Algo que caracteriza los estudios sobre la calidad de vida urbana es la creación de una plétora de indicadores que miden diferentes calidades sociales y económicas de las urbes. Ejemplos y adjetivos de esta idea es la aparición de informes, de trabajos de investigación, de noticias en periódicos, etc., que “nos venden” la ciudad más bonita del mundo, la más visitada, la que tiene los mejores restaurantes, la más “cool”, la más “fashion”, y un sinfín de las más “lo que sea”. Un libro que habla de ello es, por ejemplo, El triunfo de las ciudades [i], de Edward Glaeser. En cierta medida, las ciudades entran “en competición”, “rivalizan” entre ellas para “ofrecer” metrópolis, para “invitar” a vivir experiencias urbanas creativas e innovadoras que queden ligadas, sobre todo, al paso de los turistas y a esas cifras de las que hablábamos al principio.
Las piscinas conforman una parte de la trama urbana que pasa desapercibida (por ser un elemento que está cubierto o por ser de un uso poco habitual). Pero son elementos de agua que han tenido y, todavía hoy, tienen mucha importancia para el desarrollo social y económico de las urbes. Estos días, por ejemplo, hemos vuelto a leer la noticia de cómo ingenieros de Grecia “hacían todo lo posible para hacer desaparecer del mapa” la cantidad de piscinas que existen en el país pero que sus propietarios no tienen registradas para evitar los impuestos correspondientes. Situación que viene de años atrás ya que, según una noticia de El Confidencial aparecida en el año 2011, apenas se declaraban 324 en toda la ciudad de Atenas mientras que varias imágenes tomadas desde un satélite, encargadas por el Gobierno, cuantificaban éstas en casi 17 000.
Las piscinas entran también “en competición” en el momento de “ofrecer” experiencias urbanas. Por ello, en un excelente trabajo publicado en El Periódico el 14 de julio, también alguien como B. Iznájar nos propone visitar las diez mejores piscinas urbanas del mundo [ii]. Sofocar el calor de la ciudad en pleno verano pasa por visitar una de estas diez magníficas instalaciones o santuarios de agua (como él los denomina). En este post sólo hablaremos de cinco de ellas.
Marina Bay, en Singapur, es una piscina construida en la planta 57 del hotel Marina Bay Sands, a 150 metros de altura. Una piscina con capacidad para cuatro mil personas que, mientras disfrutan del baño, poseen una vista panorámica de la urbe.
Berlín ha recuperado la tradición perdida de las barcazas dedicadas al baño público (spreebrücker). En Treptow, en el oeste de la ciudad, se ha transformado el caso de una gran barcaza en una piscina flotante pública que parece sumergida en las aguas fluviales.
La piscina de San Alfonso del Mar, en la ciudad de Algarrobo, Chile, roza el delirio arquitectónico con sus mil metros de longitud y 80 000 metros cuadrados de superficie, mantenida mediante un sistema de desalación del agua marina. A pesar de su innegable magnificiencia, podría figurar perfectamente en un catálogo de los horrores urbanísticos de la lógica del resort.
Nemo 33, en la ciudad de Bruselas, es el exceso en términos de profundidad. 33 metros de profundidad, jalonados por ventanas, niveles y pasadizos que complementan la experiencia de la inmersión con el paseo turístico de quien mira un enorme acuario en el que flotan los submarinistas, como si de una especie exótica se tratara.
Nueva York también cuenta con una piscina flotante pública, una barcaza situada en el East River, junto al Bronx, desde la que se contemplan unas impresionantes vistas de Manhattan.
La piscina es espacio urbano asociado a actividades prosaicas y familiares, pero también al esfuerzo técnico de la competición y a la diferenciación del status socioeconómico. Considerarlas un mero indicador de calidad de vida urbana, tal como se utilizan este tipo de índices descontextualizados y vacíos de contenido, deja en mal lugar la relación mágica entre la ciudad y el agua, tradicional en la arquitectura de todos los tiempos y preocupación pública en la ciudad romana, en las acequias sutiles de los jardines andaluces o en la presencia simbólica de los canales, los ríos y los mares que bañan o atraviesan muchas de nuestras ciudades. Más allá de la piscina de barrio o de la piscina del club deportivo, estos ejemplos, que en mucha medida rozan lo desorbitado y una vana presunción turística, convierten a la ciudad en objeto de la mirada estética, aprovechan el skyline para ofrecer una perspectiva renovada de la ciudad como objeto de contemplación abstracto independiente del bullicio y de los problemas sociales, y sitúan al observador en una posición de ignorancia complacida, como un espectador distante y distraído de la ciudad inmensa que se extiende en un horizonte que desafía las dimensiones de lo cotidiano.
Frente al sencillo discurso del ocio familiar y a la siempre certera crítica de la mercantilización elitista del ocio de masas, esta grandilocuente arquitectura del agua nos sitúa en la extraña posición de la vista de pájaro, donde uno encuentra que la terrible gran ciudad es también un objeto estético de grandes dimensiones, una magna obra que puede ser contemplada por el mero deleite de quien busca un espacio relajado desde el que mirar el mundo sin pretensiones.
De arriba a abajo: la piscina flotante de Nueva York, imagen de Kevin Coles en flickr; la piscina flotante sobre el río Spree, en Berlín, imagen de Carlos ZGZ in flickr; Nemo 33, en Bruselas, imagen de Peter Rigole in flickr. La imagen de portada es la piscina de Marina Bay Singapur, foto de Brian Jeffery Beggerly en flickr. (El tamaño de alguna de las imágenes ha sido modificado.)
[i] Glaeser, Edward. (2011). El triunfo de las ciudades. Madrid: Taurus Ediciones.
[ii] http://viajar.elperiodico.com/destinos/alrededor-del-mundo/las-10-mejores-piscinas-urbanas-del-mundo