Hablar sobre la que está atravesando la Ciudad de México, si se es residente de dicha megalópolis, plantea numerosos retos. Uno de ellos es lograr un distanciamiento necesario, aunque difícil por la proximidad del tema, con una experiencia cotidiana que no produce otra cosa más que indignación por la manera en que se ha manejado la política en general y específicamente urbana en la capital del país. El ciudadano de a pie debe lidiar no sólo con el propio lenguaje sino con la retórica que se ha venido utilizando en los medios de comunicación, y ver qué hay detrás de ella. Por ello, es interesante tratar de sofisticar el análisis buscando referentes teóricos y ver la coyuntura como oportunidad para estudiar un fenómeno muy ilustrativo de los tiempos que nos ha tocado vivir; una ocasión de oro para que las ciencias sociales y ambientales demuestren su poder explicativo.
Aparentemente, la situación es clara y los datos están expuestos frontalmente en periódicos y páginas web oficiales: el gobierno de la Ciudad de México declaró a mediados de marzo del 2016 la primera contingencia ambiental en 14 años, al cambiarse el criterio para anunciar tal emergencia, con estándares de calidad de aire más exigentes y similares a los que se usan en la mayoría de ciudades. Las medidas subsecuentes para contener la contaminación desde entonces han estado dirigidas a atajar el otro gran problema derivado de la presencia de más de cinco millones de coches circulando por la ciudad: la congestión vial, que provoca que el desplazamiento de las personas hacia sus centros de trabajo en horas pico pueda requerir una, dos o más horas de viaje.
Pero dichas medidas, que en sí mismas son al menos un reconocimiento de un conflicto cuya magnitud no era asumida en años pasados, no son vistas como suficientes por las organizaciones ambientales y los expertos en vialidad. Básicamente están dirigidas a paliar el problema a corto plazo y retoman el espíritu original del Programa Hoy no Circula, instaurado en 1989, en el cual se determinaba que cada coche tendría prohibido circular un día a la semana. El Programa fue permitiendo que los coches circularan, siempre que no tuvieran una antigüedad superior a diez años y pasaran controles anuales. Ello representaba una merma clara en la equidad social del transporte urbano y un impulso a la industria del automóvil, pues aquél que tenía los recursos para hacerlo, cambiaba su coche con frecuencia para circular cada día, lo que provocó un aumento del parque vehicular. Hoy, la medida afecta a una parte de la población de clase media alta que anteriormente no la sufría (y seguramente parte del 70% de abstención, o del voto mayoritario de castigo que se ha dado en las recientes elecciones municipales) y a la que va dirigida todo un discurso para concientizarla de que su sacrificio es necesario para poder mantener vivo al sistema vial. Incluso Mario Molina, Premio Nobel de Química y referente indiscutible en la vida pública mexicana, apunta que la responsabilidad en la creación y solución de la crisis es, además de la corrupción en la implantación del Programa Hoy no Circula, individual (!!!) y propone controles aleatorios similares al alcoholímetro para que cada conductor controle la cantidad de emisiones de su vehículo, como si fuera algo sencillo; la escasez del transporte público ocupa sólo un preeminente segundo lugar en la mayoría de sus declaraciones. Pero la debilidad principal del discurso hegemónico es que la clase política que lo promueve ha sido la principal responsable de la situación, pues lo que se ha invertido, por ejemplo, en la construcción de segundos pisos para vehículos ha sido infinitamente superior a la inversión en transporte público, con una única línea nueva de metro en más de veinte años. Por no hablar del incremento del tráfico aéreo, apenas a unos metros de altitud en las colonias céntricas de la ciudad, debido a los permisos otorgados a las líneas de bajo costo y cuya notable contaminación de aire y acústica es denunciada por grupos de vecinos como RutaAerea.org.
