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Fragmentación megapolitana y apropiación de los comunes: los modos neoarcaicos del nuevo urbanismo

Baltasar Fernández Ramírez 30 junio, 2015

En muchas ciudades europeas tradicionales, los límites entre barrios quedaron definidos por el derribo de antiguas murallas o tapias que cercaban grandes propiedades eclesiásticas o señoriales interiores más antiguas, reemplazando formas orgánicas no planificadas de distribución del suelo por el racionalismo de las calles –la cuadrícula– y el ordenamiento. La pequeña población se alejó de la aldea o la villa que fue, para internarse en el futuro urbano mediante la eliminación de barreras y la reducción de distancias sociales que, en cierta medida, se consiguió en la ciudad burguesa gracias a los fueros y al comercio. Modernamente, el automóvil y el ferrocarril requirieron de vías rápidas interiores, circunvalaciones y conexiones que crearon nuevas divisiones más allá de los núcleos históricos, poniendo en relación tanto como dividiendo el territorio de los pequeños núcleos vecinos que un día fueron independientes y ahora estrechaban su dependencia. Una ciudad de hierro y asfalto que engullía las diferencias y rivalidades para integrar a los pueblos vecinos en el urbanismo y en la urbanidad como nuevos modos de vida. Como repetimos desde Simmel y Milgram, la gran ciudad nos ha hecho más indiferentes, más fríos, pero también nos ha liberado de algunas de las ataduras de la pequeña comunidad que observaba con extrañeza y repulsa cualquier innovación como una amenaza al modo de vida tradicional.

Cuenta Michael Dear [1] que, en el antimodelo de Los Ángeles, estas nuevas divisiones fueron generadas a partir de las vías del ferrocarril y la densa red de autopistas construidas en las primeras décadas del siglo XX, y acabaron teniendo un reflejo en la composición étnica y socioeconómica de los diferentes barrios (los antiguos counties, ahora reunidos en la megápolis angelina). La distancia social entre los residentes aumentó, igual que las diferencias en el valor del suelo. También allí hubo una desproporcionada especulación inmobiliaria que multiplicó un parque de viviendas que quedaron vacías durante décadas hasta que la relación entre población y vivienda se equilibró de nuevo cerca de los años sesenta. Las nuevas conexiones aislaban unas zonas mientras aproximaban otras, creando oportunidades de negocio y de relación social, y los pequeños núcleos fueron especializándose según el perfil de sus residentes o su oferta de servicios, hasta dar con la actual fragmentación multicéntrica. Frente a una lógica tradicional de corte europeo, ningún condado angelino replica en su interior la multiplicidad y la diversidad de servicios que esperamos de una gran ciudad moderna. La multiplicidad y la diversidad se aprecian en el nivel de análisis de la ciudad, no en el de sus pequeños fragmentos especializados. Paradójicamente, es la caótica Los Ángeles la que ha conseguido ordenar la localización diferencial de las distintas actividades urbanas (la residencia, la industria, la administración, el ocio) que antes propusieron los utopistas, desde la ciudad jardín hasta el Berlín de Scharoun [2].

la ciudad jardín de Ebenezer Howard

La ciudad jardín de Ebenezer Howard, 1902

En la actualidad española, asistimos a tensiones sociales relacionadas con los nuevos viejos modos de la urbanización modernista. Derribar un barrio por la mal llamada higiene social no es un invento reciente, sino la herencia del París de Haussman, igual que tematizar los centros históricos son un derivado del Centennial Disney y del simulacro urbanístico de Las Vegas. Las estrategias neo-liberales –que poco tienen de liberales, y menos de neo– de la marca-ciudad, la reinvención simbólica de los centros históricos, la actualización tecnológica de las smart cities, el desembarco cool de los nuevos residentes y locales de moda, el sprawling residencial o las ciudades fortaleza, entre otras, no son sucesos originales del presente urbano español, sino parte de un proceso mundial de urbanización que estamos viviendo desde los años ochenta en todo el planeta, con toda su carga ideológica y su futurismo distópico, que toma como antimodelo a la fragmentaria ciudad angelina, caótica hasta el surrealismo (call me any name you like, / I will never deny it. / But farewell, Angelina…; en versión de Joan Baez, por supuesto), y que está perfectamente documentado ya a finales de los noventa por los geógrafos de la escuela de Los Ángeles, con  Edward Soja como exponente más conocido. Su nombre es postmetrópolis [3].

