominantes de crear e imponer significaciones y representaciones que, a la vez de legitimar, también invisibilizan la dimensión estructural. Se trata de la formación y difusión de discursos que normalizan y naturalizan las diferencias de clase imponiendo los patrones de significación de los dominantes como comunes a todos, complementando el ejercicio material del poder y coadyuvando a desarticular posibles manifestaciones de resistencia, disciplinando, desmovilizando, y desalentando la participación política. La capacidad de control y el impacto de los discursos dependerán del reconocimiento y posicionamiento que estos puedan lograr de las simbolizaciones, es decir, de constituirse como hegemónicos (Pierre Bourdieu, 2002 [vii]).
Producto de la estructural, la violencia subjetiva o directa es la ejercida física y/o psicológicamente por los sujetos o instituciones sobre otros individuos, es la que se relaciona con la discriminación, los fundamentalismos, el racismo y otras expresiones de este corte (Botello Arteaga, 2012 [viii]). La violencia subjetiva engloba una serie de acciones que son fundamentales en las formas en las que se concretizan las relaciones sociales. Sin embargo, por sí misma no es suficiente para explicar cómo surge, ni cuál es su finalidad en el cuerpo social; en el mejor de los casos, sólo puede ofrecer una descripción detallada de las condiciones necesarias, incluyendo las motivaciones y circunstancias personales, que requiere para efectuarse.
Bajo este orden argumentativo, la espacialidad de la violencia no estará referida a discutir y analizar los condicionantes de la distribución de actos violentos en un lugar específico (o la comparación entre ellos), tampoco se reducirá a vincular causalmente dichos actos con formas particulares de uso y apropiación de los espacios. La espacialización de la violencia debe ser entendida como la producción de una organización espacial, a partir de formas y funciones específicas, que se constituyen como una mediación para imponer una lógica de producción y reproducción sustentada en la acumulación (ampliada y por despojo), en la generación de rentas diferenciales y en la regulación de un orden social (vigilancia, disciplinamiento y control). Al respecto, Harvey (2013) [ix] señala que toda nueva geografía dentro de la historia del capitalismo ha significado una imposición violenta de sus necesidades de valorización y acumulación sobre la vida social.
La espacialización de la violencia como mediación se realiza en expresiones concretas que, a su vez, se constituyen como condiciones objetivas y subjetivas para reproducir, ampliar y/o mantener los mecanismos de violencia, de tal manera que se trata de un proceso acumulativo, siempre inacabado y dinámico. Así las finalidades se esconden en sus manifestaciones. De igual forma, es muy importante señalar que como la violencia se genera en la praxis social sobre otros sujetos, también se producen respuestas, reacciones que son formas de antipraxis violenta (Sánchez, 2003). Por lo tanto, la propia organización espacial no es unívoca, no sólo realiza y expresa la dominación y sus formas de violencia, sino que también significa la posibilidad de resistencia y de negación a la unidimensionalidad del capitalismo.
En concreto, la propuesta es aproximarse a la espacialización de la violencia a través de tres mecanismos que se complementan: 1) materialización de la valorización del espacio (por acumulación y rentas de segregación y culturales diferenciales); 2) homogeneización y vaciamiento espacial; y 3) dispositivos espaciales de regulación social. En esta dirección, consideramos que los procesos de renovación urbana implican una concreción espacial de la violencia que impacta tanto a los que son desplazados/expulsados, como a los que se quedan.
Estos tres mecanismos, entre otras concreciones, se realizan y manifiestan en la pulverización y desigualdad del tejido socio-espacial de las ciudades, y su reproducción se encuentra sujeta a los requerimientos de la acumulación en detrimento de la calidad de vida de la población. La ciudad se fragmenta y se divide, hace excluyente la participación social, acomodando y concentrado bienes y personas según la lógica de acumulación, generando una vida urbana segregada y mercantilizada. Al respecto, Harvey (2013, p. 106) señala que:
La reproducción del capital pasa por los procesos de urbanización por múltiples vías; pero la urbanización del capital presupone la capacidad del poder de clase capitalista de dominar el proceso urbano. Esto implica la dominación de la clase capitalista, no solo sobre los aparatos de estado (en particular los aspectos del poder estatal que administran y gobiernan las condiciones sociales e infraestructurales dentro de las estructuras territoriales), sino también sobre toda la población: su forma de vida así como su capacidad de trabajo, sus valores culturales y políticos así como sus concepciones del mundo. [x]
[…]
El texto completo está disponible en URBS 9(2)
El artículo representa un resultado directo del proyecto de investigación PAPIIT IN305518 «Desarrollo geográfico desigual y violencia: Un análisis a partir de la tematización del espacio público y las rentas de segregación», por lo que se agradece el apoyo de la DGPA/UNAM.
[i] Olivera, Patricia (2013). Neoliberalismo y gentrificación en ciudades norteamericanas. La ciudad de México. En Patricia Olivera (ed.), Polarización social en la ciudad contemporánea. El re-escalamiento de los espacios neoliberales (pp. 151-171). México: Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.
[ii] Harvey, David (2010). La ciudad neoliberal. En Miriam Alfie, Iván Azuara, Carmen Bueno, Margarita Pérez y Sergio Tamayo (eds.), Sistema mundial y nuevas geografías (pp. 45-64). México D.F.: Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa y Azcapotzalco, y Universidad Iberoamericana.
[iii] Sánchez, Adolfo (2003). Filosofía de la praxis. México: Siglo XXI.
[iv] Echeverría, Bolívar (1998). Violencia y modernidad. En Adolfo Sánchez (comp.), El mundo de la violencia (pp. 365-382). México: Fondo de Cultura Económica.
[v] Para un debate sobre la violencia como proceso histórico de dominación en la praxis social y sobre sus potenciales formas de subversión (y que, por lo tanto, no pueden se planteadas como violencias directas), se recomienda ver la propuesta de «antipraxis» violenta que Adolfo Sánchez (2003) desarrolla al respecto.
[vi] Žižek, Slavoj (2009). Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales. Barcelona: Paidós.
[vii] Bourdieu, Pierre (2002). La distinción. Criterio y bases sociales del gusto. México: Taurus.
[viii] Arteaga, Botello (2012). Dinámica panóptica y sinóptica: estudio de caso de un hecho criminal en México. EN-CLAVES del pensamiento, VI(11), 131-151.
[ix] Harvey, David (2013). Ciudades rebeldes. Del derecho a la ciudad a la revolución urbana. Madrid: Akal.
[x] El propio Harvey amplia la explicación señalando que: «la calidad de la vida urbana se ha convertido en una mercancía para los que tienen dinero, como lo ha hecho la propia ciudad en un mundo en el que el consumismo, el turismo, las actividades culturales y basadas en el conocimiento, así como el continuo recurso a la economía del espectáculo, se ha convertido en aspectos primordiales de la economía política urbana.» (2013, p. 34).