Evidentemente, no ha habido tiempo para leer, entre inauguración e inauguración de vías rápidas destinadas a volverse lentas, el texto que Iván Illich [i] escribiera hacer más de cuarenta años, “Energía y equidad”, cuando, al calor de la crisis del petróleo, el escritor austríaco aprovechó para denunciar la contradicción entre justicia social y energía motorizada, entre la libertad de la persona y la mecanización de la ruta. Si Illich estuviera aún entre sus amigos mexicanos de Cuernavaca quizás hoy titularía “Aire y equidad” a una continuación de su libro sobre una de las consecuencias de convertir en mercancía (el desplazamiento) lo que antes era gratuito. Lo cierto es que el dilema del reparto de los costos de la sustentabilidad, que se vislumbra desde hace décadas, es hoy claramente palpable. No se puede descargar el peso de las medidas ambientales sobre las clases más vulnerables ya de por sí castigadas por la merma de su poder adquisitivo. Ignorar las conexiones del problema de la congestión ambiental con los ámbitos sociales, políticos, culturales, es sólo una muestra más de la ceguera administrativa pero también de varios analistas que ven posible una solución de la vialidad manipulando los elementos estrictamente contenidos en el sistema vial: coches, vías, conductores.
El paradigma ambiental justamente consiste en que no ya no se puede tomar como principal ningún objeto de estudio sin considerar lo que antes era simplemente el entorno, el espacio, el escenario involucrado. Se constata que ninguna de las disciplinas científicas puede explicar de manera aislada un fenómeno complejo como es el medio ambiente urbano [ii] [iii]. En cuanto a las políticas públicas más indicadas [iv], cabe pensar que no se pueden aplicar soluciones economicistas (imponiendo un precio al costo ecológico generado, también llamado “externalidad” pese a ser fundamental en la actividad que la produce) porque estamos ante un bien público (el aire, la calle), difícil de privatizar. El enfoque tecnocrático o regulatorio, con impuestos, subsidios y decretos, aparece como débil porque nunca alcanza la magnitud requerida, la que pondría en cuestión las bases mismas de un poder dependiente de los poderes económicos que lo sustentan [v]. Pero es el más cercano a lo que podría ser un “enfoque alternativo” [vi], que iría a modificar las condiciones estructurales que han dado lugar a la crisis, no sólo políticas (el Estado controlado por lobistas del sector privado, como la industria del coche y el petróleo, fuertísimas en México); también económicas (el crecimiento de la producción como meta nacional) y culturales (el estatus asociado al coche, la poca consideración de las generaciones futuras como actores sociales importantes).
Las respuestas espontáneas de la ciudadanía a la descomunal irracionalidad del transporte urbano están ahí: trabajos y estudios on-line, horarios flexibles para no coincidir en las horas conflictivas de tráfico, sociabilidad y ocio cercano a la residencia, emigración a ciudades de provincia…, dan una idea de cómo se podría trabajar con políticas locales y transversales que hicieran más autosuficientes a los barrios, paralelas a políticas nacionales de creación de nuevos centros urbanos (similares a las new towns británicas y las villes nouvelles de los sesenta), ecológicos, de escala mediana, donde una democracia más participativa y la recuperación de la idea de lo común permitiera una ética de la sustentabilidad que contemplara la renovación permanente de la vida.
[i] Ivan Illich, Energía y equidad, México, Joaquín Mortiz, 1985 (Orig., 1974).
[ii] Robert Pahl, ¿Whose City?, Harmondsworth, Penguin, 1975.
[iii] Bruno Cruz, Las relaciones entre sociedad, espacio y medio ambiente en las distintas conceptualizaciones de la ciudad, en Revista de Estudios Demográficos y Urbanos, volumen 29, número 1, 2014.
[iv] Bruno Cruz, Estrategias de políticas públicas para el desarrollo sostenible, una visión crítica, en Revista Telos, volumen 14, número 3, 2012.
[v] Matthew Paterson, Understanding global environmental politics: domination, accumulation, resistance, Nueva York, Palgrave, 2000, página 199.
[vi] Francisco Garrido, José Luis Serrano, José Luis Solana y Manuel González de Molina, editores, El paradigma ecológico en las ciencias sociales, Barcelona, Icaria y Antrazyt, 2007.
Imagen de portada: DF, México by Reindertot vía Flickr