Los Angeles, CA from the air by Marshall Astor from San Pedro, United States

Los Angeles, CA from the air by Marshall Astor from San Pedro, United States

En nuestro país, estamos reviviendo la fragmentación de los barrios, en escala reducida, creando guetos (no necesariamente estigmatizados) que necesitan ser comunicados por enlaces viarios que se erigen como nuevas barreras que reinciden sobre el proceso de aislamiento y nuclearización. La ciudad administrativa se reduce a una entidad suprabarrial responsable de la gestión de los enlaces, más que de los equipamientos, dejando cada núcleo en manos de procesos de reurbanización, suburbanización y resocialización al albur de fuerzas económicas y conflictos vecinales internos. Vivimos en nosotros mismos el macroproceso conurbador de las megápolis emergentes, donde nuestras antiguas ciudades están geográfica, cultural y económicamente vinculadas por vías rápidas de comunicación (autovía, AVE, fibra óptica, redes energéticas), carentes de un gobierno supraurbano entre el ayuntamiento y el estado que se haga responsable de organizarlas.

Si la metáfora de Los Ángeles es válida (y, poco a poco, la estamos convirtiendo en realidad), quizá podamos esperar una tensión creciente en forma de competencia entre los propios barrios fragmentados, pujando por crear una oferta económica e identitaria local que atraiga financiación para la actualización urbanística, con la amenaza siempre presente de la gentrificación de los residentes de menor poder adquisitivo, condenados a ser desplazados hacia núcleos suburbiales. O, en nuestra tradición europea de la lucha de clases, quizá podamos esperar que el conflicto social se perpetúe en manos de asociaciones y grupos activistas vecinales que demanden protección estatal y mayor capacidad de autogestión para asegurar estilos de vida tradicionales o introducir nuevas prácticas sociales que refuercen el sentido de comunidad. También este urbanismo de contestación está bien documentado en Europa desde los años noventa.

Analizar estos procesos en términos económicos o ideológicos no deja de ser una simplificación sociológica y política, a pesar de la innegable fuerza de los agentes económicos (promotoras, financieras, empresas tecnológicas y de ocio). Asistimos al enfrentamiento de dos modelos de urbanización: la fragmentación interesada en el beneficio económico y la estrategia de la conservación identitaria. Uno cegado por la rentabilidad y los criterios técnicos, camino del colapso mundial de las formas urbanas hipermodernas, diluidas en la reproducción del antimodelo angelino, y el otro atrapado en un tradicionalismo identitario y político que lucha por el empoderamiento ciudadano apelando a la responsabilidad de las administraciones y la gestión de los barrios bajo la lógica de los comunes. Ambos, parapetados en un discurso ideologizado, la distopía futurista frente a la utopía asamblearia, creando una nueva narrativa histórica y cultural, y luchando por la apropiación del espacio, lo que, visto en perspectiva, no deja de ser un intento doble de hipotecar el futuro en que habrán de crecer las generaciones posteriores.

Como recuerda Massimo Cacciari [4], la urbs romana fue más una civilización que una ciudad, un proyecto universal de extender la legalitas romana hacia todo el mundo conocido, ya fuera en las grandes ciudades, en el agro o en los limes. En contraposición, el concepto de civitas es herencia de la polis griega, donde los hombres tenidos por libres se dotaban de leyes, ejercían la justicia y discutían en la reunión de la asamblea, dentro de una democracia elitista y limitada (con la correspondiente exclusión, no lo olvidemos, de los pobres, las mujeres y los extranjeros) que apelaba a los valores tradicionales y a la defensa de la identidad local frente a todo lo que fuera más allá de los límites de la ciudad. Evidentemente, ni urbs es la mundialización exacerbada del siglo XXI, ni polis/civitas es el asamblearismo de nuestras primaveras políticas, pero, de algún modo, el eco de ambas metáforas persiste en nuestros lenguajes, en nuestros modos de entender la vida en la ciudad, y debería ayudarnos a meditar sobre qué modelos de ciudad defender en este imprevisible cambio de época.

La Ville Radieuse de Le Corbusier, 1933

La Ville Radieuse de Le Corbusier, 1933


[1] Michael Dear, The postmodern urban condition, Oxford, Blackwell, 2000.

[2] Hans Scharoun, conferencia con ocasión de la exposición “Berlin plant – Erster Bericht” [Berlín planifica – Primer Informe], leída el 5 de Septiembre de 1946. Reeditada en 2015 en URBS. Revista de Estudios Urbanos y Ciencias Sociales, 5(1), 107-135.

[3] Edward W. Soja, Postmetropolis. Critical studies of cities and regions, Malden, MA, Blackwell, 2000.

[4] Massimo Cacciari, La ciudad, Barcelona, Gustavo Gili, 2011.

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About The Author

Baltasar Fernández Ramírez

Postmodernidad, sociolingüística, delirio, liberalismo radical, crítica. Todos los campos del saber vuelven a unificarse bajo el marco de la postmodernidad, que sólo entiende las disciplinas en minúscula, como relatos menores reunidos en el espacio postestructuralista de la narratividad. Ciborg, posthumanismo, transgénero, pensamiento distópico, fin de la ciencia modernista, fin del relato del progreso, racionalismo relativista. Puntos ancla y metáforas para un pensamiento rupturista que mira al pasado con ojos de futuro.

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